apuntes de un recuerdo
Crecí en una familia feliz y numerosa, rodeada de hermanos y primos, así que nunca me sentí sola. Tampoco es que me parara demasiado a pensar en ello, pero sé que alguna de mis amigas de entonces envidiaban el jaleo que se vivía en casa y buscaban cualquier excusa para apuntarse.
Yo era la cuarta de cinco hermanos, y apenas nos llevábamos un año de diferencia, así que lo que entonces viví como algo divertido, ahora lo imagino con otras connotaciones desde mi recién estrenado papel de madre.
Recuerdo especialmente nítidas las vacaciones de navidad, cuando nos reuníamos todos en el pueblo, en casa de mis abuelos y devorábamos como termitas los bizcochos que se amontonaban en la despensa. A cambio de sus manjares, nosotros nos dejábamos besar y apretujar por la abuela las veces que hiciera falta, porque sabíamos que hasta el siguiente viaje, no habría otra ocasión parecida.
Pero lo mejor de todo, lo que de verdad nos volvía locos, era la noche de fin de año. Esperábamos emocionados el momento en que metía las bandejas de barro con cordero en el horno ayudándose de una larga pala de madera, y entonces, mientras el resto de los mayores bebían vino y comían langostinos y almendras fritas, nos subía a todos los pequeños al desván para despedir el día con una mini fiesta de disfraces.
Aquel lugar tenía un encanto especial por lo prohibido, pero la abuela Anita, que no sabía decir que no, nos dejaba entrar cuando terminaba sus tareas y se disfrazaba con nosotros mientras contaba historias de miedo que siempre terminaban bien. Entrábamos despacio, en fila, colocados por edades, y no podíamos sentarnos hasta que los hermanos mayores y los primos extendían en el suelo una vieja sábana que sacaban de un baúl. Allí nos sentábamos todos a escucharla entre risas y miedos, mientras descubríamos por turnos los tesoros que escondían los viejos baúles y el armario grande de la luna rota. Debía ser uno de los pocos momentos del día en el que no discutíamos, pero ninguno quería dar arriesgarse a que se terminara la fiesta.
Yo me probaba sombreros, largos collares, camisones de encaje y todo lo que encontraba para convertirme en la princesa que quería ser. Soñaba con ser una de las protagonistas de sus historias... Los chicos se colocaban uniformes militares, túnicas árabes, y hasta una capa de tuno con muchas cintas de colores y la mandolina del bisabuelo que estaba en el rincón con los otros instrumentos musicales. A veces jugábamos a formar una banda de música, y la Chiki se ponía un frac que le arrastraba y se subía en la mecedora de rodillas para hacer de director. Lo único que no podíamos usar eran los zapatos de tacón que había en la maleta de cuero, envueltos en papel de seda, porque desde que mi prima Luisa se torció un tobillo, el abuelo nos los prohibió, y si nos oía con ellos terminaba subiendo enfadado y nos mandaba a todos de vuelta para el salón. Nunca le gustó que estuviéramos metidos allí arriba revolviéndolo todo y llenándonos de polvo, le gustaba demasiado el orden y la disciplina, así que la abuela pasaba días limpiando antes de nuestra llegada y nosotros dejábamos todo en su sitio para poder volver de nuevo. Esas eran las reglas.
Cuando oíamos el bastón del abuelo golpear en el suelo del desván desde el techo del salón grande, sabíamos que nuestra fiesta tenía que terminar, se hacía un momento de silencio, nos volvíamos a quitar deprisa la ropa, y bajábamos detrás de la abuela para cenar en familia.
Y así, una navidad tras otra desde que alcanzan mis recuerdos. Cada vez más mayores, pero con las mismas ganas de vernos y de compartir aquellos momentos.
Un año, cuando la abuela se puso mala, mamá decidió que pasaríamos las navidades en Madrid. No hubo bizcochos, ni disfraces, ni un patio blanco encalado en el que perseguir a los gatos recién nacidos entre tinajas. Todos esperábamos que la abuela se pusiera buena para poder volver...pero no fue así.
El abuelo vendió la casa, quemó los recuerdos y se mudó a un piso en el centro del pueblo, pero antes nos dejó subir a todos al desván por última vez. Nos sentamos frente al espejo, esperando que la magia nos la trajera de nuevo para contarnos historias, para achucharnos y preguntarnos mil veces si de verdad la queríamos. ¿Cómo no la íbamos a querer si nos hacía sentirnos a todos alguien especial?
Yo me guardé una foto vieja, un quinqué que utilizaba la abuela para alumbrarnos, un cuaderno de recetas y un paragüas raro lleno de telarañas. Mis primos y mis hermanos cogieron pequeños trofeos que habían sido sus compañeros de juegos: un toro de plástico, una peonza de metal, un bastón de mando, una muñeca Gisela...
Bajamos en silencio aquellas escaleras sabiendo que sería la última vez. Yo agarraba fuerte mi paragüas como si pudiera llevarla a ella dentro.
Hoy, de zafarrancho de limpieza en casa porque acaban de pintar, me encontré la foto amarillenta entre unos libros. La coloqué junto al quinqué del mueble de la entrada, abrí el paragüas para quitarle el polvo y me puse a hacer un bizcocho con sus recetas. Al terminar, abrí mi viejo cuaderno verde y emborroné con palabras la imagen de un recuerdo.