20 julio 2009

Deformando realidades


Me miré en el espejo y me gusté.

Por primera vez en meses, o en años, la imagen que me devolvía me hacía sonreír.

Dejar de comer tiene sus riesgos, lo sé, pero a mis ojos, yo estaba deformada. Sentirme fea era algo que me hacía estar mal en todo lo demás, así que decidí ponerle remedio y parecía estar funcionando.

Lo primero que hice fue conseguir información. Era igual de meticulosa y perfeccionista con todo. Por suerte, o ahora no sé si por desgracia, Internet estaba abarrotado de noticias sobre el tema, desde foros a trucos, pasando por fotografías y hasta historias personales contadas a modo de relato. Descubrí que no solo no era la única que me encontraba mal cada vez que me miraba en el espejo, sino que a mi alrededor se escondía un mundo lleno de personas como yo, incomprendidas en su entorno pero con las mismas preocupaciones y motivaciones para modificar algo por lo que no se sentían atraídas.

Empecé a cambiar las salidas con la pandilla por horas delante del ordenador. Ni siquiera le cogía el teléfono a Juan, mi amigo de siempre, porque desde que se enrolló con una de mis amigas, ya no parecía el mismo. Si alguien entraba en mi habitación, minimizaba la pantalla y aparecía el último libro de Kika superbruja o de Fayri Oack, pero aun así, mis padres comenzaron a preocuparse y hasta me echaron en cara que hubiera pasado de no leer nada a devorar cualquier libro que cayera en mis manos.

De verdad, qué difícil se me hacía entenderles. Mis notas eran muy buenas, pero siempre me habían insistido en que tenía que leer más y ahora que lo hacía, o que ellos lo creían, preferían que saliera a la calle con mis amigos o que quedara con Juan, el caso era llevarme la contraria, como en casi todo.

Las comidas de mamá empezaron a desagradarme y luego a darme asco. Casi todas estaban fritas, con mucha sal o repletas de grasa. Cualquier madre debería hacer un cursillo para saber dónde terminan acumuladas todas esas grasas y seguro que cambiaban la forma de cocinar. Pero no, ella, no solo quería que castigara mi cuerpo con toda aquella porquería, sino que además traía zumos y refrescos para acompañarlas, como si no fuera bastante. Y todo con la excusa de abrirme el apetito, cuando llevaba dos veranos diciéndome que estaría más elegante en bañador que con aquellos bikinis que se empeñaba en regalarme mi abuela.

Cuando alguien te habla de lo elegante que es un bañador, malo.
O estás bien o no lo estás, es así de fácil, y yo no lo estaba.

La báscula se convirtió en mi mejor aliada. Ella no iba a engañarme como intentaban los demás cuando empezaron a ponerse tan pesados. Hasta mis amigas dejaron de serlo porque no teníamos nada en común y yo no me había dado cuenta hasta entonces. ¿Para qué hablar de si uno le iba a pedir salir a no sé quién o de si otra se había enrollado con quien sea? El caso es que nadie se iba a fijar en mí para invitarme a los billares o al cine.

Mi hermano Raúl parecía el único que me entendía.
–Dejad a la tata, joer, ella sabrá lo que quiere, y si ahora se lleva tener un cuerpo danone, pues ya se le pasará, no sabéis cuánto pibón hay por ahí fuera –decía-. Y seguía en el sofá con su pesepé y las carreras de motos como si la cosa no fuera con él. Luego venía a la habitación para asegurarse de que todo iba bien y se alejaba ofreciéndome su apoyo con el resto a cambio de que le presentara a alguna de mis amigas.

Eso es lo que yo quería, que no me dieran la lata y me dejaran en paz, qué sabrían ellos de lo que yo sentía, si nunca se habían preocupado por eso. Ni siquiera Raúl, que se conformaba con sus motos, sus juegos y tirarle los tejos a todo lo que se movía. También él comía como un cerdo cuando se sentaba a la mesa. Yo me enfadaba viéndole devorar así, pero mi abuela le agarraba del carrillo y eso sí que me ponía enferma, como si la salud estuviera enganchada en los papos de cualquier idiota que no supiera comer. No tenían ni idea.

Mamá y la abuela siempre estuvieron delgadas. En todas sus fotos lucían cinturitas de avispa y sonrisa autosuficiente, porque ellas no sabían lo que significa estar como yo. Estaba claro que los genes me habían gastado una mala jugada y yo tenía que arreglarlo.

Lo peor era el frío. Comencé a tenerlo a todas horas. Para entrar en calor, ordenaba la habitación, jugaba al tenis o salía a correr por el barrio después de cenar, pero ni con eso conseguía que se me pasara.

Una amiga a la que conocí en un Chat, me habló entonces de los vómitos. Ella comía todo lo que le apetecía y luego utilizaba los dedos para quitarse las odiosas calorías de la manera más cómoda, pero aunque lo intenté un par de veces, el estómago me dolía después como si le hubiera metido un saco de piedras y descarté el método tras varias intentonas.

Mamá se presentó un día en mi cuarto con una amiga suya. Yo no la había visto nunca, pero me cayó mal nada más conocerla porque intentaba hacerse mi amiga con una sonrisa que le ocupaba toda la cara y un odioso empeño en preguntarme por todas mis cosas. A veces los adultos nos tratan como si fuéramos gilipollas, sobre todo cuando intentan seguir nuestro rollo sin que nos demos cuenta y eso es precisamente lo que hacía esta nueva amiga de sonrisa permanente.

Cuando se fue, mamá me contó que su amiga era psicóloga y que estaba especializada en trastornos adolescentes y en la unidad de anorexia infantil de uno de los mejores hospitales de Madrid. Me enfadé mucho y le grité, porque sabía que detrás de aquello se escondía alguna de sus artimañas para llevarme a su terreno, como siempre. No solo no me entendía, sino que se permitía tratarme como a una loca, era increíble.

En aquel momento hubiera cogido mis cosas en un bolso de deporte y me hubiera largado, pero me di cuenta que casi no tenía fuerzas para bajar mi maleta del armario.

Una semana después estaba ingresada y prácticamente aislada del mundo. Ellos decían que por mi bien, por lo visto me desmayé y el vecino, que es médico, llamó a una ambulancia para que me llevaran a toda prisa. Después mamá debió leer mis correos y me dejaron sin Internet una buena temporada. Se acabaron las apuestas con nombres de chica para ver quién perdía kilos más rápido y se acabó todo lo demás. Mis padres y los médicos, que creían de pronto saberlo todo sobre mí, comenzaron a hablarme de la muerte, de la vida y de lo importante que era para ellos que yo estuviera bien. Me obligaban a comer con una enfermera delante y no me dejaban sola ni siquiera para ir al servicio. Entonces empecé a echar de menos a mis amigas de antes, las largas conversaciones al teléfono para saber quién se había liado con quién y hasta a mi hermano Raúl, por mucho que le gustaran las carreras.

Cuando volví a casa, mis padres compraron platos con dibujos para que los descubriera después de cada comida, como una niña. Se sentaban a comer conmigo y me hablaban de la pandilla. Tardé meses en volver a mirarme al espejo.

Juan me llamó una mañana para quedar conmigo. Había pasado mucho tiempo y yo no sabía qué decirle, pero tenía ganas de volver a verle, nunca habíamos estado tantos meses sin hablar. Dijo que me echaba de menos y que no salía con nadie…de momento. Yo sonreí como una boba al otro lado del auricular y le pedí que me llevara al cine.

Cuando mamá entró en la habitación, con una bolsa de Zara, me la dio sin decir nada, pero sonrió y supe que sigo siendo muy importante para ella, hacía mucho que no la veía así.

Me vestí deprisa y enrollé el pelo con un bolígrafo. Después, me miré en el espejo y me gusté. No estaba deformada, era un principio…
15 julio 2009

Estornudos



Lo peor que te puede ocurrir siendo como yo es que te dé alergia el polvo.

Desde que llegué a esta casa, Marta me limpia con un trapito suave y no he vuelto a estornudar.

Antes, en almacenes enormes o en cajas, no dejaba de hacerlo y cuando alguien me agarraba, abría la mano rápidamente con un gesto de asco al notar lo húmeda que estaba. Incluso una vez, un niño se empeñó en llevarme con él porque le dijo a sus padres que me había oído un “atchís” y aquello debió hacerle mucha gracia. Por suerte para mí, sus padres no le creyeron y lograron convencerle para cambiarme por un cojín con forma de dinosaurio, que era mucho más decorativo. Dieron por zanjado el tema con un guiño de ojo y un codazo. Yo me quedé tranquila, porque estaba segura de que el niño hubiera tratado de desmontarme para encontrar algún mecanismo oculto y luego me olvidaría hecha trozos en cualquier rincón o en la basura.

Con Marta es distinto, o lo era hasta hace unos días.

Creo que me estoy enamorando.

Me gusta que tape mis hombros con encajes delicados y que pase la mano por encima rozándome con la yema de los dedos. Huele a colonia infantil. Cuando abre la puerta del armario por las mañanas, todas nos quedamos muy quietas esperando que nos escoja y algunas incluso dan codazos e intentan moverse para que las vea mejor. Marta pasa la vista de un lado al otro, sonríe y elige el color con el que vestirse. Lo hace delante del espejo, despacio, mientras tararea alguna canción. Luego vuelve a colocarnos en la barra y va sacando complementos de un cajón hasta que se da el visto bueno y sale del cuarto.

Juan, mucho más perezoso, observa desde la cama y luego corre a la ducha y a la puerta de su armario, tira sin mirar de una de las camisas que guarda perfectamente alineadas y se va de casa mordisqueando una galleta y abrochándose los botones.

Una mañana, hace poco, Marta abrió el armario en silencio y cogió uno de sus vestidos al azar. Todas nos quedamos calladas, pero cuando cerró de nuevo, empezaron los chismes y comidillas, que si la he visto llorar, que si la culpa es de Juan, que si está triste…y esperamos a ver qué ocurría al día siguiente. Repitió el mismo gesto. Desde aquí dentro no podemos escuchar gran cosa, pero tampoco se oye el tarareo de ninguna canción y eso, en boca de las más mayores, no es buena señal.

Pues no, no lo era.

Hoy, con las dos puertas abiertas y una maleta sobre la cama, Marta ha ido cogiendo sus cosas y doblándolas deprisa. Juan no estaba.

Desnudas sobre la barra, nos hemos mirado y al cerrar el armario, nuestras voces han sonado con eco contra las paredes de este espacio vacío.

Necesito salir. Hace poco que se ha ido, pero echo de menos a Marta, sus encajes, su sonrisa y el olor a colonia infantil.

Hemos oído barullo, la puerta de la calle, gente entrando y saliendo y alguien que decía de cubrir todo con plásticos. Suenan golpes, como si estuvieran tirando la cocina. Huele a yeso y a pintura.

Es verano y hace calor, pero mis hombros están fríos y no creo que Juan me limpie con un trapito suave.

Tal vez Marta vuelva pronto, antes de que empiece a estornudar de nuevo.

06 julio 2009

Llorando a lágrima viva

(esto también es un ejercicio de clase. Desbloqueos... Sentados en el césped, disponíamos de 20 minutos para crear una historia a partir de una "frase hecha", en este caso, llorar a lágrima viva...y conseguimos hacer reír a alguna musa)


Cada vez que Elena cogía un berrinche, lloraba de un modo que yo no había visto en mi vida.


Sus padres, preocupados, la llevaron a varios médicos para conseguir una solución.


Al principio, ningún especialista creía lo que le contaban, ni psicólogos, ni médicos, ni siquiera una pitonisa a la que le consultaron, pero entonces sus padres buscaban la manera de que Elena se enfadara, le llevaban la contraria o le recordaban un cuento muy triste y ella, con pucheros, bajaba la cabeza y los ojos se le ponían borrosos. Las gotas saladas que salían comenzaban a dar saltos por la habitación gritando como plañideras. Elena, asustada, lloraba más y más y la habitación se iba llenando de lágrimas saltarinas que buscaban un sitio donde esconderse para no terminar en un tubo de ensayo o en la probeta de un microscopio.


Un día, Elena y sus padres fueron al circo. Tenían que conseguir que dejara de llorar y aquello les pareció muy buena idea. Todos los niños comenzaron a aplaudir cuando los payasos salieron a la pista. Uno de ellos, con grandes zapatones y la nariz colorada, tropezó con un patinete y cayó al suelo haciendo mucho ruido. Los niños se rieron cuando dio con la nariz en el suelo, pero Elena, viendo que al payaso le salían grandes chorros de agua junto a los ojos, se puso muy triste y comenzó a hacer pucheros. Antes de que sus padres pudieran evitarlo, las lágrimas más traviesas se fueron colando en los ojos de todos los niños, que cambiaron las risas por picores y perretas. En un momento, todo el público estaba llorando y la pista se llenaba de agua con la que los payasos resbalaban una y otra vez. Los trapecistas salieron a ver qué pasaba, pero también cayeron de culo en la lona y empezaron a llorar. Todos se miraban sin saber qué hacer.


El payaso más mayor se acercó a Elena y le susurró algo al oído. Luego le dio la mano y la acompañó a la pista, dejó que se subiera a su patinete y le enseñó el truco que hacía que de sus ojos salieran fuertes chorros de agua hacia los lados.


Elena sonrió un poco y se secó los ojos con un enorme pañuelo que el payaso sacó de su bolsillo.


Las lágrimas de todos los niños corrieron también hacia el pañuelo y se escondieron en el chaleco del payaso junto a una flor muy grande que estaba llena de agua.


Cuando Elena empezó a reírse, los otros niños lo hicieron también y al terminar la función, todos aplaudieron muy fuerte.


Elena recorrió con sus padres y con el payaso de los zapatones todas las casetas del circo, aunque primero se puso unas chanclas amarillas para no tropezar y se quitó la flor de la solapa por si mojaba a alguien sin querer.


Le enseñó trucos a la niña, le presentó a los animales y al domador y hasta la invitó a un helado. Elena volvió a casa muy contenta. Por la noche, antes de irse a dormir, pensó en todo lo que había pasado ese día y al acordarse de cómo se cayó su amigo el payaso, se puso a hacer pucheros. Sus padres se miraron y no dijeron nada. Pensaban que Elena se echaría de nuevo a llorar, pero ella se acordó de lo que le dijo su amigo al oído , sacó una nariz roja del bolsillo y al ponérsela y mirarse en el espejo, cambió los pucheros por una sonrisa, dio las buenas noches y se fue a la cama muy contenta para soñar qué sería cuando se hiciera mayor.


Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats