18 enero 2009

Cuatro minutos


Miércoles. Despierto y me voy directo a la ducha.


La fuerza del agua caliente sobre la piel me vendrá bien, espero. Al salir, con todo lleno de vaho, me miro al espejo y veo dibujada en él la palabra “gracias”. Me derrumbo y lloro todo lo que no he hecho en los últimos días.


Pienso en el abuelo. Le gustaba despertarse con luz.


Como en todo lo demás, no cualquier luz le servía. Su habitación estaba orientada al sur y tenían que ser tres, exactamente tres, las rendijas que quedaran abiertas en la persiana de su cuarto. Ni una más. Intentaba convencernos de que los primeros rayos chocaban contra la almohada y eso le ponía de buen humor.


Con los ojos aún medio cerrados, se paraba un momento delante de la cómoda, abría el cajón pequeño para comprobar que la bandera seguía doblada en su sitio y lo volvía a cerrar antes de ir al baño. Trece minutos después, justo trece, salía perfectamente aseado y con la corbata milimétricamente colocada en el centro de la camisa. Yo escuchaba el ruido de su bastón contra el suelo y corría descalzo para ponerme al otro lado de la puerta, reloj en mano, esperando que su puntualidad fallara. Nada, ni una vez.


Tocar la bandera le servía para no olvidar la parte de su vida de la que nunca hablaba.


Cuando se puso enfermo y le llevaron al hospital, bromeó con los enfermeros en la ambulancia explicándoles que el tabaco de la pipa no le mataría ahora si no lo habían logrado los maquis ni el cambio de siglo. Papá, que iba con él, le pedía que no hablara mientras colocaba una y otra vez la mascarilla en su sitio. Cuando le subieron a la habitación después de muchas pruebas, torció el gesto al comprobar que todo estaba automatizado y que las persianas bajaban y subían con un botón, pero consiguió colocarlas en el punto exacto para poder dormir.


Fui a verle a diario los 14 días que estuvo ingresado, los mismos que la abuela permaneció a los pies de su cama y mamá empleó para discutir con casi todos los médicos del hospital.


Cuando la enfermera traía la merienda, la abuela colocaba una servilleta de cuadros rojos sobre su bandeja y yo alineaba sus pastillas añadiendo a la última de la fila un lacasitos azul.


–Esta es la buena, abuelo, la azul, porque es masticable y te hará dormir. Tómala la última, anda.

–Mira, zagal, cuando un hombre no puede ni levantarse a mear solo, ya no hay pastillas que valgan, hazme caso.

–Pero qué burro eres, abuelo. No me digas que cuando te hirieron en la pierna no tomaste nada. Pues esto es igual, ¿vale?


Después le mandaron para casa, aunque ya no parecía el mismo. Como si los kilos que había adelgazado se le hubieran ido solo de la cara, acentuando aún más sus ojeras y borrando su sonrisa.


Ayer, al oír su bastón, me levanté de un salto para cronometrar desde el otro lado de la puerta su aseo diario: 17 minutos, cuatro más que cualquier día.


Me puse muy triste, aunque cuatro minutos parezcan algo sin importancia.


Los martes no le gustaron nunca. Cuando entré a darle las buenas noches, la persiana estaba cerrada del todo. Quise abrir tres rendijas, pero no me dejó.


Sobre la mesita, el vaso de agua y mi pastilla azul que no se quiso tomar. Bueno, tal vez lo haga luego. En el galán de noche, su traje oscuro y la corbata que anudaría perfectamente a la mañana siguiente. Me detuve delante de la cómoda y abrí el cajón pequeño, rocé la bandera con la yema de los dedos y lo volví a cerrar después de mirar hacia su cama y guiñarle un ojo.


Nunca más oí su bastón chocando contra el suelo.


Ahora, el vapor de mi ducha me devuelve su sonrisa. Miro mi reloj. Gracias, abuelo.

13 enero 2009

Tejedor de sueños


Donde yo vivo, todo cobra vida desde la carpintería de Juan.

Generación tras generación, su familia se ha dedicado a trabajar la madera y levantaron de la nada el lugar en el que he nacido.

Hace muchos años, por un descuido, la serrería empezó a arder y con ella todo lo demás, dejando el pueblo reducido a cenizas.

La gente se fue marchando de allí y el bisabuelo de Juan perdió todo lo que tenía, menos una nieta que le obligó a no tirar la toalla. Dicen que se sentía tan responsable de lo que había ocurrido y tan triste, que le prometió a la niña que reconstruirían juntos todo aquello. Como era pequeña y apenas recordaba las formas de las cosas, él se las enseñaba esculpiéndolas en pedazos de madera que para ella se volvían realidad.

Así se fue escribiendo la historia de este pueblo. Los forasteros y curiosos que llegaron se iban quedando y levantaron entre todos ImaginArte, un lugar en el que cualquier sueño podía cincelarse como una realidad. La primera norma al entrar: jugar con la imaginación.

Los niños se encargaban de dar color a las calles, a las casas y hasta a las nubes que adornaban el cielo.

Lo que empezó como el mayor incendio que se recordaba en el país, se convirtió en el sitio turístico de moda gracias a un abuelo que se resistió a abandonar el lugar en el que había crecido.
Ahora, cuando alguien llega donde yo vivo, se le entrega un trozo de madera, lapiceros de colores y se le pide que piense en algo que le haga feliz.

Esta mañana, una niña vio un trébol naranja, le pintó círculos amarillos, dibujó una cabecita con antenas, una cola y se lo entregó a su papá.

–¿Ves? Yo quiero ser mariposa.

Juan hizo el resto con sus herramientas y antes de que nos diéramos cuenta, miles de mariposas de colores revoloteaban sobre nuestras cabezas.

Donde yo vivo, nos gusta cerrar los ojos para imaginar cosas que nos hacen sonreír.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats