26 septiembre 2008

La sonrisa de Mara


Yago no quería crecer, le gustaba su mundo de fantasía y había aprendido a moverse en él como si fuera una burbuja hecha a su medida.

Desde que comenzó su carrera de ilustrador, garabateaba cada monigote como si fuera el único. Bocetaba a lápiz, sin rellenos de sombras, para hacerse idea de cómo sería el diseño con líneas sencillas. Después, aplicaba cada detalle emborronando los rasgos durante días enteros hasta que el resultado le hacía feliz.

Cuando terminaba, dejaba la lámina sobre el caballete para ver si aún necesitaba algún retoque. A veces hablaba con ellos para preguntarles si preferían otra sonrisa, cambiar el color de sus ojos o alargar la punta de las orejas.

Casi todo el trabajo que hacía Yago era por encargo. De hecho, coordinaba las colecciones más importantes de cuentos infantiles y nunca le sobraba tiempo para aburrirse.

A veces echaba de menos su época de estudiante. Recordaba las ganas que tenía de comerse el mundo mientras recorría las editoriales con una gran carpeta bajo el brazo, llamando de puerta en puerta para demostrar la magia de sus retratos. Pero de eso hacía mucho tiempo y ni siquiera había vuelto por la Facultad desde que dejó la carrera.

Ahora, sus compañeros sabían muy poco de su vida y su familia apenas conocía nada de su trabajo. De esa manera, Yago podía emplear su tiempo como más le apeteciera, sintiéndose libre y sin compromisos.

Buscaba la magia en cada dibujo, pero pocas veces lograba encontrarla. Tal vez era demasiado exigente con su trabajo. No le bastaba con darle vida a un personaje, meterlo en una historia y llamarle por su nombre. No. Siempre quedaba algo en el tintero y Yago se había empeñado en encontrarlo.

Cuando le encargaron la ilustración del último premio de literatura infantil, fue un nuevo reto con el que enfrentarse, como empezar de nuevo. Así le gustaba hacer las cosas.

Comenzó dibujando a todos los personajes hasta que sólo quedaba la protagonista. Mara era el hada que vivía en el bosque. Yago quería transmitir ternura, alegría y calidez en sus trazos, así que comenzó a perfilarla muy despacio mientras el resto de las láminas descansaba en caballetes alrededor de la mesa de trabajo. Se pasó toda la noche difuminando con los dedos el maquillaje de la cara y corrigiendo su sonrisa hasta que le gustó cómo quedaba.

Aún faltaban dos días para la entrega, pero Mara no dejaba de sonreir desde la mesa y Yago quería enseñar el resultado a todos cuanto antes. Los dibujos parecían haberse hecho dueños de la habitación y hasta olía a hierba recién cortada. Preparó una entrevista para esa misma mañana con la directora de infantil de la editorial y la autora del cuento.

Su casa estaba cerca, así que aún tenía tiempo para ir a darse una ducha y cambiarse de ropa. Antes de salir de la oficina, besó en los labios a su secretaria y le pidió que nadie entrara en el despacho. Le dolía el estómago por los nervios, pero hizo el camino a saltitos por la acera como si fuera un colegial.

También besó a su mujer del mismo modo y le dijo que por fin le encontraba sentido a su trabajo, que estaba descubriendo la magia. Ella se limitó a encogerse de hombros y a abrir mucho los ojos porque no le reconocía.

–¡La magia está en la expresión! Dijo Yago muy feliz mientras salía.

Ella le gritó desde la puerta que le esperaría despierta para ver las láminas y sonrió viendo cómo su marido se alejaba por la calle a brincos.

Cuando doblaba la esquina, alguien silbó a su lado y Yago se volvió. Olía a hierba mojada. De repente notó que las piernas le temblaban y que no era capaz de decir una palabra. Mara estaba frente a él, con los brazos abiertos y una sonrisa que le ocupaba toda la cara.

–Vamos, vente al bosque conmigo.

Nadie volvió a verle. Le esperaron en la oficina y en casa, removieron la ciudad en su busca. Nada, como si se lo hubiera tragado la tierra.
14 septiembre 2008

Las historias de Luca


A sus 30 años, Luca es jefa de equipo en una agencia de publicidad. Empezó hace seis como fotógrafa para la empresa y ahora es directora creativa y encargada del diseño de campañas agresivas para una importante cartera de clientes. Se ha ganado su confianza a cambio de muchas horas de trabajo y de renuncias, pero disfruta de él. En sus ratos libres, Luca dibuja. Le encanta hacerlo porque está convencida de que los personajes se esconden dentro de ella esperando que les dé vida.

Garabatea trazos de colores sobre el papel dando forma a sus ideas y luego busca las palabras hasta que consigue construir una historia en la que puedan ser libres. Cuando termina todo y pone el punto final, pincha una pequeña bombilla en un panel de la pared que luce como un gran mosaico. Entonces, coloca de nuevo la goma a su libreta, guarda los colores en la caja de madera hasta la próxima vez y sonríe.

Hay noches en que las historias o los monigotes se cuelan en sus sueños y no le dejan dormir. Ella dice que tienen prisa por independizarse de su cabeza y vivir su vida.

Ahora Luca inventa un mundo para Fran, pero por más que imagina, está reñida con las musas y desliza la pluma entre tachones y palabras de colores.

Fran es pelirrojo y tiene una cicatriz que le cruza la frente de arriba abajo. Es la “marca de guerra” que conserva de una competición en monopatín cuando era pequeño. Desde entonces no se ha vuelto a subir a ninguno. Dejaron de llamarle gallina a cambio de unos puntos de sutura y mucho miedo.

Después vinieron las salidas por Madrid, el botellón, las pirulas. Le da igual que le llamen cobarde por decir que no. Más miedo.

Fran no tiene claro cómo le gustaría celebrar su cumpleaños, pero servir mojitos en la Caracola el día de su mayoría de edad, no es su idea de una fiesta. Por suerte, tampoco esa fecha significa gran cosa para él y este sitio no es el peor trabajo que ha tenido, además, los jueves es el mejor día para las propinas sin aguantar a niñatos de fin de semana que no saben beber.

A los 16 su padre le consiguió un curro por el centro. Llegó ilusionado como un niño, hasta se quitó el piercing de la ceja para causar mejor impresión porque su vieja siempre dice que la primera es la que cuenta. Iba con el recorte del periódico en la mano, como un pardillo. El anuncio hablaba de técnico en publicidad desde los 16 años.
¡Menudo fiasco se llevó el pobre! Un año repartiendo folletos en la calle Preciados con un cartel que te cagas sujeto por los hombros y apenas le daba para el bono del cercanías y unas birras con los colegas. Aguantó por acumular meses para el paro y pensando que saldría algo mejor pero, joder, ni lo uno ni lo otro, que cuando se enteró que no le habían hecho contrato, se dio el piro de aquella mierda.

Que reparta papeles tu padre –le dijo, y hala, otra vez sin un duro y matando las horas en un banco del barrio.

Quería sacar pasta para el carné de conducir, pero la cosa estaba jodida hasta para eso y para irse de casa ni te cuento. A su edad parece que se va a comer el mundo y luego no se come ni una rosca. Que si tiene el pelo muy largo, que si no es lo que estamos buscando…la cosa es que le van dando con la puerta en las narices y al final no sabe para dónde tirar. Terminará repartiendo catálogos de ikea o cargando cajas de fruta en Mercamadrid a las tres de la mañana. Para que luego digan que tiene las cosas fáciles.

El que sí se lo montó bien fue el Dani. ¡Menuda estrella el tío! Un grupito de música con los colegas y a tocar por las verbenas de los pueblos, adiós al barrio. Eso es lo que Fran llama nacer con un trébol de cuatro hojas en el culo. Pero a él no le gusta andar pidiendo favores y así le ha ido.

Tuvo una novia, la Juani, pero ahora se cruzan y no se miran a la cara. Aún le duele el guantazo que le dio cuando la intentó sacar de su trabajo a la fuerza. Estaba de camarera en el garito de la esquina, pero una cosa es currar y otra muy distinta servir copas hasta las tantas con las tetas al aire.

Luego se liaron las cosas y Fran se metió en una pelea con el dueño que casi le cuesta terminar en la trena. Y todo porque encontraron su petaca al lado de aquél tío, joder, como si nadie le hubiera podido robar para dejarla allí y colocarle el paquete. La pasma le vio con cara de pringao y como debió ser el único que no salió corriendo, pues al cojo, con un par. El dueño es un macarra que acabó con la cara hecha un cristo, pero Fran no es de los que anda dándose de hostias con cualquiera, y menos con un panoli de traje y corbata.

La verdad es que cuando vio al Charli en la puerta de la Caracola, no le hizo ninguna gracia. Había ido con unos colegas y Fran ya se conocía su rollito, sabía de sobra que si aparecía el dueño y le pillaba con un peta en la mano, adiós al curro, descarao, así que dio un par de caladas a escondidas y le pidió a su compañera que echara ella el cierre. Es una tía legal que sabe hacer favores –pensó–. Se despidió de ella con un beso en los morros para darle las gracias y se largó por Malasaña con la pandilla.

Luca los ha dibujado a todos y tiene las láminas esparcidas sobre la mesa. Puede que ulitice a los personajes para un corto que tiene entre manos con la nueva campaña contra el alcohol, pero la historia no termina de cuajar y eso le impide dormir. Ya le ha pasado más veces, le coge cariño a un personaje y no sabe desprenderse de él, por más que chirríe la historia. Si no consigue que funcione, terminará arrancando las páginas del cuaderno y tirándolas a la papelera.

Es tarde y la agencia está casi vacía. Luca sigue mirando las láminas una por una, las coloca en el caballete y se aleja de ellas para verlas desde otra perspectiva. Luego se sienta en un sillón y se deja vencer por el sueño.

Mientras Luca duerme, Fran no se rinde, quiere quedarse y ser feliz. Camina sobre el cuaderno con las manos a la espalda y las greñas tapándole los ojos. De vez en cuando sopla en su flequillo para quitárselo de la frente y mirar de reojo a los colegas que Luca ha pintado junto a él. Molan. Luego salta de nuevo al caballete y se sienta en el borde para echar un cigarrillo sin darse cuenta del detector de humos que tiene al lado.

En cuestión de segundos, se disparan las alarmas y una fina lluvia cae sobre toda la habitación. Luca se despierta, abre mucho los ojos al ver las láminas emborronadas y el charco de colores que se ha formado bajo el caballete. El panel eléctrico de la pared se enciende y se apaga. Agarra el cuaderno para salir corriendo y se detiene en la puerta al oir una voz.

–Eh, colega, ¡no puedes dejarme aquí, yo quiero mi luz!.

Luca mira hacia los lados y no ve a nadie. Tal vez necesita una copa, o puede que el cansancio le esté jugando una mala pasada y sea mejor irse a dormir. Mañana será otra historia.
05 septiembre 2008

Mañana será otro día...


Hay días en los que desearías no haberte levantado, moverías las manecillas del reloj hacia atrás para cambiar cosas, momentos en los que te miras al espejo y no puedes dedicarte una sonrisa y otros en los que te pones a escribir y las palabras vomitan cosas que no te gusta escuchar.

Te sirves un café, te sientas y te das cuenta de que tu reloj es digital, no hay manecillas que valgan. El espejo no va a regalarte nada, por más que mires hacia otro lado.
Échate carmín en los labios, píntate los ojos y arranca la página del cuaderno que acabas de garabatear.

Mañana será mejor, seguro.
Al menos hay que intentarlo —te dices.
01 septiembre 2008

Fantasías



Todos se hubieran reído de mí, lo sé.

Nadie habla de dragones ni de sirenas en el colegio, tampoco en casa. Si les contara lo que veo cada noche, seguro que no me creerían, como cuando mi hermana invitó a casa a un amigo imaginario y todos se burlaron de ella. Después no quiso volver, pero no me extraña, igual pensó que nos tomábamos todo a broma y le dio vergüenza que no le pusieran plato en la mesa. Por eso prefiero no contar mis cosas, las escribo en un cuaderno y lo guardo sólo para mí. Así desde chiquitina, aun antes de conocer las letras. Entonces dibujaba con colores y escondía las páginas debajo de la almohada. Si me olvidaba de hacerlo, cerraba los ojos muy fuerte y el cuaderno aparecía donde yo quisiera. También usaba ese truco a veces para recoger la habitación, pero sólo si la puerta estaba cerraba y nadie me veía.

Una vez papá me trajo un cuento de hadas. Fue después de un accidente y tuve que pasar mucho tiempo en la cama. Aquel libro tenía dibujos muy bonitos, pero las hadas eran cursis como princesitas y tenían cara de bobas.
Si hubiera querido ser hada, desde luego no me hubiera vestido así. Tampoco como las brujas de los cuentos, con remiendos en la falda y una verruga en la nariz. No tenía decidido qué iba a ser de mayor, pero tenía claro que mi estilo sería diferente, nada de varitas mágicas ni de tules, ni de harapos y escobas.

¿Por qué se inventarán siempre historias tan simples para niños? Como si no fuéramos capaces de pensar. Yo sé más de castillos mágicos y dragones que todo lo que he leído en esos cuentos infantiles, sólo tengo que cerrar los ojos y cambiar de mundo en un periquete, luego, cuando los vuelvo a abrir, dibujo o escribo todo lo que he visto. Creo que mi tía también hace algo parecido, porque alguna vez, cuando viene a casa, la he oído hablando sola en el columpio del jardín, pero no me he atrevido nunca a preguntarle por si se lo cuenta a los demás y llaman al médico como aquella noche que dicen que me subió tanto la fiebre. Puede que un día mire debajo de su almohada para ver si esconde cuadernos y lápices.

Ella tiene un bolso muy grande en el que siempre hay sorpresas para mí y cuando las encuentro y se las enseño, abre mucho los ojos y me las regala como si no las hubiera visto nunca. Entonces le doy un beso en los labios y me guiña un ojo mientras sonríe. Es la única que me besa así, o frotando su nariz con la mía, como los esquimales que he visto en los libros. Cuando yo sea mayor, también llevaré el pelo amorado como ella y daré besos en los labios a los niños.

A papá no le gusta que ande mirando en ningún bolso, dice que es de mala educación, pero creo que lo hace para que no se me ocurra curiosear en ninguno más. Debe ser su hermana favorita, porque cuando la mira siempre sonríe, aunque él nunca habla de esas cosas.

Mi profesor un día nos habló de dragones y de cuentos. Lo llamó literatura fantástica o algo así y nos mandó que escribiéramos o dibujáramos algo que no fuera real para verlo en clase. Yo quería llevar mi cuaderno, pero no hubieran entendido nada. Cuando llegó mi turno, me levanté y fui hacia la pizarra, cogí unas tizas de colores y pinté un hadita de color verde, con su cara de boba y tules por todos lados. Luego leí en voz alta una historia con final feliz, con beso y con príncipe. Todos me aplaudieron, bueno, todos no, porque mi mejor amigo, el que se sienta a mi lado en la última fila y me ayuda a dibujar dragones en el cuaderno, dijo que era una cursi y que ese cuento no lo había escrito yo. Entonces volví a mi sitio, le di una patada por debajo de la mesa y miré hacia otro lado aprovechando que los demás no podían verle.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats