30 mayo 2010

Sin anclas



Si tratara de hablarte mirándote a los ojos, terminaría llorando como una tonta y me convencerías para quedarme.

Desde el borde de la cama, y mirando mis nuevas zapatillas de deporte, sé que tengo que hacer las cosas así.

Nunca tuve unas, pero ayer, cuando volvía a casa, las vi en un escaparate y sentí el impulso de entrar a por ellas.

Es la primera vez que actúo así, sin razones. Bueno, ya me conoces, prefiero tener todo controlado y en orden para sentir que el mundo no se tambalea, que está bien.

De chiquitina me negaba a levantarme de la cama, porque me daba miedo que mis pies enfermos se doblaran hacia adentro y cayera al suelo. Eso no te lo dije. Mi padre me convencía agarrándome bajo los brazos y luego me soltaba poco a poco sin alejarse.
Ahora sé que con tacones también se puede correr. Y preparar los desayunos, hacer la compra o barrer el salón antes de ir a trabajar, pero no es suficiente.

Me he fijado en cómo te gusta el repiqueteo que hacen sobre el parqué. Y te he visto en el balcón, fumando un cigarro y observándome por las mañanas cuando me alejo por la cuesta de al lado de casa.

Cuando éramos adolescentes, también te miraba de reojo tratando de disimular. Cazabas ranas con tus amigos para meterlas en botes, ¿te acuerdas? No me importaba la competición de saltos, pero sí el quedarme en la orilla mientras las otras chicas os salpicaban y volvíais todos empapados a casa. Odié las botas ortopédicas que me impedían hacerlo, esas que a todos os hacían reír. Por eso, cuando al cumplir los diecisiete me invitaste a los billares y me regalaste unos zapatos de tacón, supe que sería tu chica.

Pasé semanas ensayando por el salón de casa para no tropezar y cuando lo conseguí, guardé las botas en una caja y la metí debajo de la cama para siempre. Tampoco eso te lo dije nunca. De vez en cuando las saco y las miro, ¿sabes? Nunca me gustaron, pero sujetaban bien mis pies frágiles haciendo que el suelo no pareciera que se iba a abrir.

Todo fue rodado. Casi sin darme cuenta, vestía de blanco y añadía zapatos cada vez más altos a mi colección, los de cada cumpleaños.

Algunas mañanas sigo echando de menos los brazos de papá.

Cuando llegas a casa y me dices que me quieres, me dejo hacer, ausente, pero el suelo se tambalea como cuando era niña. Y cuando me das un azote en el culo recordándome que te pertenezco, siento que no soy tuya ni de nadie. Luego, mientras te fumas un cigarro, me hago la dormida para que no me preguntes en qué pienso.

Ayer, de camino al trabajo, me crucé por el parque con una pareja haciendo footing. Al despedirse, él arrancó una margarita de un parterre y se la puso en el pelo antes de decir adiós. Me quedé mirándolos mientras se alejaban y llevo dándole vueltas desde entonces. Creo que por eso entré en la tienda.

Quería crecer para tirar mis botas y andar sola, nada más, pero encima de los tacones me siento igual de chiquitina.

Necesito sentir el aire en la cara, abrocharme fuerte los cordones y pasar junto a los parterres repletos de flores.

Me llevo la caja con las botas. No creo que lo entiendas, tal vez es solo un impulso, o puede que necesite recordar dónde está mi suelo. Sin anclas.
04 mayo 2010

En la cuerda floja


Subir una cuerda no es importante.


Lo supe con quince años. Entonces tenía unos cuantos kilos de más y un solo amigo: mi vecino Eladio.


Mis compañeros de clase, encabezados por el fortachón de Gabriel, se reían de mí y se daban codazos en clase de gimnasia cuando nos mandaban saltar el potro o subir la cuerda porque creían que no sería capaz. No lo era, claro, yo solo era el gordo, así que terminaban riéndose todos, incluído el profesor.


Yo me miraba al espejo de reojo y disculpaba las risas, porque ni mi camiseta marcaba musculitos, ni mi aspecto con pantalones de chándal ajustados era precisamente el de un atleta. No me parecía a los chicos de clase por los que ellas suspiraban y menos aún a Gabriel.


Además, con los nervios, me rugían las tripas como al gato de la vecina. Lo llamábamos Azrael y nos comíamos las galletas en forma de corazón que Doña Benita le colocaba en su bol amarillo. A veces, Eladio me ayudaba a vengarme a mi manera, y se las dejábamos a las chicas de clase en sus pupitres con notas románticas. Ellas suspiraban imaginando a su amigo anónimo y mordisqueaban los corazones mientras Eladio y yo nos reíamos a escondidas y Azrael maullaba por los rincones.


Si no hubiera sido por mi amigo, creo que me hubiera escapado del colegio y no hubiera vuelto más.


–Vamos, no les hagas caso, dentro de unos años seguro que son más feos y más calvos que nosotros –me decía-.


Al contrario que yo, Eladio pasaba desapercibido y le dejaban en paz a cambio de que les hiciera los trabajos a Gabriel y sus amigos de vez en cuando.


Simulé enfermedades inventadas para dejar de ir a clase, incluso mastiqué tizas en casa que me hicieron vomitar, pero las excusas no me sirvieron de mucho y mientras mi padre me obligaba a acudir al colegio, el profesor fue tajante: si no subía la mitad de la cuerda, no aprobaría la asignatura por más que aquello estropeara mi expediente académico. Como si fuera lo más importante en mi vida –me dijo-.


Decidí hacer caso a mi padre y a Eladio, claro. Pero a mi manera. Solo para ver la cara de Gabriel cuando le callara la boca. Cuando todos dormían, coloqué una soga en el garaje, me subí a una silla e intenté mantenerme colgado para que mis manos se fueran acostumbrando. Me resbalaba nada más agarrarla y se me hacían ampollas rojas en las palmas. Si no la hubiera enganchado a una tubería, papá no se hubiera despertado ni me habría obligado a contarle lo que pasaba, pero es que por aquel entonces yo no me consideraba precisamente un chico con suerte.


A partir de aquella noche, empezamos un plan de entrenamiento que seguíamos toda la familia a rajatabla, acompañado de una alimentación sana por la que mis hermanos llegaron a odiarme. Cambiamos las hamburguesas y los huevos fritos por pescados a la plancha y verduras. Me amenazaron con tirarme tomates en la exhibición de fin de curso si no lo conseguía y aunque sabía que no serían capaces, comía a toda velocidad para levantarme cuanto antes de la mesa. Eladio me traía galletas y yo me las comía a escondidas antes de entrar en clase.


Subir una cuerda no es importante pero yo era terco y tenía que acabar con las risas de Gabriel para siempre. Madrugaba para ensayar trucos en el parque. Mi padre aseguraba la soga a la barra de unos columpios y yo me esforzaba en vano por mantener la postura alejado de miradas curiosas.


Cuando me dijo que enroscara la cuerda a uno de los tobillos, terminé con el culo en el suelo y la pierna atada en alto. Cualquiera se hubiera reído, pero en vez de eso, mi padre me recordó la cara que pondría el matón de Gabriel cuando me viera subir la cuerda. Luego me hizo probar lo mismo en mi muñeca, pero entonces no lograba mover el brazo, y así un día y otro, empeñados en conseguir un reto estúpido y agotador. Eladio se llevaba un libro y nos miraba de reojo. Creo que pensaba que no lo conseguiría, pero no se atrevía a decírmelo.


La noche del 17 apenas dormí. Ya era capaz de llegar hasta la mitad, incluso un día toqué la campanilla que mi padre colocó en la barra del columpio, pero no quería enfrentarme a un gimnasio lleno de gente. Tuve pesadillas. Me imaginé llegando tarde al examen, y a toda la clase riéndose de mí mientras resbalaba por la cuerda con las manos ensangrentadas. Luego, entrando en el gimnasio con Eladio con un murmullo de fondo. Colocado al lado de la soga, me secaba el sudor de las manos en la delantera de la camiseta. Gabriel hizo una broma diciendo que me estaba sobando la tableta de chocolate y otro le respondió que el pan con chocolate más que la tableta. Fingí no escucharlos. Mi padre esperaba fuera. Levantaba el pulgar en señal de victoria. Yo me untaba las manos con magnesio y el polvo blanco se pegaba a mis pantalones azules. Di un salto pequeño y agarré la cuerda con las manos y con los pies cruzados. La enrosqué a mi muñeca derecha y respiré hondo contando hasta tres. Cuando conseguí llegar a la mitad, Eladio empezó a dar palmas mientras los demás me abucheaban. Estaba sudando y tenía las sábanas hechas un nudo entre las piernas. Fui al baño y me miré en el espejo: seguía siendo el mismo gordito de principio de curso y todos se reirían de mí. Luego volví a la cama y me intenté dormir. Cada vez me parecía más estúpida la idea de la cuerdecita y el jugarme el curso a aquel ejercicio. No quería demostrarles nada, estaba cansado de tanta broma.


Cuando sonó el despertador apenas podía mover los párpados. Me fui directo a la ducha y metí en la mochila la ropa de deporte. Luego salí de casa mordisqueando una manzana y sin hacer ruido para evitar buenos deseos de última hora. Al pasar por la casa de Doña Benita, abrí una lata de atún y la eché en el bol amarillo de Azrael para hacer las paces con él. Seguí caminando hacia el colegio sin dejar de pensar en mi pesadilla.


Cuando estaba llegando a la tapia del colegio, escuché la voz de Eladio pidiendo auxilio.


–¡Bajadme de aquí, por favor!, vamos, ya está bien de bromas.


Eché a correr y tiré la manzana contra el suelo lleno de rabia.


–¿Eladio? ¿Cómo has llegado hasta ahí?


En la parte de arriba del muro, Eladio estaba sentado con las manos atadas. A su lado, una soga colgaba hasta pocos metros del suelo. Me quité la mochila y agarré la cuerda de un salto. Luego subí deprisa mientras trataba de tranquilizarle como él hacía siempre conmigo. Al llegar arriba, me senté como pude y empecé a desatarlo. Se empezaron a escuchar palmas desde el otro lado de la tapia. Miré. Era papá, estaba con el profesor de gimnasia.


Insulté a Eladio, pero en vez de enfadarse, me dio un abrazo.


–Muy bien, listillos, ahora…¿alguien me puede ayudar a bajarme de aquí?

Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats