30 marzo 2008

Postal (diario de una vacación)

Viernes. Tres de la tarde de un día primaveral en Madrid.

Termina la jornada. Hasta el lunes soy dueña de mis pasos.

Me apetecía cambiar de aires y he salido sin tener muy claro el destino. He reservado habitación para dos días en un pequeño hotel de la sierra. Un lugar en el que pasear sin rumbo fijo. Sola.

Llego gracias al gps, un invento para personas como yo. He cantado durante todo el camino, como cuando de adolescente salía de excursión. Aparco el coche y saco mi mochila con la dulce sensación de haberme regalado un paréntesis de tiempo sólo para mí. Me siento extraña aún.

En la habitación, tumbada sobre una enorme cama de forja, escribo un mensaje en el móvil y, antes de mandarlo para decir que he llegado, lo desconecto y lo dejo sobre la mesita. No quiero saber nada de él durante las próximas cuarenta y ocho horas. Es mi manera de olvidarme de todo, aunque sea durante un par de días. Después lo pienso y lo vuelvo a encender, por si acaso -me digo, pero esta vez en modo silencio, sólo para ver su luz si hay alguna urgencia.

Me cuesta trabajo hacer lo mismo con la cabeza, aunque a veces me gustaría, la verdad.

Respiro hondo, como queriendo atrapar la conciencia de esta nueva situación, y me levanto para inspeccionar el lugar que he elegido para perderme. O para encontrarme, que falta me hace.

La habitación es acogedora, como de casa, más que de hotel, ahora que se lleva tanto lo rural. Un lavabo de porcelana con pie de hierro junto a la ventana me recuerda la casa grande de mi abuela, con su toalla de puntillas y las cortinas de encaje. Huele suave a romero o a alguna hierba parecida, pero es un olor que no resulta cargante, como si hubieran lavado la ropa en el campo y le quedara ese aroma a fresco de por la mañana.

Dejo mis cosas colocadas en el armario, los papeles y libros sobre la mesa camilla de la salita y el portátil junto a la cama y, después de una ducha, salgo a pasear y con la idea de recorrer el pueblo y encontrar algún lugar donde tomar algo. La dueña, una chica poco mayor que yo y con el pelo azul, me ha ofrecido cenar aquí mismo, o en un par de sitios cercanos que al parecer son de confianza. Me habla también de un café al otro lado de la calle y de un viejo cine, junto a la plaza de la iglesia, con sesión única de noche al que aún me da tiempo a llegar, eso sí: me advierte que las películas, aunque buenas, suelen estar un poco anticuadas, porque al parecer, el dueño, sólo compra los títulos que le gustan. Se lo agradezco y salgo tranquila en dirección a la plaza.

EL GRAN AZUL.

Dudo. Hace tiempo que vi esta película. Me la dejó un amigo y lloré con ella. Hubiera preferido algo intrascendente, para no pensar, o un musical con final feliz, pero es lo que hay, me digo, y, después de pensarlo un momento, me acerco a la taquilla y entro. Al fin y al cabo, tampoco tengo nada mejor que hacer. Este fin de semana es mío y no quiero planes, prefiero dejarme llevar y repartir las horas como más me apetezca. Después tendré tiempo para cenar.
En la sala, apenas media docena de personas más comparten mis planes.

Me siento en una fila vacía, casi al fondo y la butaca de terciopelo rojo, ajada ya, chirría cuando la abro como si le estuviera sacando las tripas. Todas las cabezas se giran hacia mí mientras me acomodo rápidamente para no seguir llamando la atención.

Recuerdo a los personajes en cuanto empieza la cinta: Enzo, Jacques y Johanna. Me enamoré del francés la primera vez que la vi, de su sentido de la libertad, de la manera en la que manejaba el silencio y la soledad. Creo que esta película es como una poesía escrita con imágenes bajo el mar. El color no es sólo el océano, sino la metáfora de aquello que lo envuelve todo. Me sorprendo limpiándome las lágrimas con la manga de la chaqueta. No quería llorar, pero las lágrimas no cesan, así que me repito en silencio que hoy vale todo y para no llevarme la contraria, me dejo llevar por mis sentimientos.

Como si las imágenes me atraparan a mí también en su belleza. Durante algo más de dos horas, pierdo el sentido del espacio y del tiempo como lo pierde Jacques cada vez que se sumerge en el silencio que le atrapa, como una obsesión que le envuelve en el placer de su propio mundo.

Salgo del cine como nueva. El francés y yo hemos buceado juntos esta vez. A la misma profundidad, él en su océano y yo en el mío. Descubriendo los dos un lugar extraño y maravilloso lleno de magia. Me ha tocado bien.

Entro en uno de los sitios que me recomendó Clara, la dueña del hotel y picoteo algo mientras trato de recordar la música de la banda sonora antes de irme a dormir. Hoy ha sido un largo día que ha dado mucho de sí. Dejaré el café para mañana, a ver si también se convierte en un guiño a mi escapada.

Me desnudo y me tumbo sobre la cama abierta.

Esto es justo lo que necesitaba -escribo en el móvil. Aprieto la tecla de enviar y me quedo dormida mientras aún resuena en mi oído el eco del mar.

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28 marzo 2008

Pequeñas cosas


Por qué quiero a mis amigos y por qué quiero a los "míos"... pues porque me hacen sentir bien, porque sé que mi sonrisa les alegra y mis lágrimas les duelen; porque sé que puedo contar con ellos siempre, y la palabra siempre implica mucho.

Mis padres me enseñaron a dar porque de ellos siempre recibí, y me mostraron el valor de ambas cosas (dar y recibir). Aprendí a agradecer con una sonrisa y supe que lo más importante que tenemos cada uno suele ser aquello que menos se ve, generalmente lo que se ve puede tenerlo cualquiera.

También aprendí a mirar detrás de las miradas y a escuchar el silencio mientras mi corazón iba creciendo al calor de otros corazones y al ritmo de mis propios latidos.

Caí muchas veces, pero mis heridas se curaron siempre entre manos amigas y besos. En horas mojadas detrás de mi retina, sentí siempre que no estaba sola. Mi escala de valores se fue formando conmigo y ahora intento ayudar a mis hijos a construirse la suya con los cimientos básicos de quien se siente querido, pero sin la gratitud de recibir a cambio de nada. Me siento privilegiada por la vida, y agradecida; rodeada de un pequeño círculo de personas que me quieren.

Supongo que, gracias a ello, me es más fácil dar y darme, porque también eso me hace sentirme especial.

Me gusta disfrutar de la soledad, proque nunca me he sentido sola. En la ausencia de los que añoro, guardo recuerdos que me bañan por dentro y pintan mi sonrisa, sabiendo que siguen a mi lado, en mí.

Y cuando me asomo al espejo de mi vida, siempre me encuentro rodeada de cariño, envuelta en la ternura de una mirada que me invita a compartir y me hace sentirme el ombligo del mundo (mi mundo-mi vida) y me acaricia el alma.

Así son los colores de mis días.

A quien amo, lo amo con toda la fuerza de mi corazón, que es la única manera que conozco de amar. De verdad. Y si me preguntan un por qué, siempre podré contestar mirando directamente a los ojos, porque sé que detrás de cada mirada hay una respuesta, y porque sé que cada persona a la que amo me da más de lo que siento que le doy.

Recibo cada sonrisa como un regalo que me hace el día, y cada beso, y cada caricia. Lleno mis sonrisas de las "pequeñas cosas" de cada día, porque para mí, esas "pequeñas cosas" son lo más importante que tiene mi vida, e intento cultivarlas para que no me falten nunca: un rayo de sol, un abrazo, unas letras paridas con cariño, un beso, una llamada, una flor, un cuaderno, un café, un libro, un paseo, un amanecer, una fotografía y la sonrisa de mis hijos al despertar, cualquier detalle aparentemente nimio entra en mí como el beso más cálido que pueda saborear y me hace creer en los sueños.

¿AUN QUIERES SABER POR QUÉ TE QUIERO?...

boceto de una sonrisa

Como cada tarde, entré en aquel portal, casi a oscuras, y subí las viejas escaleras esperando encontrar la casa cerrada.

Llegué hasta el tercer piso y empujé despacio la puerta entreabierta mientras inventaba mentalmente alguna excusa para no quedarme allí.

Sabía que finalmente no la esgrimiría, pero me sentía mucho mejor tratando de excusarme al exterior en vez de preguntarme a mí misma los motivos para permanecer en aquel lugar.

Cerré detrás de mí y atravesé despacio el largo pasillo que conducía hasta la salita. Una vez allí comencé el ritual de todas las tardes y fui desnudándome poco a poco hasta no llevar encima más que mis pendientes y una pulsera de bolitas que usaba a modo de amuleto y de la que no me gustaba separarme.

Me acomodé sobre el sillón verde que estaba junto a la ventana y fingí encontrarme tranquila para hacer más respirable el tenso ambiente que yo creía respirar en la habitación. Él se colocó junto a mí, se arrodilló y me saludó rozándome los labios en un gesto mil veces repetido con el que me sentía mariposas en el estómago. Nunca he sido capaz de controlar esas reacciones que me provoca su presencia, su roce, la cercanía simplemente de cruzar una mirada... pero intenté evitar que se exteriorizaran para no parecer más vulnerable de lo que ya me siento.

Cogió sus pinceles, agarró su paleta y volvió a colocarse frente al lienzo virgen que esbozaría con ayuda de sus musas, aunque, para ser sinceros, yo dudaba mucho que esas "musas" de las que me hablaba fueran a aparecer algún día, y... a esas alturas de nuestra relación, la verdad es que casi me daba igual. La luz lo inundaba todo en aquella salita; era una luz que llenaba los rincones y que se metía en el alma a bocanadas haciéndote sentir un poco su magia.

Luis siempre quiso escribir. Cuando le conocí, años atrás, me hablaba de sus planes de futuro y se imaginaba convertido en un consagrado escritor... de viajes inventados, sueños y musas, siempre musas. Decía que con ellas podía sentirse la persona más importante o la más desdichada, pero que sin ellas se sentía gris, y que ése era un color que no le gustaba. Cuando hablaba de lo que le faltaba por descubrir, su mirada brillaba de un modo especial: era como si su alma entera saliera a la luz en forma de sonrisa... y yo me enamoré de aquella luz, y de sus sueños, porque eran más tangibles que la propia realidad de cada día.

Nos conocimos un verano junto al mar. Algún amigo común nos presentó en una de esas fiestas de playa en la que acabas preguntándote si serás capaz de caminar hasta tu casa, o si el alcohol te impedirá dar un paso y tendrás que plantearte dormitar sobre la arena. No recuerdo cómo terminó aquella jarana, ni cómo hizo la noche, pero sé que entre los dos se fue creando un vínculo especial a base de paseos y palabras que nos convirtieron en grandes amigos.

Nunca hubo secretos entre los dos, nunca miedos, siempre calidez... una isla no compartible en la que buceábamos jugando con palabras.
Un día se cruzó en su camino alguien que cambió su brillo para siempre. Yo me limité a observar y a respetar, alejándome de su lado lo suficiente como para no molestar, pero con la distancia justa de poder darle la mano.

Ella era un mujer muy bella. Conquistó su mirada y su corazón y quiso ser la tinta de su pluma, la protagonista absoluta de sus letras y la música de sus canciones, sin contar con que para dibujar en un cuaderno el alma de algo o de alguien hay que amarlo, y Luis se convirtió en poco tiempo en un loco de amor mientras ella jugaba a ser la reina de la nada, la belleza inalcanzable que manejaba a su antojo los hilos de un torpe corazón al que no amaba. Entre la desidia y la sinrazón de besos no compartidos, las palabras fueron perdiendo sentido y dejaron de fluir sobre el papel como lo hacían antes, mientras se desdibujaba una sonrisa que tornaba todo su mundo gris. Aun después de tanto tiempo, no me explico qué pócima marchitó sus besos, pero cada día se alejaba más de lo que había sido.

