18 agosto 2008

Cuestión de suerte



Baltasar es pelirrojo y tiene cara de bueno. Si no fuera porque nació tan pequeño y con una pata rota, seguro que le hubieran adoptado como a sus hermanos, pero a él no le colocaron en aquel escaparate de cristal y antes de que decidieran qué hacer con un animal tullido, se escapó de la cesta y de ese sitio que olía tan mal.

Durante unos días se escondió entre unos cubos grandes que había cerca. De vez en cuando se relamía los bigotes para acordarse del sabor de mamá, pero eso le ponía muy triste y dejó de hacerlo. Cuando otros gatos venían a los cubos a buscar comida, se colaba dentro para que no le vieran porque no podía correr, pero un día llegó el camión que los vaciaba y casi no le dio tiempo a saltar, que un poco más y se queda allí para siempre.

Sus hermanos no tienen ese problema. Cuestión de suerte. Ellos pueden correr y seguro que están viviendo en una bonita casa mientras les acarician y les cepillan el pelo. Se lo contó mamá a todos nada más nacer.

Después de los cubos, encontró un portal y decidió quedarse allí. No estaba lejos, así que podría acercarse a buscar comida cuando no hubiera otros gatos ni pasara el camión que hacía tanto ruido. Se metió debajo de la escalera para que no le viera nadie y se quedó dormido.

Tesa nunca tuvo un gato. De pequeña no le dejaron por si se empeoraba su asma por alergia al pelo de los felinos. Bastante tenían ya con tirar de su silla de ruedas para ir a todas partes. No podía correr como sus amigas porque cuando era muy pequeña estuvo enferma y dejó de caminar, pero iba al colegio con ellas y dibujaba muy bien.

–Tampoco saltar a la comba es tan importante, eso le había dicho mamá cuando la encontró llorando en su cuarto. Siempre estará a su lado para cuidarla, se lo había prometido.

A veces los mayores hacen promesas que no pueden cumplir. Tesa lo sabía porque era muy lista y porque una noche oyó hablar a sus padres en su habitación creyendo que dormía.

Mamá también lloraba a veces, pero lo hacía a escondidas, para que Tesa no la viera, luego se lavaba la cara, se ponía unas gafas oscuras y lista. Ya no se pintaba como antes, ni se ponía bonitos vestidos para salir a cenar con papá. No desde que su pequeña se puso tan enferma mientras ellos estaban de viaje, por eso le prometió que no volvería a alejarse de ella.

Ahora Tesa dibuja gatos en el cuaderno que le regaló papá. Ha visto uno bajo la escalera, pero no quiere contárselo a nadie por si se lo llevan de allí, así que esconde algo de comida entre los libros y la deja caer cuando sale a esperar el autobús de la escuela.

Es una chica lista. Una vez dejó la puerta abierta y el gato se coló en su habitación. Tenía el pelo enredado y se lo cepilló con un peine de las muñecas que encontró sobre el estante. Luego le explicó que no podía quedarse, y que si alguien se enteraba, le echarían para siempre. Desde entonces, Baltasar sale por la ventana en cuanto oye un ruido. Lo hace cojeando y mira a Tesa antes de salir. Seguro que si pudiera guiñarle un ojo, lo haría. Pero los gatos no guiñan el ojo, y Tesa tampoco lo necesita para saber que la ha entendido. Algún día le comprará una muleta para que camine mejor y pueda subir al tejado con los demás.

Papá y mamá han entrado en la habitación. Están serios, aunque hacen bromas y traen un regalo escondido. Es un juego de construcción. Se empeñan en comprar cosas que distraigan a su hija para que el tiempo pase más rápido, pero hasta ahora no lo han conseguido. Puede que hayan descubierto a Baltasar bajo la escalera y quieran explicarle a Tesa que no puede quedárselo.

No es eso. Es otra operación…otra más. Esta vez, en un sitio muy lejos con un nombre difícil de pronunciar. La decisión en esta ocasión es de Tesa, se lo han explicado muy bien y tiene toda la noche para pensarlo. La pequeña tiene los ojos llenos de lágrimas y se agarra a su oso de peluche sin decir nada. No puede dormir, da vueltas sobre la cama intentando recordar cómo eran las cosas antes de dejar de caminar. Imagina la comba de colores que le comprará papá cuando pase todo, pero tiene miedo porque no es la primera vez que visita un hospital y no le gusta cómo huele allí. Tampoco sus padres duermen, les oye hablar bajito al otro lado de la pared, donde colocaron su habitación desde que Tesa se puso enferma y dejó de subir las escaleras. Baltasar descansa sobre su almohada y de vez en cuando chupa el pelo de la niña para recordarle que está allí. Nadie le llevará comida mientras ella esté fuera, pero si las cosas salen bien, puede que le dejen quedárselo y mamá volverá a pintarse los ojos y a ponerse bonitos vestidos para salir a cenar.

La ambulancia que la llevará hasta el aeropuerto llega temprano a recogerla. Elías, el conductor, conoce a Tesa desde que era muy pequeña y ya la ha llevado más veces. Le ha prometido que volverá a por ella en unos días y que esta vez irá sentada a su lado y podrá encender la sirena llegando a casa, para que todos la vean con sus nuevas muletas.

Tesa tiene sueño y cierra los ojos para que todo pase más rápido. Dice el anestesista que cuente con él hasta diez. Puede que Elías tenga razón, nunca antes le prometió nada. Y tal vez, cuando llegue a casa, Baltasar estará sobre su cama, en una cesta con un lazo muy grande y nunca más se tendrá que esconder.
13 agosto 2008

Musas


Oí que las musas estaban de veraneo y me vine a la costa en busca de ellas.

No me extraña. A estas alturas, Madrid derrite a cualquiera. Cogí una mochila con una moleskine y una cámara de fotos y sin pensarlo demasiado, elegí el norte. Hasta ahí, todo bien, incluso me pareció verlas una mañana desperezándose en mi almohada y jugando con el gato.

Lo que no sabía es que aparecen y desaparecen como niñas traviesas. Yo las busco para que me ayuden con el final de un relato y ellas se enredan en mi pelo y se vuelven “amoradas” robándome el color, me miro en el espejo y me veo cada vez más rubia, luego se cuelan por mi escote y resbalan por él para llevarse el moreno que conseguí en la playa.

Bajo una manta de lluvia, se enfadan y se niegan a jugar con las palabras, estornudan sobre mi cuaderno y echan mocos en las páginas a medio escribir como si fuera confeti de colores.

Sale el sol y se ponen el bikini para salpicarme con las olas burlándose de mí. Harta de tanto esperar, he sacado mi varita y las he convertido en letras para que no puedan moverse, pero son listas y saltan de un renglón a otro entre risas y canciones que no había oído nunca.

Desesperada, llamo a un amigo para pedirle ayuda. Sé que las conoce bien, así que podrá contarme sus secretos y dejaré de perseguirlas por la playa. Al otro lado del móvil, silencio y risas a partes iguales. Deben haberle amordazado, o se habrán metido en su camiseta para hacerle cosquillas y que no pueda hablar.

Lo mejor será meter el cuaderno en la mochila otra vez. Puede que también ellas necesiten vacaciones y quién sabe, a lo mejor cuando se cansen de hacer grafitis en mi escote me susurran al oído cómo terminar mi cuento.
11 agosto 2008

Crónica de un encuentro


María es feliz. Se le nota en la mirada, aunque esconda sus bonitos ojos verdes tras unas gafas oscuras. Es menuda y cuando sonríe, su sonrisa le ocupa toda la cara. Algo tendrá que ver Adolfo, porque no le quita ojo y de vez en cuando enredan sus dedos como niños que no quieren que se les escape un sueño.

Si no fuera porque acabamos de presentarnos, juraría que la conozco de toda la vida, a pesar de no saber nada de ella. Ni falta que me hace.

Adolfo fuma, como yo. Mientras me explica el arte de la fotografía intento recordar dónde le he visto antes, pero no se lo pregunto porque sé que lo haga como lo haga, sonará a topicazo de recién llegados. Será su manera de hablar o el acento que pone cuando dice mi nombre. Ha descrito el momento del revelado de la manera más bonita que he escuchado nunca, casi como un parto. Si se descuida, me emociono y le doy un abrazo. Bueno, ni siquiera hace falta, porque a mí los abrazos me salen solos cuando me encuentro a gusto.

Hemos convertido los jardines de La Magdalena en nuestra pequeña tasca de risas y palabras, pero el tiempo pasa demasiado rápido y llega la hora de despedirnos.

Una de las cosas que me gustan del verano es que me olvido del reloj. Lo llevo como un complemento más, pero intento no seguir el tic-tac de sus agujas y hacer las cosas a mi propio ritmo. Aún así, a veces tengo que poner los pies en el suelo y hacerme cargo de que el tiempo existe.

Recuerdo que cuando veraneaba en el Norte con mis padres, aprovechábamos los días de lluvia para hacer excursiones, comer fuera o conocer sitios nuevos. Ahora llueve menos que entonces.

Habrá más tardes como ésta, seguro. Y más apuestas, más proyectos, cursos y letras. Vendrán otras sonrisas que hoy no pudieron estar y se conformaron con una crónica o con imaginar el acento. Da igual Sevilla o Madrid para compartir pop y jazz, libros o autores. Da igual si la brisa del mar no nos acompaña o si el camarero en Santander no conoce más marcas de ron.

María seguirá inventando historias a modo de flash, robando instantáneas y soñando despierta con momentos en los que ser feliz.

Adolfo no podrá tener un perro con nombre friki, pero buscará con su objetivo la matrícula de honor que le quedó pendiente en la carrera.

Y nosotros seguiremos ahí, seguro, buscando sonrisas pendientes.
04 agosto 2008

Malabares



La primera vez que la vio en la Glorieta de Emilio Castelar no se lo podía creer. Estaba guapísima y su sonrisa llenaba toda la calle.
Se quedó mirándola un buen rato sin darse cuenta de que los coches de detrás pitaban porque el semáforo estaba en verde. Le hubiera gustado quedarse allí toda la mañana observando cómo se movía.
Lanzaba las mazas al aire y, sin dejar de sonreír, las iba cogiendo una a una, cruzándolas con el sombrero o con las piernas, como si formaran parte de su cuerpo y le obedecieran. Vestía minifalda negra de vuelo y camiseta con un corazón de lentejuelas. Nadie pasaba por su lado sin volver la cabeza para mirarla.
Una de las ventajas de Madrid (o de los inconvenientes), es que lo mismo puedes disfrutar de un mimo callejero que del estreno de un musical, no sabes quién es tu vecino de descansillo, pero te encuentras con alguien que no esperas en la otra punta de la ciudad.
Maribel era reservada. Sus ojos color miel destacaban entre la melena pelirroja y rizada que heredó de su madre, aunque ahora la llevaba recogida en un moño sujeto con un alfiler en forma de espada. Se maquillaba poco, lo justo para disimular un poco las pecas y las ojeras los días que no lograba dormir bien, luego, un poco de rímel y lista.
Cinco años de Facultad y en casa aún la veían como una niña. Que si no llegues muy tarde, que si pasas muchas horas en la biblioteca, que a ver con quién vas. Le decían que había sacado el carácter de su abuela, un espíritu libre, aunque con menos pájaros en la cabeza, por suerte. Y entonces Maribel sonreía, porque siempre tuvo un trato especial con ella y la adoraba, además, que fuera escritora la ponía en una situación privilegiada frente a sus amigos, porque nadie contaba historias como las suyas y todos envidiaban tener a alguien así tan cerca. Al despertar, una ducha rápida, desayuno ligero y ensayar frente al espejo sonrisas y muecas mientras se cepillaba los dientes. Luego lanzaba un par de besos al aire y salía disparada para no perder el Cercanías que la acercaba al centro. Su madre le decía que era un poco teatrera y que había hecho bien en dedicarse a los números, porque un banco era un trabajo seguro.
No como su padre, que se dejó media vida en los escenarios para nada, porque desde que cerró el Teatro Alfil, no parecía el mismo y ella no perdía ocasión de recordárselo. Ya ni siquiera se molestaba en afeitarse y pasaba las tardes sentado en un sillón recordando los aplausos. Menos mal que hace años le convenció para abrir un plan de jubilación y ahora podían vivir con eso, porque a él nunca le preocupó el dinero con tal de tener para los estudios de la niña y poco más, algún viaje a la playa, una cena romántica y libros. Si no fuera por ella, cualquiera sabe cómo habrían terminado las cosas. Y es que ya se lo advirtió la Mari cuando cerró la fábrica de yesos de su marido –Que te busques las lentejas, que con el subsidio no da ni para la hipoteca, que cualquier día te ves en la calle. Pero su madre lo tenía todo pensado y después de muchas explicaciones sin que él abriera la boca, convenció a su Manolo para que metiera lo de la herencia en un plan de pensiones, que eso nunca falla, que se lo había contado el director del Banco, vecino de toda la vida, un hombre de fiar. Y Manolo, por no discutir, firmó un montón de papeles y siguió en el teatro hasta que recibió la carta de despido cuando cerró sus puertas. No sirvieron de nada las sentadas frente al ayuntamiento, ni las pancartas, ni las recomendaciones para otros locales, nada. No quería comerse el mundo, ni llamar de puerta en puerta, ni marcharse a casa con una prejubilación y dedicarse a hacer puzles.
Maribel no tendría nunca ese problema, porque los bancos no cierran como el teatro Alfil, ni la gente termina en la cola del paro.
Por eso su madre le regaló un traje de chaqueta el día de su cumpleaños, nada de bolas de cristal con nieve de mentira o libros para soñar, que ya estaba bien de tanta quimera y eso no paga las lentejas, no, un traje, oscuro, de los que no pasan de moda, aunque quedara fatal con la mochila que se empeñaba en llevar a todas partes. La gente no va con traje oscuro y mochila, eso lo sabe todo el mundo, pero en un bolso no caben las deportivas, ni la tartera para el mediodía y Maribel dio por zanjado el tema. Así que salía temprano de casa y se quitaba los tacones en el andén, desenredaba el gancho que le sujetaba el pelo y jugaba con los rizos húmedos que aún olían a su champú de melocotón. No volvía antes de las cuatro, a veces más tarde, que los novatos siempre tienen cosas que hacer, y quién sabe, a lo mejor algún día también podría ascender de categoría, que para eso había estudiado tanto y no hay vecina en el barrio que no lo sepa, que ya se ha encargado su madre de presumir delante de todas, porque nunca pudo hacerlo con el trabajo de Manolo, que hasta se inventaba que era el director del teatro para que no supieran lo de actor, que suena hasta mal decirlo y en un barrio de obreros como el suyo, el que se maquilla es maricón y no se hable más. Pero su madre era lista, y no lo contaba, aunque se dieran codazos unas a otras mientras explicaba un nuevo ascenso. Y ahora tan contenta, explicándole a la Mari que a la niña no le iba a faltar de nada.
Menos mal, porque Manolo se pasaba las horas muertas en el sofá, con la mirada perdida, masticando la derrota de verse frente al televisor un día tras otro, con ganas de nada, sin maquillarse las ojeras para salir a escena porque en el salón de casa el público dejó de aplaudirle el día que se avergonzó de lo que más le gustaba. Maribel le daba un beso en la nariz y le guiñaba un ojo como cuando era chiquitina, pero él sentía que ya no era su niña, sobre todo con aquel traje oscuro y el pelo recogido con el que casi no la reconocía.
Por eso se alegró tanto el día que su mujer le obligó a ir a una entrevista de trabajo en unas oficinas del centro, aunque no tuviera ganas de hacerlo, aunque los coches pitaran y su pequeña no le hubiera deseado suerte como cuando iba al teatro.
Volvió a sentir que el estómago se le revolvía como si se abriera de nuevo el telón, buscó un billete en la cartera y cuando Maribel se acercó a la ventanilla con el sombrero en la mano y los rizos cayendo por los hombros, le dedicó una sonrisa y con los ojos llenos de lágrimas, le dijo bajito –Mucha mierda, hija, mucha mierda.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats