19 mayo 2008

Sirenas

He despertado con un dolor fuerte en el pecho.

Me voy hacia la ducha intentando pensar en otra cosa, pero el espejo me devuelve una mueca de dolor que no me gusta y me vuelvo para darle la espalda.

Es un dolor agudo, como si me apretaran fuerte por dentro, pero sé que pasará, que a veces sólo está en mi cabeza y desaparece si consigo ignorarlo. Otras no, como aquél cólico que se empeñó en aparecer en el momento más inoportuno y terminó con una intervención en el hospital.

Me siento en el banquito de la ducha y coloco el grifo en la posición de masaje para que los chorros a presión desde la pared me ayuden a respirar mejor. Agarro el champú, pero el frasco se resbala entre mis dedos. Tengo el brazo dormido, aprenas puedo moverlo. Seguro que dormí en una mala postura y se me pasa.

El gato me observa. Le gusta hacerse un ovillo en el lavabo para esperar su turno de aseo. Cuando yo salga, mojará sus patas en la teca del suelo y se lavará despacio con la lengua. Hoy se estira y maúlla fuerte sin dejar de mirarme.

Oigo un golpe seco.

No puedo abrir los ojos. Lo intento con todas mis fuerzas. No puedo. Respiro hondo, pero el aire no quiere entrar en mis pulmones.

La reunión de esta mañana es importante. Y el viaje del miércoles a Madrid. Seré la anfitriona y no puede quedar nada al azar. Los pedidos. Las presentaciones de la nueva campaña. La comida de empresa. Los niños.

Oigo sirenas cerca. Alguien estará esperando con angustia, seguro. Da igual por lo que sea, un gato subido a un árbol, una cornisa a punto de caer o una disputa callejera, pero en algún lugar de esta ciudad con prisas, alguien espera que le echen una mano.

¿Dónde se habrá metido Golfo? Ya no le oigo maullar.

Escucho voces. Creo que me están llamando.

Se pasó el dolor, todo está en calma. Tal vez me quedé dormida y sólo estoy soñando. ¿O no?.

Tengo que despertar y escribir este sueño. Interpretar. Aprender a contarlo.

La sirena ha dejado de oírse. Alguien habrá dejado de esperar. Tengo sueño.
18 mayo 2008

Joaquín Bernal (De Letras)

Cuando preguntan a Jimena qué es lo que más le gustaría en el mundo, siempre dice que daría cualquier cosa por convertirse en sombra a voluntad. Para poder escuchar sin ser vista, añade, y en la cara se le ilumina la sonrisa. Y mientras ella lo dice, su padre siempre le echa una mirada rara, de visitante de zoo que se ha topado con la jaula del ornitorrinco.

Aunque aún no ha conseguido su deseo, Jimena se las apaña bastante bien. Muchas tardes, al salir del colegio, se acerca a casa de su tío Urbano, que le da la merienda y permiso para perderse en su inmensa biblioteca. Para Jimena esa sala es como el paraíso: estantes repletos de voces que cuentan cosas. Algunas no las entiende, pero aún así deja que le susurren al oído, porque su música y su cadencia le bastan para saber que hablan de gente que no existió, o gente que existió hace mucho tiempo, o gente que existió muy lejos, pero en cualquier caso gente que vuelve a existir cada vez que ella abre el libro.

A Jimena le encanta jugar con las palabras, aunque es algo que le da un poco de vergüenza, y por eso se lo guarda para sí misma. Le encanta inventar que en Polonia debe hacer mucho frío porque es un país lleno de polos. O decirse que debe ser bonito regalar una lima a tu prima, y que encima rima. A menudo se tiene que aguantar la risa para evitar que su padre le diga, una vez más, que sólo los tontos se ríen por nada.

Su tío Urbano debe ser alguien importante, porque cada tarde lo visitan señores tan serios como él. Jimena, a veces, juega a convertirse en sombra y los observa a través de los cristales de la puerta que separa la biblioteca del saloncito. Su tío mueve los labios, y los señores lo observan, asintiendo todo el rato. Luego alguno de ellos contesta, y es su tío quien asiente. Jimena no consigue escuchar la conversación, pero le basta con contemplarla. Son libros vivos que están contando una historia que ella jamás entendería, lo sabe. Y ya es bastante mirarlos desde un rincón, también lo sabe.

Hoy Jimena siente en el pecho una excitación de petazetas. Ayer tomó prestado a Javi, su hermano, uno de los volúmenes de la colección de los jóvenes castores: el dedicado a los juegos de espías. En él descubrió que si uno coloca un vaso contra la pared y aplica el oído, puede escuchar las conversaciones de la habitación de al lado. Lo probó en casa y consiguió escuchar a Marisa hablando por teléfono con su amiga Sandra, contándole un rollo sobre un chico que a ella no le interesó nada de nada. Pero el truco del vaso funcionó. Y ha decidido probarlo en casa de su tío Urbano. Esta tarde.

Ha merendado rápido, cuidando no dejar una sola gota de leche en el vaso. Lo último que quiere es manchar la pared con un cerco húmedo difícil de explicar. En el saloncito, dos hombres escuchan a su tío.

Jimena apoya el vaso sobre la pared, coloca la oreja y afina el oído. Y consigue escuchar esa voz familiar, grave y leve, que va y viene en oleadas como un humo tenue. De fondo, el sonido de una caracola, aunque ella sabe que es un efecto producido por el vaso porque lo leyó en el libro de Javi. Escucha a su tío y a esos dos señores, tan serios.

—Y sigo escribiendo, sí. Pero me aburro.

—Deberías cambiar un poco, hacer algo divertido.

—¿Divertido? ¿Cómo qué?

—Podemos hacer un cadáver exquisito.

—¿Otro más? Buf.

—Ya lo tengo. Cada uno propone dos palabras, por turnos, y todos escribimos sobre esas dos palabras. Ah, y prohibido utilizar la segunda de forma directa.

—Huy. ¿Ya estamos con las metáforas? No sé si voy a saber.

—Seguro que aprendes rápido.

Jimena escucha risas. Retira el vaso de la pared. También ríe. En ese momento deja de sentirse culpable por jugar con las palabras. Al fin y al cabo, si su tío lo hace, si esos hombres tan serios lo hacen, no será tan malo como pensaba, diga lo que diga su padre.

Deja el vaso sobre la mesa. Camina despacio a lo largo de la estantería principal, rozando los lomos de los libros con el índice. Se detiene y coge el libro señalado. Es «El libro de la selva», de Rudyard Kipling. Se sienta y lo abre.

Jimena lee la primera frase. Y empieza a escuchar un rumor de hojas, la algarabía de pájaros desconocidos, un rugido lejano, murmullo de agua. Y sin darse cuenta se ha convertido en una sombra que escucha sin ser vista.



NOTA: Este texto está escrito por Joaquín Bernal. Para Jimena. Gracias, Maestro
15 mayo 2008

Vida

Me gusta saborearte. A lametones, despacito, o a bocados gamberros. Robarte besos y esperar a que me los des.

Otras veces me siento y te escucho, para saber más y aprender de ti, que me queda mucho camino.

Y tocarte, recrearme con tu piel mientras te acaricio, rozarte con la punta de los dedos.

Mirarte a los ojos y dejar que me sorprendendas.

Conocer tu olor, aunque sea distinto cada día.

Y cuando no puedo hacerlo, me limito a imaginarte, y te dibujo con una sonrisa que no me haga daño.
14 mayo 2008

Nota sobre mi cocina

Alguien que me quiere más por lo que soy que por lo que escribo, me pidió que no continuara el relato de Sonidos y silencios, que lo dejara así.

Y alguien que me quiere más por lo que escribo, me pidió lo contrario.

Mientras, mi cocina se fue llenando de gente. Chiki trajo su Nespresso (sin Clooney) y nos la prestó.

No sé qué tendría su café, pero creí escuchar la voz de Manuel desde el frasco del azúcar desgañitándose, así que abrí el tarro y me puse a escribir. Algún alma caritativa también tachó.

Gracias por haber esperado aunque se acabaran las galletas.
09 mayo 2008

Espejos

El armario de mi ropa es un desastre.

A veces, cuando no encuentro justo lo que busco, hago el propósito de sacar todo y ordenarlo. Tirar lo que ya no me pongo, revisar la ropa que me dejó de venir, clasificarlo por colores, no sé, cualquier cosa que sirva para saber en qué percha colgué cada prenda, pero es un propósito que dura lo mismo que cuando decido ponerme a régimen, estudiar más, ahorrar o dejar de escribir. O sea, nada.

Y no es por falta de voluntad, sencillamente, cuando me pongo a ello se me ocurre algo entre medias que me apetece más.

Hubo un tiempo en que mi gemela y yo estábamos empeñadas en comprar nuestras casas a la misma altura precisamente para unirlas por un armario que diera a las dos. Por suerte para nuestras parejas, aún no lo hemos conseguido, pero eso es otra historia.

El usar la misma talla hace que a veces no distingamos qué ropa es de cada una, aunque contrariamente a lo que recuerdo de nuestra adolescencia, tampoco nos importa demasiado. Si algún día las hadas o la lotería nos conceden ese deseo, será divertido.

Para entonces, si es que no hemos cambiado de gustos, habrá que colocar las cosas siguiendo algún tipo de orden lógico. No tiene sentido que las minifaldas más cortas estén a su lado, o que los jerseys de cuello alto lo hagan al mío, no vaya a ser que me equivoque y me pase la mañana intentando respirar. Mientras tanto, nos conformamos con llevar bolsas de una casa a la otra, desnudarnos frente al ventanal del salón para cambiarnos algo que lleva la otra o meternos en el baño de la consulta del dentista y salir con la ropa contraria a la que hemos llegado. Digamos que no nos preocupa demasiado la cara que ponen los que están alrededor.

Por la mañana, después de la ducha, abro las puertas, me siento a los pies de la cama y paso la vista de lado a lado para encontrar algo que case con mi estado de ánimo. Hay días en los que es difícil acertar, y termino corriendo para coger el autobús y no tener que explicarle a mi jefe los motivos de mi retraso.

Para gustar a los demás, hay que empezar por gustarse a uno mismo. Eso es algo que sirve no sólo para la ropa, claro.

Pero algunos días, ni por ésas. No me gusto y ya está, da igual cómo se ponga el espejo.

Por más que lo intente, salgo a la calle convencida de que el escote es exagerado, el vestido demasiado transparente o los tacones me van a matar los pies. O al revés, que los vaqueros me darán calor y la chaqueta no pega con las gafas de sol.

Es más fácil echarle la culpa a la ropa que buscar las tonterías que han decidido dar vueltas en mi cabeza.

Subo al autobús deseando que termine la jornada para volver a casa, ponerme cualquier cosa y salir de nuevo a comprar un décimo de lotería que haga las mañanas más fáciles.
07 mayo 2008

Un regalo

Si tuviera que elegir hoy la forma en que quiero terminar el día, lo haría charlando con un desconocido.

Alguien a quien pueda decirle que me gusta escribir sin que me atravesara con la mirada como si fuera un bicho raro.

A quien no le importe cómo me llamo ni el verdadero color de mi pelo.

Que entienda la emoción que se siente al terminar un puzle, aunque sea de palabras.

Que en vez de mirar el reloj lo haga a mi cara para adivinarme el color de los ojos.

Y que me regale una sonrisa a cambio de un garabato.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats