30 diciembre 2008

Crónica de una noche amiga


En principio, convencer a alguien de que Antonio Vega en directo merece la pena no parece difícil. Lo malo de estas fechas es que coinciden con viajes, clases, cenas y fiestas navideñas. Lo que en principio se plantea como una mini quedada para dos, se convierte de pronto en una para siete, pero como los números están reñidos con las letras, es mejor confiar en ellas, y en la música, cómo no, para que la noche saque su magia.


Antonio Vega sobre las tablas pone los pelos de punta, su voz no necesita nada más. Si además está acompañado de buenos músicos, uno de ellos muy atractivo, por cierto, sobra el resto. Ni grandes montajes, ni enormes focos de luz, ni fans histéricas tratando de conseguir un autógrafo. Solo él y su público al calor de una sonrisa, como en familia.


Junto al escenario, un grupo de amigos tararean entre risas y cervezas “Chica de ayer”. Hace un rato no se conocían, pero ahora ya son ocho, se hacen fotos, bromean sobre el efecto de las letras en “la patatita” de cada cual y hacen planes para el próximo concierto mientras la boca se les hace agua pensando en un pincho de tortilla al salir.


La Sala Clamores está a rebosar. Alguien habla de otros autores aquí, de noches de jazz, pop o salsa, recuerdos, da igual. No hay prisa, la noche está empezando y se nota en el ambiente que “ese chico triste y solitario”, a pesar de su aspecto demacrado, ha convencido a todos de que este concierto, como siempre, ha valido la pena y era una buena manera de despedir el año. Gracias


23 diciembre 2008

Puzzle de Navidad


Por fin, después de una semana entera de lluvia, ha amanecido un día luminoso y helado. Una capa de nieve cubre todo como si durante la noche hubieran extendido una sábana por encima, igual que se tapan los muebles al cerrar una casa por una temporada dejando arrugas sobre las cosas.

Apenas unas huellas en el manto blanco y una línea cruzando la calle que bien podría ser una sonrisa.

Todo brilla, hasta las gotas que aún se mantienen por encima de coches y farolas.

Aún hay pocas ventanas encendidas. El día está comenzando y el silencio sólo se rompe por el aullido lejano de un perro que tal vez también tenga frío.

María pasea por la acera con las manos en los bolsillos. No tiene prisa. Leva los ojos casi cerrados, como si le molestara el reflejo de los primeros rayos de sol sobre la nieve. Se divierte jugando a echar vaho por la boca mientras hace gestos y muecas. Su trenka es grande y vieja, seguramente heredada de algún hermano mayor y dos coletas asoman por los lados del gorro raído con el que casi se tapa los ojos. Viene silbando desde el camino que sube del descampado de enfrente en el que plantaron carromatos y chabolas la primavera pasada. Aunque es pequeña, no es la primera vez que camina por el barrio a primera o a última hora rebuscando en las papeleras. En su familia todos se preocupan por sobrevivir, que ya es bastante. Su manita escarba y saca cosas que, una vez inspeccionadas, vuelven al mismo sitio o pasan al bolsillo después de mirar hacia los lados. En los pies, unas botas de montaña que ya llevaba los días de sol.

Puede que alguien la esté observando desde alguna ventana, al calor de una buena chimenea y con villancicos de fondo mientras siente cómo se le encoge el alma, porque de algún sitio acaba de caer un billete doblado y agarrado con una pinza que la niña se apresura a recoger. Mira hacia arriba, engancha la pinza en el bolsillo de su trenka y se guarda el papel por dentro de la camiseta. La sonrisa le ocupa toda la cara. Igual es su día de suerte, quién sabe…todos pueden tener uno.

En la buhardilla del primer portal de la calle, un joven aprendiz de pintor esboza un paisaje nevado. Ha emborronado el lienzo con pinceladas azules y blancas y observa desde la ventana imaginando copos que caen lentamente sobre el asfalto. Después de vestirse, saldrá con su caballete a la plaza para tener otra perspectiva y terminar su trabajo, así alguien puede que se interese por sus dibujos. Sabe que pintar no es memorizar, sino practicar. Y sabe también que si quiere seguir pagando el alquiler, tendrá que vender algún lienzo más este mes, o volver al pueblo, trabajar en la tienda de ultramarinos de la familia y aceptar su fracaso. Ensaya técnicas y varía colores buscando profundidad, pero algo no le convence. Su profesor de la academia le buscó algunos contactos cuando llegó a Madrid, gracias a eso ha ido ganándose la vida, pero siempre le advirtió que si quería dar a conocer su trabajo, tendría que aportar algo más a sus lienzos para hacerlos especiales. Ahora ni siquiera puede pagarse las clases, pero confía en cambiar las cosas.

La pequeña María sigue buscando entre las papeleras y de vez en cuando acaricia la pinza que ha prendido al bolsillo de la trenka como si fuera un amuleto.

Del portal sale un chico cargado de trastos que casi se tropieza con ella. Tiene ojeras y la mirada perdida en algún punto del horizonte. Parece triste o preocupado. Ha bajado las empinadas escaleras y al llegar al portal, se sube el cuello del gabán y se coloca los mitones para poder coger bien los pinceles. Luego abre en la plaza de al lado una pequeña silla de tijera y coloca el caballete justo delante, buscando una perspectiva lineal de toda la calle. La esquina del papel se dobla con el viento y no encuentra con qué sujetarla, rebusca en los bolsillos, y entonces aparece de nuevo la niña junto al caballete.

–¿Buscas esto?

Al colocar la pinza de su trenka en la esquina del papel, el pintor sonríe.

–Ven, siéntate aquí, justo aquí. Quiero dibujarte en mi lienzo. Ahora sé que tu sonrisa es lo que le falta a mi paisaje. Puede que hoy sea nuestro día.

Puzzle de Navidad

Por fin, después de una semana entera de lluvia, ha amanecido un día luminoso y helado. Una capa de nieve cubre todo como si durante la noche hubieran extendido una sábana por encima, igual que se tapan los muebles al cerrar una casa por una temporada dejando arrugas sobre las cosas.

Apenas unas huellas en el manto blanco y una línea cruzando la calle que bien podría ser una sonrisa.

Todo brilla, hasta las gotas que aún se mantienen por encima de coches y farolas.

Aún hay pocas ventanas encendidas. El día está comenzando y el silencio sólo se rompe por el aullido lejano de un perro que tal vez también tenga frío.

María pasea por la acera con las manos en los bolsillos. No tiene prisa. Leva los ojos casi cerrados, como si le molestara el reflejo de los primeros rayos de sol sobre la nieve. Se divierte jugando a echar vaho por la boca mientras hace gestos y muecas. Su trenka es grande y vieja, seguramente heredada de algún hermano mayor y dos coletas asoman por los lados del gorro raído con el que casi se tapa los ojos. Viene silbando desde el camino que sube del descampado de enfrente en el que plantaron carromatos y chabolas la primavera pasada. Aunque es pequeña, no es la primera vez que camina por el barrio a primera o a última hora rebuscando en las papeleras. En su familia todos se preocupan por sobrevivir, que ya es bastante. Su manita escarba y saca cosas que, una vez inspeccionadas, vuelven al mismo sitio o pasan al bolsillo después de mirar hacia los lados. En los pies, unas botas de montaña que ya llevaba los días de sol.

Puede que alguien la esté observando desde alguna ventana, al calor de una buena chimenea y con villancicos de fondo mientras siente cómo se le encoge el alma, porque de algún sitio acaba de caer un billete doblado y agarrado con una pinza que la niña se apresura a recoger. Mira hacia arriba, engancha la pinza en el bolsillo de su trenka y se guarda el papel por dentro de la camiseta. La sonrisa le ocupa toda la cara. Igual es su día de suerte, quién sabe…todos pueden tener uno.

En la buhardilla del primer portal de la calle, un joven aprendiz de pintor esboza un paisaje nevado. Ha emborronado el lienzo con pinceladas azules y blancas y observa desde la ventana imaginando copos que caen lentamente sobre el asfalto. Después de vestirse, saldrá con su caballete a la plaza para tener otra perspectiva y terminar su trabajo, así alguien puede que se interese por sus dibujos. Sabe que pintar no es memorizar, sino practicar. Y sabe también que si quiere seguir pagando el alquiler, tendrá que vender algún lienzo más este mes, o volver al pueblo, trabajar en la tienda de ultramarinos de la familia y aceptar su fracaso. Ensaya técnicas y varía colores buscando profundidad, pero algo no le convence. Su profesor de la academia le buscó algunos contactos cuando llegó a Madrid, gracias a eso ha ido ganándose la vida, pero siempre le advirtió que si quería dar a conocer su trabajo, tendría que aportar algo más a sus lienzos para hacerlos especiales. Ahora ni siquiera puede pagarse las clases, pero confía en cambiar su suerte.

La pequeña María sigue buscando entre las papeleras y de vez en cuando acaricia la pinza que ha prendido al bolsillo de la trenka como si fuera un amuleto.

Del portal sale un chico cargado de trastos que casi se tropieza con ella. Tiene ojeras y la mirada perdida en algún punto del horizonte. Parece triste o preocupado. Ha bajado las empinadas escaleras y al llegar al portal, se sube el cuello del gabán y se coloca los mitones para poder coger bien los pinceles. Luego abre en la plaza de al lado una pequeña silla de tijera y coloca el caballete justo delante, buscando una perspectiva lineal de toda la calle. La esquina del papel se dobla con el viento y no encuentra con qué sujetarla, rebusca en los bolsillos, y entonces aparece de nuevo la niña junto al caballete.

–¿Buscas esto?

Al colocar la pinza de su trenka en la esquina del papel, el pintor sonríe.

–Ven, siéntate aquí, justo aquí. Quiero dibujarte en mi lienzo. Ahora sé que tu sonrisa es lo que le falta a mi paisaje. Puede que hoy sea nuestro día de suerte.
14 diciembre 2008

Secretos, luces y sombras



Faltan cinco minutos para las doce y se han apagado las luces de la sala. Un foco ilumina el escenario. Suena de fondo la banda sonora de la película El Piano y Daniela traga saliva intentando disimular los nervios.


Es la segunda vez que su amiga Adriana le aparta la mano de la boca para evitar que se coma las uñas, aunque sabe que hoy es una batalla perdida y tarde o temprano terminará haciéndolo.


–Dani, ¿estás nerviosa? –pregunta Adriana.

–No, esto es un juego, ya te lo dije. Sólo quería ver cómo es este mundo.

–Ya. ¿Y si dicen tu nombre?

–Pues me doy media vuelta y me voy, nadie me conoce.

–Vale, entonces explícame por qué estamos aquí.

–Chssss! Cállate ya o nos llamarán la atención, anda.


Daniela esconde cosas.

Lo hace desde niña, cuando guardaba sus juguetes favoritos en el fondo de un cajón para que no se le perdieran y luego se pasaba días buscándolos. De adolescente, era con las pinturas de la cara porque su madre aún no le dejaba maquillarse y aprovechaba el espejo del ascensor para utilizar el lápiz de ojos que luego borraba con saliva antes de volver a casa, con recuerdos y cartas que no quería olvidar y ahora, a sus treinta, hasta con su nombre, utilizando un pseudónimo con el que firma todo lo que escribe.


–Estás preciosa, Dani, de verdad. Es una pena que hayas venido conmigo en vez de con ese novio macizo que no te mereces.


Daniela ni siquiera ha escuchado a su amiga. Mantiene la vista perdida en algún punto del escenario mientras piensa en cómo ha ido el día y qué la trajo hasta aquí.


El día que recibió la primera llamada, supo que su decisión había merecido la pena. Estaba en el trabajo y cuando sonó el móvil, descolgó sin pensarlo a pesar de que no conocía el número.


–¿Hola?.

–Buenos días, preguntaba por Daniela Fernández.

–Soy yo.

–Verás, te llamo de la Biblioteca Torrente Ballester, de Valladolid, para comunicarte que el relato que presentaste a concurso ha sido seleccionado finalista.

–¿Cómo? ¿Estás segura?


–Sí, sí, claro: Daniela Fernández pone en la plica, con el título de Malena. Queríamos confirmar tu asistencia al acto de entrega de premios y enviarte por correo postal una invitación.

–Bu-bu-bu-e-no, digo, claro, por supuesto, muchas gracias.


Al colgar, se quedó un momento mirando la pantalla del móvil con una sonrisa boba en la cara. La mano le estaba temblando.


Atrás quedaban año y medio de estudio de unas oposiciones que no llegó a superar, cursos de escritura, muchas horas delante del ordenador y cuadernos enteros de bocetos y garabatos.


Los días que siguieron a esa llamada, Daniela no podía pensar en otra cosa. Se imaginaba firmando autógrafos, llamando a los amigos y confesando en casa que hacía tiempo que dejaron de interesarle las dichosas oposiciones, luego prefirió guardar sus sueños en una cajita imaginaria y ser más realista, al fin y al cabo, de ilusiones no se vive y sólo sirven para llevarte decepciones –pensó. Así que decidió olvidar el tema y no ir a la entrega de premios.


El 23 de octubre terminó por llegar y de nuevo una llamada hizo que Daniela pensara en la gala. Era de la organización, para confirmar la asistencia de dos personas a la cena en el Paraninfo de la Universidad. Daniela dijo que sí, aunque no tenía intención de ir, y menos de hacerlo con alguien, pero le pilló por sorpresa y no se atrevió a cerrar esa puerta. Una vez más, tendría que fiarse de su instinto.


Ahora ya no hay marcha atrás. Daniela mira el escenario y recuerda cómo ha llegado todo esto.


Ha sido un día complicado. A las nueve de la noche estaba probándose ropa con Adriana en casa, amontonando vestidos y complementos sobre la cama como cuando empezaron sus primeras salidas y quedaban para cambiarse juntas.


Una hora antes, ni siquiera pensaba en venir, estaba triste porque discutió con un buen amigo y no tenía ganas de nada, pero después de un rato llorando abrazada a un cojín en el rincón del sofá, pensó que un poco de aire le iría bien. Dicho y hecho. Llamó a su novio al trabajo y le contó que esa noche no volvería a dormir porque se quedaba en casa de su amiga cuando salieran de un concierto de jazz al que irían juntas, de esa manera, no estaría preocupada por la hora de llegada. Reservó una habitación en un hotel cercano y llamó a Adriana para convencerla. No le costó mucho hacerlo, se conocían desde niñas y habían vivido muchas cosas juntas.


Mientras su amiga llegaba a casa, Daniela se sirvió una copa de vino mientras se depilaba y repasó en su cuaderno los concursos a los que se había presentado últimamente. Le gustaba apuntar cada uno en una de las páginas de su moleskine verde con la fecha de resolución, la dirección y el relato que enviaba. Luego lo metía en el fondo de su cajón de ropa interior para evitar preguntas, explicaciones y consejos, aunque Adriana no se cansaba de repetirle que un día tendría que dejar esa tonta costumbre de esconderlo todo.


Ha parado la música. El alcalde de Valladolid, sobre el escenario, agradece a los asistentes su presencia y da paso a la directora de la biblioteca organizadora del evento. Micrófono en mano, con algún problema de sonido previo, ella repite el mismo discurso e insiste en la calidad de los trabajos presentados y la dificultad del jurado para elegir un solo ganador.


–Oye, Adriana, ¿tú nunca escondes nada? –dice casi susurrando.

–Todos lo hacemos, Daniela, pero creo que ahora el tu momento de quitarte la máscara, ¿no? ¿De qué tienes miedo?

–De mí, de no estar a la altura

–Anda, no digas tonterías. Mira, pase lo que pase esta noche, tú y yo brindaremos en el hotel con vino y te contaré algo.


Daniela se ha comido las uñas. Mira a su amiga, que le ha cogido la mano y le aprieta mientras desde el escenario se pide a los finalistas, nombre tras nombre, que se pongan en pie. Al escuchar el suyo, retira la silla y antes de levantarse, sonríe a su amiga.


Son las doce de la noche y en el escenario están a punto de abrir un sobre.


11 diciembre 2008

En Navidad...abrazos gratis

Es Navidad.


Por más que algunos tratemos de olvidarlo, los anuncios de los juguetes, de lotería, las primeras felicitaciones y las luces navideñas nos impiden que pensemos en otra cosa.


Como cada año habrá espumillón, bolas de plástico brillantes, bromas, aglomeraciones y atascos.


También comilonas y buenos deseos entre gente que el resto del año nos pone zancadillas o no nos soporta, regalos inútiles, compras, indigestiones y borracheras.


Contaremos las uvas al ritmo del reloj y despediremos el año siguiendo alguna costumbre importada que nos prometa suerte mientras enriquecemos a nuestro operador de telefonía enviando cien mensajes que en realidad nos gustaría recibir.


Repasaremos los buenos propósitos, aunque incluyan dietas y deporte, esperaremos que nos sorprendan y desearemos sorprender a los que queremos.


Es Navidad.


Las sonrisas de los niños merecen la pena. La ilusión…sea la época del año que sea.


Yo tengo una ramita de acebo, un árbol de navidad, alma de niña y muchas ganas de sonrisas, así que, sea como sea, me apunto a un abrazo gratis.

02 diciembre 2008

Momentos



Hay momentos... por los que merece la pena sonreír.





Recuerdos...que merecen ser compartidos.







































Imágenes que esconden sonrisas y guiños.

Y todo junto...es una razón de peso para seguir caminando, para dar las gracias, para compartir.

Aunque a veces el carro parezca que pesa demasiado.

Espinas


A Ana le encantan las flores, el tacto sedoso de los pétalos sobre la piel, el olor, sus colores.

Hay veces que las compara con las palabras y se ríe buscando metáforas invisibles con las que casi nunca acierta.

Cuando se pincha con una espina, cuando sangra, piensa que también a veces las palabras pueden hacer mucho daño.

Durante un rato se queda en silencio o mira las flores desde lejos, pero al final vuelve a cortar los tallos porque está segura de que nunca duele tanto una infección como una ausencia.
01 diciembre 2008

El síndrome de Peter Pan

–Vamos, Santiago, es hora de irse a la cama, que tu hermana lleva más de media hora durmiendo.
–Pero, no te has enfadado, ¿verdad, mami? –contestó.
–No, cariño, no es eso, pero no puedes contarle tus cosas al primero que entra en casa, que todo el mundo no es como papá y mamá y les puede dar vergüenza. Venga, dame un beso, lávate los dientes y vete a dormir, anda. Mañana os llevaremos papá y yo a un sitio que te va a gustar.

Me encanta mi casa.

No quiero cambiarla, ni dejar mi Peter Pan gigante en la pared de mi habitación. Tampoco me apetece ir a otro colegio y buscar nuevos amigos, pero cuando los mayores se empeñaban en algo, es difícil convencerles. Luego dicen que los niños somos unos cabezones. Ya. Desde que su papá colocó en la terraza un cartel grande con el número de teléfono, no paran de llamar y mamá ya no tiene tiempo de hacer puzzles conmigo. Además, cada vez que me pongo a jugar al llegar del cole, suena el timbre de la puerta y tengo que recoger a toda prisa los dinosaurios desperdigados por la alfombra para que la casa parezca ordenada.


¡Menuda tontería! Como si alguien fuera a comprarla por cómo encuentre mis juguetes. A veces no entiendo a los mayores. Hace unos días me gané una buena regañina porque les gasté una broma a unos señores que habían venido a verla; total, les conté que en mi cuarto hacía mucho frío y que el ruido del viento no me dejaba dormir, ellos se miraron poniendo muecas raras y después dijeron que se tenían que ir enseguida, que les esperaban. He tenido que prometer no volver a hacerlo porque mis papás se enfadaron mucho conmigo. La culpa es suya, que nunca gastan bromas.


Esta tarde nos ha visitado una señora muy seria de una inmobiliaria. Mamá ya la debía conocer, porque le abrió la puerta y le dio dos besos. Cuando la invitó a sentarse para charlar, se colocó en el borde de la silla, muy tiesa ella y con las gafas en la punta de la nariz, como una que sale en los dibujos animados. Yo la miraba con los ojos muy abiertos asomado al salón sin hacer ruido, pero mamá me vio en el borde de la puerta y me hizo que entrara.

–Santiago, cariño, no te quedes ahí. Vamos, pasa y da las buenas tardes.
–Ho-ho-la, buenos días, digo, tardes, buenas tardes.
–Uy, ¡pero qué niño más rico!.

Yo lo único que quiero es que no se enfade otra vez mamá, pero no me gusta nada que me agarren de la cara como si fuera un globo, así que me fui para mi habitación y me senté en la alfombra con un tiranosaurio que tiene las uñas muy largas mientras miraba mi pared de Peter.

Desde allí escucho a las dos hablando, aunque no entiendo bien lo que dicen. Cuando las oí acercarse, metí el tiranosaurio debajo de la cama poniéndome un dedo delante de la boca y me senté muy deprisa en el pupitre de colores para hacer un puzzle.

–Chsssss! –le dije a mi muñeco. Qúedate ahí un momento, que esta vez me voy a portar muy bien para que me cuenten dónde me llevan mañana.

Mamá abrió el armario empotrado y un balón saltó disparado como si llevara un muelle.

–Vaya, Santiaguito, te dije que los balones no se guardaban aquí.

Cuando mami me llama así…malo, porque después viene una regañina seguro. Lo mejor será portarse bien para ver si lo olvida.

En el cuarto de al lado, se oyó a mi hermana que lloraba.

–Disculpa, Elena, la pequeña se ha despertado, ahora mismo vuelvo, puedes mirar lo que quieras.
–No te preocupes, me quedaré aquí con tu hijo, a ver si me enseña a hacer puzzles. Qué mono eres, ¿cómo me has dicho que te llamas?
–Santiago.
–Bueno, Santi, y esta es tu habitación, ¿verdad? ¿te gusta Peter Pan?
–Santiago, me llamo Santiago, como mi tío, y como el del caballo blanco. Y además no quiero irme de esta casa ni que nadie se quede con mi pared, porque papá la pintó para mí.
–Ya. Qué rico el niño. Y ¿qué tal te va en el cole?
–Muy bien, mi señorita se llama Pilar, y tiene vulva. ¿Tú tienes vulva? Mi mamá también tiene vulva, y mi hermana tiene vulva. Yo tengo pene, como mi papá y como mi tío Santiago, pero el mío es pequeño y cuando me lo toco se pone grande, ¿quieres verlo?.
–No, no, por favor, Santi, si te creo…

A la señora se le han resbalaron las gafas. Dio unos golpecitos a su reloj de muñeca y se lo acercó a la oreja.

–Me llamo Santiago, jo, como mi tío, y como el del caballo blanco. Mi señorita Pilar dice que voy a sacar buenas notas, pero que hablo mucho en clase.
–¡Santiaguito, cariño! Ven un momentito, anda.

Otra vez un diminutivo. Esta vez no sé por qué. Cuando entré en la habitación de María, mamá estaba tapándose la boca intentando disimular las risas, pero al verme, estalló una carcajada, aunque intentaba ponerse seria.

–Cariño, ¿se puede saber qué le estás contando? Bueno, mejor déjalo y vamos para allá, anda.

Mamá me agarró de la mano, se colocó a mi hermana María en la cadera y volvió de nuevo a mi cuarto.

–Perdona, tuve que cambiarla. Os estaba oyendo desde la habitación, ya sabes, ahora en el cole están con la educación sexual y todo eso. ¿Quieres ver el resto de la casa?
–No, gracias, la verdad es que se me ha hecho tarde y tengo que irme, pero te llamaré si me confirma algo el chico que estaba interesado, supongo que no tardará, porque me dijo que tenía prisa en mudarse a la sierra cuanto antes, cosas de trabajo creo.

No pude dormir. Por la mañana papá nos llevará a un sitio, pero no me han dicho nada más. Los mayores y sus secretos, qué rabia.
Después de desayunar, montamos en el coche y nos abrochamos los cinturones. Miré hacia la terraza: ya no hay cartel con el teléfono. Igual se lo ha llevado el viento y no se han dado cuenta. Sonreí y apreté en la mano mi pequeño triceratops de la suerte. Nunca me ha fallado. Luego miré a mi hermana: ya se ha dormido. Los pequeños son un rollo, se pasan el día durmiendo y cuando quieren algo, se ponen a llorar.

Cuando el coche se paró, abrí los ojos y miré hacia todos lados. No hay animales, o sea que nada de zoo, tampoco atracciones ni nada que tenga pinta de divertido.

–Papá, ¿este es el sitio que me iba a gustar? Jo…¡si no tiene animales ni nada!
–Espera, hombre, no seas impaciente. Mira, como tú eres ya un campeón, vas a tener que ayudarme, porque tu hermana pesa mucho y no puedo abrir las puertas, ¿vale?, mira, coge un llavero verde que hay en este bolsillo y agarra la llave negra, que es de este portal de aquí enfrente.

Abrí la puerta apretando con rabia mi dinosaurio de la suerte. En el ascensor miré hacia el suelo sin decir nada. El séptimo. En el descansillo, cuatro puertas y en una de ellas, un dinosaurio de papel pegado con un celo.

–Bueno, hijo, de momento sí hay un animal. Ahora abre esa puerta con la llave redonda, anda. Lo estás haciendo fenomenal, ¿verdad mami?

Miré a mis papás y abrí la puerta. Es una casa grande, con mucha luz, pero está vacía.

–Ahora tienes que cerrar los ojos y darnos una mano a cada uno. No los abras, ¿eh?.

A trompicones por el pasillo, abrí un poco los ojos, pero nada, sólo olor a pintura que hace que arrugue la nariz.

–Bueno, cariño –dice su mamá. Pues esta es tu habitación, una de niño grande, amarilla. ¿Te gusta? Quédate un momento con tu hermana y no toquéis las paredes, que está todo recién pintado. Voy con papá al coche y ahora mismo volvemos.

Tres minutos después, al entrar de nuevo en la casa cargando con una gran alfombra y un cesto de dinosaurios, nos encontraron con las manos llenas de pintura verde.

–Pero, ¿se puede saber qué ha pasado aquí? Santiago, ¿qué habéis hecho?

Miré al suelo apretando los labios para no llorar. Mamá corría por la casa en busca del bote de pintura verde que debieron olvidar los obreros. Desde la habitación del fondo se oyó un grito.

–¡Santiaguito! ¡Ven aquí ahora mismo!

Sobre mi nueva pared amarilla, unas manos diminutas y un dinosaurio muy grande pintado con los dedos. Papá se empezó a reír y nos miró intentando ponerse muy serio.

–Bueno, tampoco es para tanto, a mí hasta me parece original…¿no? Quién sabe, igual el día de mañana eres un gran graffitero, hijo. Y tú, mami, no grites así, que nos has asustado.

Mi dinosaurio de la suerte se me cayó de la mano y me eché a llorar y me hice pis encima como un pequeñajo.
- Jo...yo solo quería mi habitación....
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
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