Una noche, a las tres de la mañana, sonó el teléfono y me levanté sobresaltada; era Luis, me contó entre sollozos que ella se había ido para siempre y que se sentía mal, así que agarré lo primero que encontré por mi habitación y me fui a verle.

Nunca un abrazo contuvo tanto amor como aquella madrugada de silencios compartidos y lágrimas. Me limité a estar allí, sin decir nada, abrazando lo que quedaba de un sueño roto, ofreciendo mi hombro para sus sollozos.

Por la mañana preparé café y dejé que la luz inundara la habitación para que barriera la tristeza y la melancolía acumuladas que lo impregnaban todo.

Luis se acercó a mí y, sujetando mi cabeza entre sus manos, me besó despacio, como no lo había hecho nunca, haciendo de mí un volcán de sentimientos ante tanta ternura. Supe, sin necesidad de hablar, cada palabra que encerraba su beso.

Conocí del calor de sus labios el significado de la palabra "gracias" y de la palabra "amigos", y de muchas otras que se aferraron a nosotros para siempre. Después me pidió que posara para él, guardó sus cuadernos y sus plumas y sacó un viejo caballete con un lienzo en balnco que, aun hoy, espera paciente el color de una mirada sobre el esbozo que él trazó de una sonrisa. Me habló de pintar sin palabras la magia del silencio que yo le había dado y comenzó a desnudarme vistiéndome de besos y ternura.

Vuelvo cada tarde para que encuentre los colores perdidos, con la secreta esperanza de verle abrir el cajón de papeles y volver a sus plumas, y para recordarle que nunca estuvo solo y borrar de su paleta el color gris que aún se esconde en su mirada. Quién sabe si lo conseguiremos juntos.
12 marzo 2008

Otra vez



Si me hubieras preguntado, habría recurrido a una batería de razones para pedirte que no lo hicieras, pero claro, no estabas dispuesta a discutir y sólo dijiste que querías volver.

Volver. Como si no supieras de qué estamos hablando.

Me limité a abrirte la puerta para que entraras.

Y ahora estás aquí de nuevo, enredada entre líneas, mientras mi gemela me recuerda que estoy hablando sola.
09 marzo 2008

Despertar entre letras


Caía el sol de la tarde y bajo aquel ciruelo que tantos secretos guardaba, quiso plasmar sobre el papel todas las ideas, que, agitadas, ebullían en su cabeza sin dejarle dormir.

Pensó en cómo darles forma a sus sentimientos e intentó convertirlos en palabras, pero se agolpaban unos y otras y no lograba ponerlos en orden.

El trino de un pájaro cercano le hizo olvidar durante unos momentos su objetivo y se dejó llevar, con los ojos cerrados, al mar de sus recuerdos. Casi podía oler el salitre de su primer paseo por la Concha, su primer beso, las fiestas nocturnas, los amigos.


Buceó en paisajes que apenas alcanzaba su memoria y descubrió recovecos en los que hasta entonces no habí reparado. Sintió la calidez de una mano amiga que le conducía por aquellos hermosos lugares, pero cuando más a gusto se encontraba, fue arrastrado de nuevo a la superficie y el canto del pájaro le devolvió a otra dimensión de la que había escapado. Abrió los ojos. Estaba solo, casi dormido, pero su mano, mojada, aún conservaba calor... Dudó unos instantes y, sin saber muy bien si se trataba sólo de un sueño, cogió de nuevo la pluma y comenzó a escribir.

Al cabo de un rato, intentando oir en su silencio palabras que no había escrito, se incorporó y leyó varias veces la página que estaba haciendo, pero no podía seguir escribiendo porque entre las líneas se adivinaba un poso de tristeza que comenzaba a invadirle por dentro...

Intentó descubrir el motivo, y se hizo preguntas que no tuvieron respuesta. Sólo tenía ganas de viajar, y tuvo la certeza de que algo había cambiado.

El fin de semana tocaba a su fin. Mañana no podría despertarse y pasear de nuevo por la orilla del mar.

Decidió pasar página y compartir su relato con alguien. Hablaba de un viaje recién iniciado sin rumbo fijo, de días intensos a pesar del cansancio.

Cerró su libreta y se alejó del viejo ciruelo mientras planeaba cuándo hacer las maletas para el próximo viaje.
08 marzo 2008

Luna

Paseaba bajo los árboles con la mirada perdida en el infinito mientras en su ipod sonaba una vieja canción.

Aquella mañana de domingo se había despertado temprano, a su pesar, como de costumbre y decidió hacer ejercicio bajo la lluvia mientras pedaleaba sin rumbo, perdido en recuerdos que le hacían sonreir.

Se detuvo al borde del camino y apoyó la bicicleta en el tocón de un viejo olmo seco. ¡Cuántas historias por contar! -pensó-, y cuantas personas habrán caminado en estos parajes... Por un momento se sintió insignificante ante lo que le rodeaba, pero esbozó una sonrisa y respiró hondo; le gustaba sentirse un granito de arena en aquella playa, una hoja más entre la espesura y el verdor de cuanto tenía a su lado.

Cerró los ojos y dejó que el sonido del viento jugara en sus oídos.Cuando los abrió, notó su ropa húmeda y decidió pedalear de nuevo rumbo a casa. Era demasiado temprano y le apetecía un café bien cargado; recordó que en uno de sus bolsillos guardaba un cuaderno y un lápiz y se concedió unos minutos más para desgranar sobre el papel alguno de los sueños que flotaban en su cabeza.

Comenzó e escribir. Entre líneas se adivinaba un aroma de mujer. No necesitaba pintarla ni inventarla, porque la soñaba tal cual y no quería cambiarla. Sus letras hablaban de viajes para los que no hacían falta brújulas ni mapas... aunque la magia de sus páginas envolvía en un cálido abrazo que invitaba a bucear en paisajes nunca vistos y colores imaginarios.

Recorrió con su relato un sueño del que ni siquiera había sido consciente, aunque sabía que ese sueño se había entretejido en su alma.

De repente, un rayo de sol le devolvió a la dimensión espacio-tiempo que parecía haberle abandonado. Releyó las últimas páginas de su cuaderno y se sorprendió ante lo que acababa de escribir: era un viaje en el que podías rozar las estrellas con la mano y ducharte con arena sobre la luna, caminando despacio entre nubes de palabras y de sentimientos.

Cerró su libreta y la guardó de nuevo en el bolsillo.

Regresó a casa, sin prisa, hizo café y se quedó dormido al arrullo de una bonita canción. Un cálido aroma lo envolvía todo. Despertó y encontró a su lado una mujer a la que no conocía. Sobre su rostro, polvos de arena de luna le hicieron comprender que no todo había sido un sueño.

Besos anónimos

Mojé mis labios
en el tintero de su corazón
y sus besos sabían a sal;
encadenado
en el delirio de la sinrazón
de amarle.

Cambié mis dedos por pluma
y recorrí su cuerpo con palabras
que sabían a sal y a deseo.

Le inventé en cada acento, en cada coma,
en cada silencio del papel no escrito,
y le amé como si fuera la primera vez,
la única vez.

Acaricié con letras su vida entera,
su cuerpo, sus palabras...
y le hice mío,
como la tinta que moja mi pluma.

Hastiada de amor y de deseo
me hundí en su mente y
buceé en el destino de sus besos,
perdida en su boca
como la palabra que espera ser dicha.

Naufragué en su sueño
para compartirme y le amé de nuevo,
con palabras, con letras, con espacios en blanco...

Desperté del sueño húmedo de tenerle
y le vi a mi lado,
susurrando palabras que esperan ser escritas
en un papel imaginario.

Nostalgia*

El traquetreo del tren mecía rítmicamente nuestros cuerpos, nuestros pensamientos. En silencio, con las cabezas apoyadas en la ventana, compartíamos nuestra pena con el amanecer de un paisaje que, distorsionado por la lluvia, nos perdía en el recuerdo.

Para aquel viaje no había billete, era un tren que partía, y eso fue suficiente; ignorábamos su destino.

Cada estación rompía nuestro ritmo y nos devolvía a un presente no asimilado.

Por nuestras cabezas volaron en mil secuencias los momentos vividos. Hubiéramos deseado detener el tiempo en ese instante, pero una mirada compartida bastó para comprender que no había marcha atrás. A veces el mundo de las sensaciones es mucho más fuerte que el de las palabras, pero por alguna razón, tal vez por miedo, no nos detenemos a escucharlas y conviven a nuestro lado ahogadas en cada sueño.

Nueve lunas juntos nos habían convertido en almas gemelas, y acompasamos nuestros latidos para sabernos juntos unos momentos más. ¡Cuánta magia se esconde en el silencio cuando se sabe escuchar!

De repente, algo llamó nuestra atención: el eco de unas voces desconocidas nos sumergió en un pánico que entumeció hasta el más pequeño de nuestros huecos. Al eco de voces siguió un jadeo, y luego otro, y otro, y otro más, mientras nuestro tren descarrilaba en un largo túnel a velocidad de vértigo.

Todo daba vueltas a nuestro alrededor y perdí en un segundo la noción del espacio y del tiempo; ocurrió tan aprisa que ni siquiera tuve tiempo de mirarte y sonreir... y el miedo se apoderó de mí cuando fui consciente de tu ausencia.

No había luz...tenía miedo. Nunca lo había sentido.

De pronto noté cómo mi cabeza se golpeaba contra algo, después los brazos, el pecho, e hice lo que pude, sin fuerzas ya, por salir de allí y liberarme de aquel amasijo que me oprimía el pecho por fuera y por dentro. No tardé mucho en lograrlo, pero mi corazón latía tan rápido que casi no podía respirar. La lluvia había cesado y rompí a llorar ante el desconsuelo de no tenerte más a mi lado, mientras era zarandeado, mojado, frotado y me sentí envuelto en ropas que ya no olían a ti, pero que evocaban un aroma, profundo y cálido que parecía recordar.

Su pecho me meció al calor de una lágrima cayendo sobre mi rostro y abrí los ojos.

Allí estabas tú de nuevo, y ante los dos, plenos de paz y calma, comprendí que ella nos había regalado el milagro de la vida.

No olvidaré nunca su aroma.

Sábanas frías

He soñado que era sirena y que nadaba cerca de ti. En mi sueño, vivías dentro de un faro y no podía rozarte porque las olas me golpeaban contra las rocas que señalaba tu mar. He gritado, en vano, y no has alcanzado a verme.

Al despertar, no estabas a mi lado. Desnuda y sola en la cama, busqué mi cuaderno sobre la mesita para esbozar con palabras un nuevo cuento con el que empezar el día.

Garabateo tu nombre sobre las hojas, pero no encuentro las palabras con las que llamarte.

Quiero volver a dormir, despertar sin la pesadilla de tu vacío y soñar que mi vida es como antes.
07 marzo 2008

Mal día

Hoy he estado en el Retiro. Llegué derrotada, me apretaban los zapatos y estaba harta de caminar. Lo que imaginé esta mañana como un bonito paseo para disfrutar de mi soledad rodeada de gente, mi pequeño homenaje, se había convertido en una necesidad absoluta de pararme y descansar, mirar al cielo de Madrid y buscarle parecidos a las nubes para no pensar en nada.

De repente, una mariposa se ha posado sobre mi pie descalzo. Me han dado envidia sus alas, su manera de jugar...y me he sorprendido como una adolescente, sentada sobre la hierba del parque, con una lágrima cayendo por mi mejilla.
06 marzo 2008

Espejos

Jimena siempre duda.

Sube al escenario cada día preguntándose quién es. No se reconoce, se busca, se imagina, se dibuja...Le gustaría ser tantas Jimenas que nunca se encuentra totalmente a gusto en una.

Hace listas, como si con ello agarrara más las cosas.

Se corta el pelo, lo deja crecer, lo tiñe, lo vuelve a cortar...y entre tacones, botas, minifaldas y vestidos largos, reinventa cada mañana su aspecto y se regala una sonrisa.

Vive con la sensación de ser parte de un borrador lleno de proyectos, tachones, letras y colores, siempre un borrador.

Pinta, escribe, estudia, trabaja, sueña, y llena páginas de un desordenado cuaderno en el que parece caber de todo, enmarañando ideas y días, momentos, islas.

Algunas cosas de su vida parecen llenarla entera. Las decisiones de las que nunca se ha arrepentido, la gente a la que quiere.

Recuerda los cursos de teatro, lo que aprendió y disfrutó en ellos. Echa de menos aquel barullo de psicología, interpretación, diálogos y manejo de recursos, cuando era capaz de proyectar hacia fuera sus sentimientos y ensayaba mímica frente a un espejo jugando a "poner caras", cuando hablar en voz alta frente a un grupo de personas se convertía en un reto que había que sacar adelante a pesar de los nervios, y cómo aprendió a convivir con sus problemas, encerrándolos en una caja imaginaria durante la noche para poder dormir.

Camina con paso decidido, como si conociera su destino, y esconde en sus pasos las chinas que guarda en los zapatos con cada problema. Por la noche, cuando se descalza, quiere dejarlos a un lado para poder soñar.

Pero se desvela, le duelen los pies de caminar con arena, está cansada, enciende la luz y garabatea en su libreta los proyectos del día siguiente.

Jimena se sigue buscando. No se rinde
05 marzo 2008

Sola


A mi padre le encantaban los aeropuertos.

Le recuerdo ahora, tan seguro entre la gente, cuando a mí me parecía un gigante, tan guapo, tan solo. Desde que murió mi madre, cuando yo aún era un bebé, intentó estar presente por partida doble, pero su agenda era demasiado apretada para hacerse cargo de una mocosa como yo y lo suplía a su modo con viajes por todo el mundo y escasas visitas, casi siempre en fechas señaladas, y muy breves, al colegio en el que me matriculó.

Cada septiembre, desde que era muy pequeña, me llevaba en su coche al aeropuerto de Barajas y recorríamos juntos la terminal hasta que embarcaba en el avión que me llevaría al de Shannon, en Irlanda, para llegar al internado en el que pasaba todo el invierno. Después, un par de veces al año venía a visitarme y viajábamos a conocer nuevos lugares. Recibí una educación exquisita, o al menos, eso me repetía, pero yo lo que quería era estar con él, como el resto de las niñas.
Me inventaba una familia a la que nunca conocí, contaba mentiras acerca de mi hogar, aprendí a manejar mis recursos y a no compartir mis sentimientos la soledad nunca dejó de doler.

Me acostumbré a las esperas, de Lyon-Saint Exupery a Ginebra, de allí a Estocolmo, Ámsterdam, Copenhague y tantos otors, siempre entretenida, porque él me enseñó a ocupar el tiempo con libros y lápices. Al principio, me los regalaba sólo con dibujos y se inventaba una historia para mí, y poco a poco fue comprando lecturas para mayores y cuadernos en los que me invitaba a escribir cualquier idea que se me pasara por la cabeza. Junto al gran ventanal que daba a las pistas, jugábamos a dibujar cosas y luego nos enseñábamos las páginas a ver qué había pintado el otro mientras el trasiego de aviones aterrizaban y despegaban.

Papá tenía las manos grandes y suaves, y de su pelo canoso caía un mechón sobre la frente que le hacía a mis ojos el hombre más atractivo del mundo. Soñaba que cuando me casara y formara una familia, sería con alguien que se pareciera a él. He perdido la cuenta de los libros manoseados y las páginas escritas a cuenta de los retrasos y los cambios de clima, la inseguridad y las amenazas, pero no me importaban si estaba cerca de él.

Fui creciendo y poco a poco mi padre fue dejando de venir. Yo no supe nada de su enfermedad hasta que me llamaron cuando ya era demasiado tarde.
Sus compañeros pilotos me invitaban a pasar a la cabina y bromeaban conmigo sobre lo que me gustaría hacer de mayor, pero yo no podía olvidarle, ni llegué a entender nunca sus silencios a pesar de que cada vez nos pareciéramos más.

Cuando terminé mis estudios y me instalé definitivamente en Madrid, una multinacional reclamó mis servicios y me ofreció un buen contrato a cambio de continuos viajes por todo el mundo. Me convertí en eso que se llama una alta ejecutiva, de aspecto impecable, con la maleta siempre preparada, sin obligaciones a mi cargo que no fueran de orden laboral. Fui perdiendo el contacto con los pocos amigos que había ido haciendo en el internado. Unos se casaron, otros volvieron con sus familias, algunos se instalaron allí y yo me alegraba de no necesitar a nadie, o eso creía. No me importaba viajar, porque en los aeropuertos me sentía más a gusto que en el salón de mi casa.

Esta mañana, cuando anunciaron en los paneles informativos el retraso de mi vuelo, saqué un viejo cuaderno para empezar a escribir, y justo cuando iba a hacerlo, se me acercó una pequeña con el pelo revuelto y me preguntó si se podía sentar a mi lado.
- Claro, le dije.
- me enseñas lo que estás haciendo?
Yo traté de explicarle que me gustaba escribir las cosas que me pasaban para no aburrirme mientras esperábamos nuestro avión, o que pintaba paisajes que había visto para que no se me olvidaran.
- Siempre te pasan cosas bonitas para contar? Puedo hacerlo yo? Volvió a preguntar.
- Claro, tú toma esta hoja y haz un dibujo para mí, y yo escribiré algo para ti y luego nos lo cambiamos, vale?
La pequeña asintió con la cabeza. Cuando le di su papel, se arrodilló en el suelo utilizando la silla como si fuera una mesa y comenzó a dibujar: primero una casa, luego unos niños, sus hermanos, sus padres, flores, un arco iris…

Mi hoja continuaba en blanco. Garabateé el boceto de la sala de espera del aeropuerto, y al fondo, ella y yo pintando sobre las sillas, pero no me gustó. No sabía qué regalarle a aquella niña.

Eché un vistazo a las últimas páginas de mi cuaderno: aeropuertos, salas de espera, maletas, rostros anónimos desdibujados en lugares fríos.

Una azafata nos indicó amablemente que ya podíamos embarcar.

Cambiamos las hojas y nos despedimos al entrar en el avión mientras yo trataba de recordar cuándo había sido la última vez que había hecho un retrato, o dibujado un paisaje, una montaña o algo que mereciera la pena conservar, pero desde que mi padre se fue, sólo pinté espacios, gente sin destino, ni siquiera un dibujo de mi casa, del gato que nunca tuve, y siempre me prometió, nada. Ya no era divertido dibujarle y exagerar su mechón y sus facciones, así que no había vuelto a hacerlo. Fui arrugando hojas con rabia y traté de inventar un relato, algo que recordara de mi padre, pero mi papel seguía en blanco. Me acordaba del calor de su mano cuando recorriámos otros aeropuertos, y del dolor que sentía en el pecho cada vez que se alejaba, aunque nunca se lo dije. Ya no lograba recordar con exactitud los rasgos de su cara y ni siquiera me había dado cuenta de eso.

Sí era capaz de memorizar al detalle las caras de todos los empleados de la oficina, los últimos informes fiscales, los datos de las empresas a las que iba a visita.

Por primera vez fui incapaz de poner una sola palabra sobre el folio blanco, rodeada de gente, me encontré fuera de sitio. Miré hacia los asientos de atrás y vi a la pequeña que me había hecho el dibujo, entre sus padres, dormida, sonriendo, y me sentí sola.
02 marzo 2008

i don´t like mondays

No me gusta que me mires, que te creas con derecho a observarme sólo porque la casualidad nos haya hecho compartir este vagón de metro. No voy a dejar de leer por más que te acerques y sonrías. Me da igual que ocupes el asiento de al lado, que te cambies hasta conseguirlo y que busques mi escote por detrás del libro que leo. No me gusta que susurres cosas que pondrían colorada a tu hija, es más: me da igual si la tienes o no.

Este es mi espacio, por pequeño que parezca, mi rato, mi mundo durante algo más de media hora, y tú no puedes invadirlo ni yo voy a dejar que lo compartas.

No voy a perder el tiempo en contestar a tus provocaciones ni te voy a dar la oportunidad de te crezcas.

Madrid no es tu jaula. No somos el ratón y el gato
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats