26 junio 2008

Enrique


Una mañana, durante el café que comparto con quien se anime a madrugar, le enseñé a mi hermana un recorte de la revista Metrópoli en la que anunciaban cursos en el Taller de Escritura de Madrid.

Animadas por una vocación escondida desde niñas, la verdad es que no me costó mucho convencerla, así que nos apuntamos y comenzó una verdadera pasión al comprobar que otras personas, aparentemente “normales” como nosotras, compartían la misma afición y las mismas ganas de aprender.

Desde entonces, algo cambió en nuestra vida.

Ni siquiera me ruborizaba el hecho de reconocer ante otros que me gustaba escribir. Más de una vez me he puesto colorada al decirlo y encontrar en la cara de la gente una mueca de extrañeza o de desidia.

Mi primer curso fue de relato, con Nacho Ayerbe como profesor (excelente, por cierto).

Nos recomendó un libro de Enrique Páez que se convirtió en mi amuleto.

De Nacho aprendí mucho más como persona que de las letras, aunque nunca olvidaré que la palabra “onírico” chirría en un relato de fantasía y que los eróticos es mejor no dejárselos leer a ningún conocido.

Cenas con la excusa de charlas literarias, “quedadas” para conocernos todos, risas, amigos, recuerdos, chapulines…y la sensación de haber encontrado un hueco que, antes de conocerlo, estaba esperándome.

Enrique Páez siempre salía en la conversación. Según Nacho, él no era un escritor de cuentos, sino de novelas para niños, además de una gran persona y un fantástico escritor. Ahora no me cabe duda de ello.

Yo apenas había oído hablar de Enrique hasta entonces, sólo sabía que publicaba en la colección Altamar, de Bruño, para la que yo había hecho alguna colaboración, pero me daba vergüenza reconocerlo ante tanto halago, así que, por una vez, o por cien, me dio por escuchar para ver si aprendía algo.

La anécdota más curiosa que decían sus alumnos es que no se cortaba a la hora de invitarte a tirar a la papelera lo que no sirviera. Reconozco que aún no me he atrevido a seguir sus consejos, porque, de haberlo hecho, ni siquiera estaría sentada frente al teclado para mandarle esto.

Su libro sigue siendo mi amuleto (aunque ahora lo haya prestado), me paseo de puntillas por su blog de vez en cuando, para aprender, para ver si se me pega algo. Pero nada. No hay manera. Sigo esperando.

He oído hablar tanto de Páez a conocidos y amigos que ni siquiera me come la curiosidad de conocerle. Con sus fotos y sus letras, he visto lo suficiente para no husmear más.

Si acaso, algún día, acercarme a él para darle las gracias por el recuerdo que deja en tanta gente y por publicar aquel anuncio en la revista Metrópoli...y por la frase que me regaló para siempre: "a escribir se aprende escribiendo y a vivir, a pensar y a ser libres, leyendo".
22 junio 2008

No te preocupes


Me gusta pintar el mar cuando parece dormido.

Sentada sobre la arena de las dunas, garabateo y mancho papeles que luego intento terminar en casa. Aún no he conseguido el color que quiero darle.

Es lo más cerca que puedo estar de él, por más que las sesiones de terapia se empeñen en lo contrario. Al fin y al cabo, los psicólogos no tienen ni idea de lo que puede sentir alguien que durante cuatro minutos trata en vano de sacar la cabeza de debajo del agua.

Ha pasado mucho tiempo, pero los recuerdos están tan nítidos como entonces. El abismo, la oscuridad, bocanadas de sal mientras me quedaba sin aire. Una pesadilla que se repite al recordar palabras que no era capaz de contestar, con la mirada perdida sin ver nada mientras escuchaba cuentos de hadas que mi madre susurraba cada noche junto a mi cama esperando que volviera.

De no ser por mi padre, nadie hubiera reparado en una pequeñaja que por culpa del flotador pataleaba con la cabeza bajo el agua sin fuerzas para darse la vuelta. Y más en aquella playa repleta de gente.

Un minuto más y ni siquiera el respirador artificial podría haberme sacado del sueño.

Hoy todos dormían en casa cuando salí. Conduje hasta la playa. Sonaba un cedé de ópera y mis ojos se llenaron de lágrimas. Lloré de nuevo en la orilla, sola, respiré hondo y decidí plantarle cara al miedo.

Me descalcé mientras me repetía que no tenía sentido preocuparse. Un paso, luego otro y otro más, sin prisa. El tiempo es mío. Y mi vida. Dejé de pensar y sentí el agua fría acariciándome.

El mar estaba en calma, como una balsa, y yo, después de tanto tiempo, he disfrutado de él.
16 junio 2008

La chispa de la vida

Seguir el camino, un-dos-tres-cuatro.

Desde pequeña oyendo lo mismo y queriendo abandonar la línea negra.

Nada, intentas salir, escuchas una voz y vuelves.

Cinco-seis-siete-ocho. Y así hasta mil. No importa cuántos pasos.

Llueve. Un tapón de coca cola pasa por tu lado. Saltas y te escondes dentro, asustada y pegajosa.

Da igual que no te conviertas nunca en mariposa. Quieres ver colores, dejar la fila, salir del túnel aunque llueva.

Oyes tu nombre cada vez más lejos, sabes que te llaman. Dudas, sonríes.

El eco de una letanía que ya no es tuya. Un-dos-tres-cuatro. Se van. Estás sola.

14 junio 2008

Las aventuras de Martina (1)

Si me hubieran preguntado qué quería ser de mayor, hubiera respondido: –trapecista. Sin más.

Y es que por aquel entonces, no tenía ninguna duda de lo que quería hacer con mi vida. Lo único que me apetecía era parecerme a mamá, mejor: ser ella.

Entonces conocí a Patricia.

Recuerdo que me pasaba las tardes en el viejo carromato jugando a ser mayor y ensayando frente al espejo mis muecas de artista. Estaba convencida de que algún día papá me dejaría por fin subir al trapecio más alto y hacer un doble salto mortal como ella. Cuando regresara a la lona, el público reaccionaría poniéndose en pie y aplaudiendo de emoción.

Pero para eso había que crecer y yo, por más que me miraba de frente y de perfil, no notaba ningún cambio en mi cuerpo. A veces me sentaba en el taburete de la cocina, y colocaba los tarros de crema y los perfumes en fila sobre la encimera. Los iba abriendo uno por uno con cuidado y acercaba la cara despacio. Cuando llegaba al de hidratante de jazmín, arrugaba la nariz y estornudaba sin remedio. Me ocurría por ser pequeña, seguro, pero cuando dejara de molestarme ese olor tan dulzón, sería la señal de que había pasado al mundo de los adultos. No he llegado aún a conseguirlo.

Soñaba con el maillot brillante que me regalaría papá y con los reflejos de los focos en mis lentejuelas.

Me gustaba tumbarme en el centro de la pista cuando estaba vacía. Miraba a lo más alto de la lona y casi podía verme haciendo piruetas y dejando con la boca abierta a todos.

No tendría que acudir más a la escuela del circo, ni los niños se reirían de mi nombre haciendo rimas.

El payaso Laso me había prometido maquillarme la cara. Le gustaban mis ojos verdes. Rodrini, mi mejor amigo, me dejaría ayudarle en su número. Él sí que hacía magia de verdad. Me lo había dicho. Los mayores no mienten.

Había aprendido a hacer malabares con tres pelotas y me columpiaba en el trapecio agarrada por los pies cuando estaba bajito, porque papá sólo me dejaba ensayar así, cerquita de la lona, para que no me hiciera daño. Hubiera preferido que me lo subieran un poco, pero me tuve que conformar con mis pequeñas exhibiciones en las fiestas de cumpleaños de mis amigos.

En el circo todos éramos una gran familia y cuando celebrábamos algo, lo hacíamos en la pista, después de la función. Bueno, todos menos Lola, que desde que murió su perrita sólo salía de su carromato para vender los tickets de la entrada y apenas hablaba con nadie. Ni siquiera bailaba con Laso al ritmo del acordeón.

Lo mejor de vivir en un circo es conocer sitios nuevos, gente a la que no has visto nunca, niños agarrados a la mano de sus padres con los ojos como platos viendo saltar en el trapecio a mamá.

Quedarte entre bambalinas mirándoles la cara e imaginando cómo serán sus vidas en un piso que nunca cambia de lugar.

Y si te gusta dibujar, como a mí, sacar tu cuaderno y pintar al público con la boca abierta.

Una tarde, mientras lo hacía, concentrada en un pequeño de la segunda fila, alguien me dio un golpecito en el hombro. Me volví, asustada y vi a una niña como yo, con el pelo muy rubio, la cara sucia y un peto vaquero, viejo y grande, que le colgaba de un tirante cruzado sobre los hombros.

–Hola, ¿qué haces aquí? –le pregunté.

–Me he colado por debajo de la carpa, pero no digas nada, o me echarán de aquí. No tenía dinero para la entrada, pero nunca he visto un circo. Por favor, ¿puedo quedarme contigo?

Me quedé quieta un momento, luego me rasqué los rizos buscando una respuesta y de un salto, me levanté y la cogí de la mano. Puse un dedo delante de la boca, y casi susurrando, le dije:

–Ven, te enseñaré todos los secretos de este sitio.

Aquella tarde, recorrimos las jaulas de los leones, el carromato de la escuela, el de la guardería y el de Rodrini el mago. Al resto no podíamos entrar, porque, aunque no estaban cerrados, todos esperaban ya en la pista, o maquillándose, y no se les podía molestar.

Vimos las actuaciones desde el mejor sitio y nos pintamos la cara con las pinturas de mamá. Le enseñé mi cuaderno y dibujé su cara en la última página. Aún la conservo.

Sólo quedaba esperar el final de la función para que llegaran mis padres, así que nos sentaron en la puerta de la caravana mientras lanzábamos al aire pelotas que mi nueva amiga no lograba coger.

Era de noche cuando mis padres aparecieron por allí. Traían gesto serio, pero al verme sonrieron como siempre. Pensaban que su hija no se enteraba de los problemas, pero yo sabía que el circo no pasaba por su mejor momento. Les había oído algunas noches quedarse hasta tarde haciendo números cuando pensaban que dormía.

–Hola Martina. ¿No vas a presentarnos a tu amiga?
–Claro, se llama Patricia. No tenía dinero para la entrada y yo la invité.

Volví la cabeza hacia mi amiga y le guiñé un ojo. Entonces papá tomó la palabra.

–Muy bien, Patricia, pero es tarde y habrá alguien que te espere en casa. Podrás volver otro día.
–Mmmm –Patricia miraba hacia los lados y se enrollaba el tirante del peto con el dedo–Bueno…en casa no saben que he venido. Mi padre suele estar de viaje, o reunido. No creo que se preocupe.

–También los padres reunidos o de viaje se preocupan por sus hijos, ¿sabes?, así que le llamaremos para que sepa que estás aquí. ¿Cuál es su número?

Patricia me miraba muy seria. Metió la mano en el bolsillo de su peto, sacó un móvil y me lo dio con los ojos llenos de lágrimas. Todos nos miramos sin decir nada.

–La tecla verde conecta directamente con papá. Toma.

Le dí al botón y enseguida escuché una voz muy seria al otro lado del teléfono. Antes no me había fijado, pero cuando Patricia me dio el teléfono miré sus manos. Tenía los dedos largos y finos y las uñas muy limpias.

–¿Dónde estás? ¿Patricia?
–Ho..ho..hola. ¿Eres el papá de Patricia?
–Sí, ¿se puede saber quién eres? ¿dónde está Pati?
–Soy Martina, una amiga suya. Del circo.
–¿Has dicho del circo?

Le entregué el teléfono a mi amiga.
–Toma, creo que será mejor que se lo expliques tú.

Mis padres se alejaron un poco para que Patricia se sintiera más cómoda. Cuando volvió donde estaban, les dijo que su padre venía de camino a recogerla y se fue hacia la puerta sin despedirse.

Poco después apareció un enorme coche negro del que se bajó un señor muy elegante que besó a Martina y le dio un abrazo.

–Pero hija, ¿por qué llevas puesto el mono del jardinero? ¿Y cómo has llegado hasta aquí? Estaba preocupado.

Se volvió y les dio las gracias a mis padres. Le invitaron a un café en el carromato y no se supo negar. Nosotras esperamos fuera, en silencio.

Al salir, el padre de Patricia me dio dos besos y se despidió con la promesa de volver al día siguiente.

Entré en el carromato con la cabeza agachada y me fui al sofá. Mamá se acercó y pasándome un brazo por el hombro, me explicó que Patricia no podía quedarse, pero que volvería al día siguiente con su padre y nos dejarían participar con el Mago en su número si él estaba de acuerdo.

Recuerdo muy bien aquella noche: no me podía dormir. Si me dejaban hacerlo, es que pensaban que era un poco mayor, así que le pediría a papá que me subiera el trapecio para poder ensayar. Soñé con mi maillot de lentejuelas, con el mago Rodrini y con mi nueva amiga.

Me pareció que olía a jazmín, aspiré hondo y logré que no se me arrugara la nariz. Tal vez Rodrini había empezado su magia, la de verdad y yo estaba creciendo muy deprisa.
08 junio 2008

Sabina



A veces te levantas con ojeras después de haber dormido mal y crees que el día se empeña en hacerte la puñeta.

Quieres respirar hondo, perderte entre gente que no sepa si tu cara es siempre así o si algo te preocupa. O sencillamente, entre gente que no te mire.

Otras, la casualidad se empeña en robarte una sonrisa y borrar tu mala cara, aunque sea por un minuto.

Y tú, que habías dado por finalizadas tus visitas a la Feria del libro, te encuentras ante un Maestro (sólo conoces a dos y se llaman igual), ante alguien que te apasiona, así, sin pensarlo. Entonces decides que no es para tanto, que siempre hay razones, que las nubes hasta tienen su gracia y que tus coletas no te quedan mal y no vas a cortarlas. Aún no.

Piensas en esta feria, en los paseos que has compartido, en los regalos que te ha hecho y que te ha dejado hacer. Sonríes imaginando la cara de alguien que también ha estado contigo sin saltar ningún abismo. Vuelves a casa. Es buen día. Otro buen día. Por qué no.
06 junio 2008

Me regalan una sonrisa

Esta tarde he quedado.

Un paseo por el Retiro. Y lo que se tercie, no me gusta hacer planes.

Antes de irme, unas cañas con mi hermana para echar unas risas. Cuando volvíamos hacia casa, una niña del parque, más atrevida que las amigas que la rodeaban, se me acerca corriendo. Me vuelvo y pregunta:

–Oye, ¿y tú de qué vas vestida?

Dudo un instante.

–De hada. Voy vestida de hada.

La niña abre mucho los ojos y corre a contárselo a sus amigas. ¡De hada!

–Sí, pero le faltan las alas –dice mi gemela riendo.

Mientras me alejo de allí para no llegar tarde a mi cita, sonrío y pienso qué me pondré mañana para volver a encontrar esas miradas. Bonita manera de comenzar la tarde.
02 junio 2008

Quién quiere ser mayor?



Me llamo Mario, como mi papá. Y me gustan las hadas.

Dice mi amigo Jaime que no existen, que son cosas de niñas.

No tiene ni idea.

El otro día, en el recreo, se burló de mí con la pandilla porque yo dibujaba una. Hasta me arrugó el papel y lo tiró sobre la rayuela de las niñas, pero me da igual.

Cuando pinto hadas, Jaime me llama Maria y se ríe de mí.

Claro, en los partidos de fútbol no hay ninguna porque les dan miedo los balonazos.

Un hada me lo ha dicho. Por eso no puede verlas.

Jaime no juega al rescate con las chicas porque cree que son unas blandas. Yo creo que le molesta perder. Sobre todo con ellas. Por eso saca los puños.

Una vez, de excursión, nos ganaron al pañuelo y Jaime se enfadó porque dijo que habían hecho trampas y que esos juegos eran una tontería. Los otros chicos le siguieron y ya no hemos vuelto a jugar con ellas.

A mí no me gusta el fútbol, por eso se meten conmigo. No les hago caso, pero si viene papá a recogerme a la salida, también se enfada y me llama gallina.

Papá tampoco cree en las hadas.

A lo mejor es que nunca ha conocido una, pobrecito. O que la ha olvidado.

Una noche le dijo a mamá que la culpa era suya, por contarme tantos cuentos y meterme esas bobadas en la cabeza. Les oí desde la cama y me hice el dormido.

Yo creo que los hombres con corbata no pueden ver a las hadas, porque llevan el cuello muy apretado y sólo se ocupan de respirar y poner caras serias.

Mamá sí cree en ellas. Y en los magos. Dice que puedo creer en lo que yo quiera, y que cuando sea más mayor, me enseñará a dibujar las palabras.

El dibujo se me da bien. Mejor que el fútbol. Aunque no pinto edificios, como papá, porque me gustan más mis personajes. Ellos me dicen al oído cómo quieren ser.

Cuando estuve con la varicela, como me aburría en la cama, pinté un cuento muy bonito, con dragones y todo, pero lo escondí debajo del colchón para que no se enfadaran conmigo.

A lo mejor un día se lo regalo a mamá. Le diré que los dragones sólo vienen a verme cuando tengo fiebre. Pero no me dan miedo.

Jaime no sabe pintar, ni hacer buñuelos, pero papá dice que es muy listo porque recita de memoria a todos los jugadores de la liga.

Cuando yo sea mayor y dibuje casas como papá, guardaré en un cajón a todas mis hadas, para acordarme de ellas, pero no se lo diré a nadie, para que no se rían de mí. En uno sin llave, así podrán salir cuando quieran.

Seguirán viniendo a mi cama todas las noches. Y me darán un beso antes de dormir.

01 junio 2008

Pesadillas

Joaquín se mira en el espejo y se sorprende ante una imagen cada vez más borrosa. Son las tres de la mañana y no consigue dormir. Lleva varias noches sin hacerlo.

Hace unos días, se cortó en un dedo con un papel y en un gesto instintivo se lo llevó a la boca. La gotita de sangre en la lengua le gustó mucho. Le entraron escalofríos, luego notó mucho calor en la cara que fue bajando como una sacudida por todo el cuerpo. La saboreó como si tuviera un caramelo, mirando hacia los lados para asegurarse de que sus compañeros no notaran nada. Luego empezó con las uñas, mordiéndoselas hasta hacerse sangrar. Y las cutículas. Hasta probó a hacerse un pequeño corte en el tobillo, donde nadie pudiera verlo.

Pero no fue suficiente.

Recuerda haber sentido algo parecido cuando de pequeño se curaba las heridas a base de lametones, pero las regañinas de su madre le hicieron abandonar aquella costumbre.

Ahora no tiene a nadie que se preocupe por esas cosas.

O se duerme ya o mañana no habrá quién le despierte. Son las cuatro y media y no sabe qué postura probar. No quiere que Carina le vea con unas ojeras que le cubren media cara. Intenta en vano dejar la mente en blanco, pensar en ovejitas, cualquier cosa. Le pesan los párpados, está cansado.

Tendría que cambiar al turno de noche, porque las mañanas cada vez se le hacen más cuesta arriba.

En el trabajo finge pequeños accidentes con los que conseguir un momento de placer, cierra los ojos y se abandona a la sensación que le produce la sangre en la boca, pero anda escondiéndose por cualquier rincón para que no le vean, no sea que alguien le tome por loco y corra la voz por toda la oficina. Tiene que pensar en algo, un plan del que no se entere nadie. Sabe que más de uno disfrutaría haciendo la comidilla, como cuando pillaron al jefe con la chica de la limpieza en el despacho y se enteró todo el edificio.

Ahora le encajan cosas que no tenían explicación, como su manía de volver la cara hacia otro lado cuando dona sangre, a pesar de no sentir miedo a las agujas, la de no mirarse en los espejos ni hacerse fotos, la obsesión en el metro por mirar a los cuellos de las chicas o la costumbre de rozarse los colmillos con la lengua cuando está nervioso. Por fin lo entiende. Se entiende, aunque no pueda contárselo a nadie, ni siquiera a Carina.

Quiere escalar un peldaño más para encontrar placer. Sólo tiene que elegir cómo hacerlo.

Tal vez un corte a la altura de las muñecas. No, eso le da miedo. A estas alturas, no es cuestión de desangrarse y ponerlo todo perdido.

Piensa buscar información en internet sobre los grupos sanguíneos, para ver si tienen que ver con la densidad o el sabor. Y meterse en foros sobre búsqueda de orgasmos, aunque se teme que, salvo propuestas con todo tipo de artilugios sexuales, no encontrará mucha gente que comparta su afición.

Quizá mañana, ahora quiere dormir y dejar de pensar. La luz del despertador se refleja en el techo. Son casi las seis.

Ayer no debió quedarse en la oficina hasta tan tarde. Podría haber terminado los informes esta mañana, y no hubiera coincidido con Carina. Sabe que siempre que están solos, se hace la encontradiza y le regala unas miradas que le dejan helado. Sólo se había atrevido a observar su cuello, ni siquiera le dijo nada cuando se acercó a su mesa y se desabrochó un botón justo delante de su cara.

Se le tiene que ocurrir algo. ¿Y si ahora le denuncia? ¿Si les dice a todos que se abalanzó sobre ella?

De mañana no pasa. Lo tiene decidido. Y se tomará un transilium o un tranquimazin antes de irse a dormir. Siempre ha sido un miedoso, pero total, por un día, no se enganchará a los somníferos.

Frente al espejo, Joaquín se toca el cuello. Parece que tiene una herida. Puede que se cortara con algo cuando se revolcaron sobre la mesa. Trata de verse mejor, pasa una mano por el cristal, pero su cara está cada vez más borrosa.

Todo ha ocurrido demasiado deprisa.

Al llegar al trabajo, busca a Carina con la mirada. Quiere hablar con ella antes que nadie, preguntarle por qué gritaba tanto anoche y por qué le guiñó un ojo cuando se iba.

Tiene la sensación de que todos le miran. Sonríen. Saludan. Joaquín está incómodo entre tanta cortesía. No está acostumbrado. Se fija en sus cuellos. Parece que se hubieran cortado igual que él, las mismas marcas.

No puede ser. La falta de sueño le está volviendo loco. Necesita encontrar a Carina, dormir y olvidar esta pesadilla.

Sábado entre libros

Madrid ha amanecido con la cara lavada.

La primavera, que no termina de llegar. Sales de casa con chaqueta, pasas calor, cargas con ella, vuelves a tener frío y terminas sentado en una terraza, aprovechando unos rayos de sol, estornudando.

Pero el tiempo está como nuestra cabeza y además, coincide con la Feria del Libro.

Así que aparcas la pereza, compruebas que llevas dinero en el bolso, y te subes dando un paseo por la calle Alcalá a ver qué te depara la mañana del sábado.

Huele bien, a césped recién cortado. Y a flores. Están por todos sitios. Siempre te ha gustado este parque. Recuerdas las veces que has venido y sonríes. Un viejo toca la trompeta sentado junto a un árbol. Quieres hacerle una foto.

Algunas casetas aún no han abierto, pero ya hay gente con ganas de curiosear.

Al principio, de Ministerios, información y autoayuda. Nada interesante. Las manos siguen vacías. Un café, aunque sea en vaso de plástico. Y unas risas, porque no coinciden tus gustos con quien te acompaña, por más que los años y los regalos se empeñen en lo contrario. Gracias, en cualquier caso. Sigue intentándolo. Y estando ahí.

Va saliendo el sol a la misma velocidad que la gente. Empieza a haber colas y te agobias. Miras el reloj, hora de irse.

Otro año más y otra sonrisa para el balance. Has tenido lo que querías, incluído un rato de charla con uno de tus autores favoritos, al que le agradeces tus ganas de escribir y le cuentas cómo coincidiste con él hace años. Te regala un guiño. Las manos no pueden ya con tanta bolsa.

Mejor no echar cuentas del dinero gastado. Hasta un libro con olores y tufos. No se puede pedir más. Bueno sí, una caña, si es que te quedan monedas para pagarla.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats