29 abril 2008

Mentiras

Hoy, durante la comida, hablábamos de las mentiras.

Por algún extraño alineamiento de los planetas, nos tocó debatir sobre una sola cosa, cuando lo normal en mi familia es que predominen los “diálogos de besugos” en los que cada uno intenta compartir lo que le interesa sin escuchar al que tiene a su lado.

Creo que es una cuestión de tiempo. Nos juntamos apenas media hora y queremos aprovechar ese rato para contar a los demás las cosas que nos han pasado. Eso, multiplicado por todos los que somos, hace una mezcla divertida y extraña.

Opiniones encontradas sobre las ventajas y los incovenientes de no decir la verdad, terminaron entre risas con quien se definía profesional de los embustes, frente a los que mantenían que era algo genético e inevitable y los que rechazaban de plano utilizarlas.

Me levanté de la mesa pensando en las veces que hemos hecho daño o nos lo han hecho por ellas. Y sin tomar partido por nadie, llegué a la conclusión de que cuando existen, lo mejor es que no seamos conscientes de ello.
20 abril 2008

Hada



Me gusta la mirada de los niños.

El otro día, en el parque, se me acercó uno para acariciar a mi perro. De repente, se quedó muy serio mirándome: -Oye, ¿y tú por qué llevas el pelo "amorado"?, me dijo.

- Pues porque me gusta, y porque soy un hada.


- ¡Ya!...un hada... y se dio media vuelta alejándose de nuevo hacia los columpios.



Cuando bajaba por el tobogán, me llamó y vino de nuevo corriendo.

- ¿Un hada buena, de las que hace magia para los niños?

- Sí, de ésas.

- ¿Y todas las hadas tienen el pelo "amorado"?
- No, todas no, sólo algunas.
- ¿Qué más cosas tienen las hadas?
- Pues tienen más agujeros en las orejas, un tatuaje escondido, sonrisa de niña y una varita escondida para ayudarles a hacer magia.

- Ya...

Se quedó mirando mi oreja y se marchó de nuevo, con cara de pocos amigos.
Yo seguí paseando con mi perro. Observaba con el rabillo del ojo cómo el niño me seguía a cierta distancia.

Me senté en un banco, saqué un cuaderno del bolso y me puse a escribir. El niño se paró, mirando hacia el suelo y se fue acercando poco a poco. Al fin, se sentó en la otra esquina y masculló entre dientes - ¿Yo puedo tener un hada?
- Claro, si crees en ella, seguro.
- ¿Y qué tengo que hacer para creer?
- Pues tienes que cerrar los ojos y desear con todas tus fuerzas tener una. Entonces, si lo deseas mucho, vendrá a visitarte, te dará un beso en los labios, te guiñará un ojo, y cuidará de tí.

- ¿Sólo con eso? ¡bah! seguro que a mí no quiere cuidarme. El año pasado deseé mucho mucho una cosa y no se cumplió.
El cielo estaba oscuro y comenzaron a caer gotas gordas, como de tormenta. Le di un beso en la mejilla antes de volver hacia casa. Él se quedó sentado, en silencio, mientras los niños y los padres que aún quedaban en el parque corrían en todas direcciones para no mojarse.

19 abril 2008

Natura 2008




Este fin de semana se celebra en Madrid la Edición Primavera de la feria Natura 2008, sobre minerales, insectos, fósiles y conchas.

Como siempre, desde hace no recuerdo ya cuantos años, el Hotel Convención, además de acoger este evento, me sirve de cita obligada para saludar a amigos y repartir abrazos.

La Feria sorprende por muchas cosas, en primer lugar, por el hecho de encontrarse aún con familias enteras que comparten el gusto por la naturaleza, con padres que emplean su rato de ocio del fin de semana para enseñar a sus hijos un mundo que normalmente sólo se ve en los libros, y con marujas (sin ánimo de ofender) que nos acercamos a por el modelito de bisutería más original con el que sorprender a propios y extraños. Pero también choca el que lejos de pesepés, botellones, ipods y otros avances tecnológicos, gente de todas las edades se interese por un tema como éste. Es reconfortante entrar en el sótano de este hotel y reconocer la mirada de cansancio de los expositores y el brillo de quien aún se apasiona por compartir sus conocimientos y su experiencia. En mi caso, además, es volver a los 20 años, a los viajes compartidos en busca de fósiles, a los recuerdos, al calor de amigos que sabes que siempre están ahí, independientemente de la aficción que compartas con ellos.

Una de las costumbres “sanas” que hemos adquirido a lo largo de estos años, es la de quedar a comer cerca del hotel. Para ponernos al día de nuestras vidas. Lo hacemos en un sitio de barrio, de los de toda la vida, esos bares familiares con menú del día, en los que pareces conocer las caras y te sientas como si lo hicieras en la mesa camilla de tu abuela. Con olor a grasa, eso sí, un olor que se agarra al pelo y a la ropa durante horas.

Hoy era el día.

No contaba yo con la llamada de ayer de mi amiga para disculparse por romper esa costumbre.

Ayer fue difícil para mí. Problemas laborales serios mantenían mi neurona como una olla exprés. Por la tarde, me enfrenté a gritos con un grupo de 50 adolescentes para evitar que llegara a más una disputa con unos comerciantes chinos. Una de esas situaciones en las que te sale del corazón (no de la cabeza) intervenir y no mides las consecuencias. Después, pasé media hora angustiosa buscando a mi pequeño, que, sin avisarme, se había marchado a otro parque con un amigo. Cosas del día a día, supongo.

Cuando volví a casa y me enredé con el ordenador y las letras, me temblaban aún las manos del susto.

Entonces sonó mi móvil, y me desahogué a gusto con mi amiga desgranando detalles de mi problema en el trabajo. Cuando terminé de hablar y ella ya me había consolado suficiente, yo dudaba de que mi ánimo me dejara acudir a nuestra cita. Entonces me contó que su cuñado acababa de morir. Inmediatamente guardé silencio y pensé en los míos, en nuestras vidas, en lo frágil e injusto que parece todo a veces.

En ningún momento me interrumpió, ni minimizó mis agobios, ni me hizo pensar que tenía ganas de contarme algo, simplemente esperó, me abrazó a su manera, con palabras, y compartió su dolor conmigo, serena, tranquila.

No supe qué decir. Imagino que alguna cosa sin mucho sentido.

Me fui a la cama con una sensación rara, no sé si por el día, por la lluvia, por mis amigos o por mi.
Pasaron a un segundo plano las letras, los blogs, las sorpresas rotas o las ganas de compartir un rato de charla.

Tardé mucho en conciliar el sueño, a pesar de lo cansada que estaba. Últimamente me pasa demasiado a menudo. Pensaba en mis amigos, en el valor que le doy a sentirlos cerca, a pesar del tiempo, de las circunstancias, de la vida. Me acurruqué a mi almohada con la sensación de que todo pasa muy deprisa, de que apenas nos da tiempo a rozar las cosas que queremos.

Me dormí al final mientras recordaba un viaje de hace muchos años. Fue a Albarracín, en busca de fósiles. Con canciones de mocos, de tallarines y de champiñones, con la sonrisa de una niña y los abrazos con los que durante todo este tiempo he tenido el placer de contar.

Ahora es el momento de devolverles esa sonrisa, de decirles que les quiero sin necesidad de palabras, de recordarles dónde estoy y de posponer una cita con olor a grasa que estoy segura de que seguirá ahí durante mucho más tiempo.
P.D. Aunque nunca tengamos un funeral tan bonito y tan cálido como el que acabamos de compartir. Ni alguien que nos recuerde con las palabras que hoy se han pronunciado desde el corazón roto de un huérfano.
17 abril 2008

Frigopoesía




510 palabras nos parecieron entonces suficientes.

Jugábamos a sorprendernos con mensajes que nos hicieran sonreir: caliente, mimos, dulce, besos, contigo, café, alma, perezoso, agua, amigo, caricias, silencio, adiós...y así, hasta llenar la nevera.

Era divertido madrugar para ser la primera en formar un puzle imaginando tu cara. O llegar a casa y entrar directamente en la cocina para leerte.

Después, otros amigos se sumaron a la idea y se hicieron con sus propias colecciones para trastear con palabras.

Algunas amarilleaban ya, otras se despegaban y el gato jugaba con ellas al caer al suelo.

Esta mañana, perezosa, me he dado la vuelta en la cama y echo en falta tu abrazo. Me levanto convencida de pillarte ingeniando alguna frase dulce o divertida para mí. Para olvidar las que dijimos anoche. Y las que callamos.

No estás.

Te busco por toda la casa, como cuando Golfo se esconde en un armario y recorremos los rincones llamándole.

Nada.

Con una sensación rara y los ojos borrosos de lágrimas, voy por fin a la cocina y me he siento en el suelo frente a la nevera.

Los imanes, caídos en el suelo, parecen pedazos de recuerdos. Sólo dos palabras quedan pegadas a la puerta.

Esta vez TE QUIERO hace demasiado daño.
16 abril 2008

La Feria del Libro


Uno de los días de la Feria del Libro lo reservo para mí.

Me regalo la tarde, y me acerco sola, sin prisa, con la esperanza de que se me pegue algo de libros y autores. No sé, tal vez la inspiración, una musa despechada, un cuentacuentos que me duerma por las noches o un contrato millonario por el fantasma de un libro que aún está por escribir.

Nada. Es todos estos años, simplemente nada. Como mucho, algún malabarista con ganas de pelar la pava, dolor de pies, o un guiri que no sabe llegar al sitio en el que ha quedado.

Yo sigo fiel a mi cita, desde hace mucho, y observo los rincones por si me pierdo algo, pero la única que parece perdida aquí soy yo.

Ni siquiera sabría explicar con exactitud qué es lo que busco, aunque estoy segura de que algún día lo encontraré.

No llueve, aunque tal como está el cielo, imagino que las nubes no faltarán a su cita, nunca lo hacen. De hecho, un año volví a casa tan empapada que tuve que cambiarme hasta la ropa interior. Fue divertido mirar cómo la gente corría a resguardarse del chaparrón mientras yo caminaba despacio entre las casetas como si conmigo no fuera la cosa. Luego me dio vergüenza coger un taxi en esas condiciones y seguí paseando hasta casa tan tranquila, segura de que esta pequeña excentricidad tampoco iba a extrañar a nadie.

En contra de la mayoría de visitantes entre los que me muevo, no quiero folletos, ni marca páginas, ni abanicos de cartón con el nombre de ninguna editorial. Tampoco hago colas para coger un periódico gratuito ni me peleo para llegar la primera a la mesa de firmas de Boris Izaguirre. De hecho, el año pasado ni siquiera me acerqué a que Sabina me firmara sus libros o sus discos, aunque estuve tentada a hacerlo.

Sí lo hice en una ocasión con José Luis Sampedro y con Almudena Grandes, y conservo de aquello un bonito recuerdo, una sonrisa y dos dedicatorias originales de entre las miles que debieron escribir aquel día.

En el fondo soy una romántica, o una ingenua, o las dos cosas, y lo que de verdad me gustaría cuando veo a uno de mis autores favoritos es sentarme un rato a charlar en un lugar con menos gente que éste.

Aquí no huele a papel viejo, como en las librerías que me gustan, ni los vendedores de las casetas tienen intención de perder el tiempo conmigo. Sólo Manuel, el dueño de la 26 de la Cuesta de Moyano, dedicado a la música, porque me conoce y sabe que siempre me llevo alguna biografía de la Editorial Celeste o revistas de Litoral.

En las terrazas, helados industriales a precios desorbitados y niños con la vena consumista que aprovechan para llevarse a casa cualquier cosa, me recuerdan que dentro de unos días, como cada año, seré yo la que estará ahí sentada con los míos.

Total, que mientras llega la fecha y en Madrid calientan motores con la Noche de los Libros, yo sigo maquetando ideas en mi cabeza, convencida de que en una de las Ferias encontraré por fin lo que busco.
15 abril 2008

Adicciones


Según el diccionario, adicción es un hábito en el que nos dejamos dominar por algo.

Pues bien, yo, propensa a ellas hasta el extremo, intento no aficionarme a nada que se pueda convertir en obsesión.

De algunas logré escabullirme durante un tiempo, como la del tabaco, pero la vuelta superó con creces mis expectactivas y creo que no moriré con los pulmones limpios precisamente.

El café me apasiona. Decidí que mientras no le afectara a mis nervios, no había razón alguna para abandonar un hábito tan agradable. Y si es compartido, mejor que mejor, como casi todo. Así que, de momento, la cafeína y yo nos llevamos razonablemente bien.

Otras menores, como la aficción a comprar cuadernos, pronto fue compartida por gente que me los iba regalando. Pese a ser consciente de que podría rellenar páginas durante toda mi vida sin llegar a terminarlos, sólo suponía un pequeño problema de espacio en la estantería, y decidí resolverlo quitando otras cosas que carecen de utilidad. Como no soy de llenar la casa de figuritas, pues sigo coleccionándolos, de todos los formatos, esperando que algún día se los quiera llevar alguien que me quiera.

También me gusta recorrer lo que yo llamo “librerías de viejo”, esas enormes en las que puedes charlar con el dueño durante mucho rato sin temor a molestarle, preguntar por títulos, por temas, por cualquier cosa. Compartir. Aunque no te acuerdes del autor. Me recorrí Madrid entero pateándolas. Tuve, eso sí, que ser estricta con mis horarios para que mi ocio no afectara a mis obligaciones. Sigo haciéndolo, aunque menos de lo que me gustaría.

Y Cafés, de esos que aún huelen a Historia. De los que te sientas a leer o a charlar y se te pasa la tarde sin darte cuenta. Yo, que hablo por los codos, encontré en ellos el lugar ideal para quedar. Me quitaron uno de mis preferidos, el Café del Foro, del que guardo estupendos recuerdos, pero por suerte, aún quedan muchos otros a los que seguir siendo fiel antes de cambiar al Starbucks o al Vips. Malasaña, Huertas, Bilbao, Atocha…

En mi adolescencia, cuando mis amigos y mis hermanos se divertían con el cubo de Rubik y con el Tetris, yo prefería pasar la tarde con un libro, convencida de que, de otra manera, terminaría desvelada pensando cómo hacer la primera cara y la corona del cubo o ensamblando en mi cabeza piezas de colores que iban cayendo cada vez más deprisa.

Así, sin darme cuenta, y gracias a la enorme biblioteca que había en casa, adquirí un estupendo hábito de lectura y fui devorando todo tipo de títulos, desde Las Aventuras de Los Cinco al Principito, pasando por el Super Pop o el Vale, claro. Facturas de la adolescencia.

Después vino la escritura. Desde que recuerdo, me gustaba hacer mis pinitos sobre el papel, y, al ser la única de cinco hermanos a la que no se le daba bien dibujar, opté por las letras.
Una mañana, durante el café que comparto con quien se anime a madrugar, le enseñé a mi hermana un recorte de la revista Metrópoli en la que anunciaban cursos de escritura creativa. No me costó mucho convencerla, así que nos apuntamos y comenzó una verdadera pasión escondida al comprobar que otras personas, aparentemente normales como nosotras, compartían la misma afición y las mismas ganas de aprender.

Una cosa llevó a la otra, pero debo reconocer que desde aquella mañana, cambió de alguna manera nuestra vida.

Mi primer curso fue de escritura creativa, con Nacho Ayerbe como profesor (excelente, por cierto). Nos recomendó un libro de Enrique Paez que se convirtió en mi amuleto. De Nacho aprendí mucho más como persona que de las letras, aunque nunca olvidaré que la palabra “onírico” chirría en un relato de fantasía y que los eróticos es mejor no dejárselos leer a ningún conocido. Cenas con la excusa de charlas literarias, “quedadas” para conocernos todos, risas, amigos, recuerdos, chapulines…y la sensación de haber encontrado un hueco que, antes de conocerlo, estaba esperándome.

Algún tiempo después, y pese a que me resistía a hacerlo por la facilidad que ya he explicado a las adicciones, entré en el mundo de los blogs. Intenté que fuera desde detrás de la barrera, primero, observando, luego, atreviéndome con alguna entrada, poquito a poco, sin grandes pretensiones, aunque algunas direcciones de otros blogs me engancharon y entraba de puntillas a leerlos a diario.

Las oposiciones no lograron el mismo efecto, a pesar de mi razón escondida para quitármelas de encima, e intenté compaginarlas con otras obligaciones y aficciones.

Y luego, mi mayor adicción, ésa que lleva enredada en mi almohada tantos años y que, lejos de hacerme daño, me sirve de bálsamo cada día, me recuerda dónde estoy y me hace no perder el Norte.

El resultado más que obvio de todo esto para mí, que no conozco el significado de la palabra estrés, ni depresión, y que no he comenzado a perder el pelo a mechones ni me olvido aún de las horas de las comidas o de los deberes de mis hijos, es la sensación de que al día le faltan horas y de que no llego a ningún sitio.

Y aquí estoy, enredada, apurando un ratillo antes de subir al colegio, para hacer algo que me gusta y que me hace sonreir. Ojalá el día no fuera tan corto para dejarme dominar para más cosas, para seguir aprendiendo. Para continuar coleccionando adicciones.
14 abril 2008

Niña


Te miré a los ojos y me devolviste una sonrisa mientras repetías mi nombre. De esas sonrisas dulces que se cuelan en el alma.

Te abracé para que me sintieras aún más cerca, pero me miraste con cara de no entender mis arrebatos y volviste a sonreir.

Te hubiera contado lo mucho que te quiero, aun antes de conocerte, y las veces que has sido protagonista de estas letras sin preocuparme de que llegaran a tus manos. Bocetos de futuro, marañas de sueños, historias inventadas para susurrarte cuando vayas a dormir.

Me acerqué a tu oído para que escucharas un te quiero. Tu sonrisa se coló entre las hojas de este cuaderno, para esbozar con letras el calor de tu nombre.

Moleskine











Traes un paquete para mí. Sabes que me encantan los regalos, las sorpresas. Lo abro despacio, intentando adivinar. Es una Moleskine.
Debes haberme imaginado como Chatwin, pero me temo que últimamente mis viajes son más de trabajo que por placer.

Sorprendida, te miro con mi cara de niña que no entiende nada y tu respuesta es una sonrisa.

- La tecnología frente al clasicismo, Bill Gates frente a Hemingway, el ciber frente al Café Gijón, Radiohead frente a Chopin – has dicho.

Y yo, con cara de pócker, miro tu regalo y después a ti.

Retiro la goma. Al abrirla, la misma sensación de vértigo de la primera vez. El abismo de un folio en blanco, las ganas de escribir, de destripar cosas desde dentro.

Y una dedicatoria: vuelve cuando quieras, te estaré esperando.
10 abril 2008

Madrid

A veces, cuando madrugo, me acuerdo de mi abuela.

Lo hacía todos los días, como yo, para que le diera tiempo a más cosas, aunque a mí a veces me gana la pereza y remoloneo un rato en la cama intentando volver a dormirme. Dudo que ella se permitiera ese lujo alguna vez.

Me gusta aprovechar mi tiempo al levantarme para hacer cosas que me gustan. En su caso, y por extraño que nos pueda parecer ahora, para rezar, para pedir por toda su gente. Claro, con una familia tan numerosa como la mía, la pobre se levantaba a las seis de la mañana para que sus novenas no le quitaran tiempo de las tareas domésticas. Así, cuando nos levantábamos, todo estaba dispuesto, ella arreglada y no quedaba rastro de la retahíla de peticiones que les debía hacer a todos sus santos.

Los tenía colocados en la repisa de la ventana, bueno, no a ellos, pero sí un taco de estampitas, amarillas ya de tanto uso, con la imagen de cada uno, colocadas en un orden que nunca llegué a entender.

A mí me parecían como los cromos de fútbol de mis hermanos, aunque ella sí me los dejaba coger. Nos dejaba a todos, así que más de una vez tuvo que buscarlos por otros rincones, traspapelados entre juguetes, canicas o recortes de cromos para meter en las chapas de Mirinda.

Daba igual a la hora que te levantaras, porque cuando lo hacías, la encontrabas con su pelo perfectamente peinado, sus pendientes de perlas y la mejor de sus sonrisas esperando un abrazo y un te quiero antes de prepararte el desayuno. Debí heredar algo de su coquetería, porque a veces, frente al espejo, la recuerdo mirándose de reojo mientras se colocaba el delantal.

Parecía que no se cansaba nunca!. Nos repetía mil veces que si la queríamos aunque fuera mayor, para que le regaláramos los oídos, y, claro, se los regalábamos..

Luego, cuando llegaba la hora de la compra, nos cogía de la mano y nos llevaba con ella como el mejor de sus trofeos. Todos se paraban a saludarla, a achucharnos y a charlar. Vamos, que para comprar un kilo de naranjas podías tardar un par de horas después de haber pasado por todos los puestos del mercado, la tienda de ultramarinos, la panadería y el kiosko de periódicos.

Ayer, cuando me levanté, me fui a pasear con mi perro por el Retiro. Nos cruzamos con bastantes madrugadores haciendo footing, montando en bici o patinando. Nadie nos saludó. Sólo el dueño de otro perro nos dio los buenos días.

Después fui a la estación de Atocha a tomar un café. Abren pronto, así que dejé a Trasto atado en la puerta y me senté en una mesa de la terraza del vestíbulo interior, junto a las plantas. Allí esperaría a mi hermana, otra loca que abre el ojo con el día y salta de la cama.

El camarero, de mala gana, dejó sobre mi mesa zumo, tostada y café como le había pedido, y se marchó murmurando con acento extranjero cuando le dije que esperaba a alguien y que me trajera sacarina. ¡Como si le hubiera pedido algo raro!

Saqué un cuaderno del bolso, pero harta de esperar a mis musas trasnochadoras, que no acababan de llegar, me dediqué a observar a la gente que pasaba.

Una pareja arrastraba dos enormes maletas en las que parecían haber colado todos sus recuerdos y sus sonrisas. Pasaron junto a mi mesa con la mirada perdida en el horizonte, sin hablarse ni mirarse apenas e imaginé cuál sería su historia.

A mi lado, tres chicas de veintitantos ultimaban los planes del fin de semana agarradas a sus móviles mientras el andén y los pasillos se iban llenando de gente que andaba deprisa en todas direcciones. Muchos de ellos, también con móviles, se miraban lo justo para no tropezarse.

Un chico joven, de aspecto impecable, se acercó para preguntarme si las sillas de mi lado estaban ocupadas y le cedí una para que colocara su americana. Luego sacó de su maletín un portátil, lo colocó sobre la mesa y dimos por terminada nuestra escueta conversación.

- A qué viene esa cara tan seria, hermanita?

Dí un respingo en mi asiento y miré hacia arriba.

- No te había visto.


Nos dimos los buenos días con un beso en los labios, como siempre, y le pregunté si se acordaba de la abuela.

- Cómo? Pues claro…a qué viene esa pregunta?

- Es que ahora estaba pensando en ella. Me acordaba de su perfume, de su sonrisa, y de cuando nos llevaba al parque o a la compra. La imaginaba aquí, intentando hablar con los viajeros, como cuando iba en el coche de línea.

Pagamos nuestros cafés y nos fuimos callejeando con Trasto hacia casa. Ella, a despertar a los suyos. Yo, a escribir esto.
07 abril 2008

El Principito


Me gusta el Rastro.

No el gentío, ni las aglomeraciones, ni la Ribera llena de puestos para guiris con presunto sabor español. Yo soy más de la parte trasera, la que esconde las almonedas, los gitanos, la gente que hace cosas con las manos y los que venden recuerdos de una vida que aparentemente no sirven a nadie. Soy de ir temprano, cuando aún no parece un hervidero consumista con prisa por llegar a ninguna parte.

Disfruto parándome a ver un baúl viejo, libros de segunda mano, una lámpara de papel o pendientes hechos con botones.

El domingo compré un broche de lo más original. No le dejé a mi hermana que comprara muchas más cosas porque sentía mi vena creativa y me apetecía llegar a casa para innovar.

Si a mi espíritu chamarilero le mezclas las ganas de ser original y la pequeña obsesión por los complementos, el resultado puede ser la bomba.

Y no se trata de reciclar, ahora que no se habla de otra cosa, para qué engañarnos. Lo que pasa es que mi cabeza suele ser una olla exprés y prefiero de vez en cuando emplear mi tiempo y mis energías en algo más productivo que darle vueltas y vueltas a problemas de adolescentes, estudios, trabajo o cualquier otro de los que llenan el día a día.

La cosa es que rebusqué en mi cajón “de-sastre” buscando fornituras y encontré unos alfileres con los que hacer broches divertidos.

Mi lápiz favorito, uno de El Principito con el que llené cuadernos enteros de ideas y bocetos, ahora luce en la solapa de mi abrigo como pequeño homenaje a lo que me gusta ser. Cuando lo vio mi hijo pequeño, me regaló su botón de la suerte (el que le ayudó a dejar de chuparse el dedo), en forma de sacapuntas, para que lo pusiera al lado para acordarme de él. Como si necesitara algo para eso...
En clase he subrayado mucho más que otros días. No sé si porque me encontraba activa o porque me apetecía regalar el lápiz con el que lo estoy haciendo. Mañana alguien especial lucirá horas de mi estudio sin saberlo. Y yo, con mis manías y mis taras, seguiré “perdiendo” el tiempo en imaginarme lo que quiero ser cuando sea mayor.
06 abril 2008

Domingo



A estas horas de la tarde, normalmente, repaso mentalmente la lista de tareas que me hubiera gustado hacer durante el fin de semana.

Siempre quedan por hacer las que menos me han apetecido o no he encontrado tiempo, así que pienso en el primer café de la mañana, el primer beso del día, un paseo, los abrazos, los largos desayunos con mis hijos, quitándonos la palabra, la lectura, mis animales, las fotos que he hecho, los amigos, las cañas...

Y mientras preparo las cosas para comenzar la semana, lamento no poder estirar más este tiempo, sonrío y me propongo que el que viene sea, al menos, como éste. Que siempre haya cosas pendientes y una sonrisa.

05 abril 2008

Tercera postal. Diario de una vacación


Domingo. 9 de la mañana.

Es el último día que me queda de estas minivacaciones improvisadas. Abro los ojos y miro el reloj. Me duele la cabeza. Los excesos, que pasan factura.

Me meto en la ducha intentando recordar qué hicimos exactamente anoche. Da igual, supongo. Lo pasamos bien. No era la burbuja en la que pensaba colarme, pero resultó una jornada divertida. Es lo mejor de no hacer planes.

Rebusco en el armario algo que ponerme y encuentro con la ropa de la Chiki una falda larga, de patchwor que hace tiempo fue mía. Me la trajo un amigo de un mercadillo de Londres, pero le gustó a mi hermana cuando me la vio puesta y se la presté. Es un juego habitual en nosotras cambiarnos la ropa en cualquier sitio o prestarnos algo hasta olvidar realmente de quién era. La cosa es que cojo la falda, la combino con una de sus camisetas y bajo al salón, ibuprofeno en mano, para desayunar juntas. Ella me espera en la pequeña biblioteca del hotel, parapetada tras sus gafas de diseño tras un libro infantil.

- Buen día, dormilona! Me estaban rugiendo las tripas de tanto esperar. He hablado con Clara y hemos hecho planes. Parece una tía estupenda, has tenido buen ojo al elegir el sitio para perderte.
- Menos mal que era para perderme… contesto.

Mientras me cuenta el planteamiento para la mañana, nos zampamos unos bollos recién hechos (ella bien untados con mermelada casera, que yo no pruebo), pan de hogaza tostado, zumo de naranja y café bien cargado para tomar conciencia de la mañana. Al parecer, la idea es pasar por recoger a Luis, el dueño del Café, y subir al cine, donde vive Pablo, para ver la película de El Piano los cinco.

- Los cinco? Has dicho cinco? Yo sólo cuento cuatro…
- No, Clara también se apunta, me responde. Ella convenció a Pablo para que nos hiciera un pase particular a cambio de tortillas de patatas y agujas de ternera que comeremos luego en el río.
- Jo –protesto-, si me descuido, terminan pasándote la factura de mi escapada.
- Ya. Es lo que tienen los gemelos, que uno de los dos siempre llega después.
- Ah…vale. Y sigo con mis tostadas, sin pensar en el régimen que retomaré por quincuagésima vez al volver a casa.

Antes de salir, Luis se presenta en nuestra habitación con un dvd en la mano. Es el corto que vimos ayer, y se lo trae a Chiki, que le ha prometido “Cansada de besar sapos”. Si esto hubiera ocurrido en nuestra adolescencia, juraría sin temor a equivocarme que van a compartir algo más que una película, pero hace años que no nos cambiamos amistades en ese terreno. La verdad es que era divertido…

Clara da una voz desde la cocina para que salgamos ya mientras termina la comida y la esperemos en el cine, dice que Pablo ha llamado y nos espera.

No contaba yo con estas dosis de sociabilidad durante el fin de semana. Creí que hacía bien conectando el móvil, pero empiezo a dudarlo.

La película me vuelve a sorprender por lo estremecedora, llena de cariño y triste. Es una mezcla rara, y me encanta.

- Si no hubiera aparecido el vecino de Ada, me voy a mitad de peli, hermanita.

- No te gusta? Le digo.

- Sí, la fotografía es impresionante, pero la historia no tiene desperdicio, reconócelo: muda, con un marido muerto, una hija, un matrimonio pactado y un gilipollas de marido más de campo que las amapolas. Claro, que lo de traerse el piano a Nueva Zelanda, también tiene lo suyo. Vamos, que salvada por el vecino, que yo soy menos romántica que todo eso.

Hubo un momento en el que nos miramos, con los ojos enrojecidos, sin que a ninguno de los cinco pareciera importarle que se le escaparan las lágrimas. A veces me sorprenden las relaciones que se pueden hacer en unas horas. Era fácil encontrarse a gusto así. No echaba de menos mi soledad.

Durante la comida, en el río, Luis contó en clave de comedia todas las relaciones que siguieron a su famoso “tenemos que hablar” con el que le dejó su última pareja. Su monólogo de humor hizo que lloráramos, esta vez de risa, mientras dábamos cuenta de la tortilla, la cerveza y las agujas que trajo Clara.

Así, entre historias y recuerdos, como adolescentes en pleno pavo, se hizo la hora de la siesta y nos despedimos eufóricos, hasta la próxima quedada. Luis y Chiki se marcharon juntos como imaginaba. Dijeron algo de ver una película en Madrid.



Ocho de la tarde. Hospital Clínico.

Hemos ido llegando todos. No estás sola. Desde que sonó mi móvil hace rato, apenas he podido despegarlo de la oreja. Todos quieren saber de tí. Luego carreras, más llamadas, el coche hasta Navacerrada, ganas de gritar, nervios, un cigarro tras otro, impotencia.
Sólo querías meterte en tu burbuja y pensar, pero me pareció buena idea sorprenderte, compartir tu isla, estar ahí, como siempre.

Los bomberos me han dado tu bolso con este diario sin terminar. Tú manía de atraparlo todo. Deseabas soñar que eras feliz para despertar con una nueva sonrisa. La misma que dibujas desde que te sacaron del amasijo de hierros en las siete revueltas, cuando un camión decidió adelantar y te encontró de frente tarareando a Sabina.

Sabina sigue sonando para ti. Yo te lo canto, aquí, pegada a tu cama, a los tubos, y a esa máquina de pesadilla, esperándote para que me cuentes el final de la película que me perdí por un beso.

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02 abril 2008

Segunda postal. Diario de una vacación


Sábado. Seis de la mañana.

La luz entra a través del encaje de los visillos dibujando formas sobre la cama.

Remoloneo, medio dormida aún, para hacer tiempo hasta la hora del desayuno. Me resisto a levantarme justo hoy que no suena ningún despertador, pero sé que lo haré mucho antes de lo que me gustaría. Mi cuerpo se ha habituado a un ritmo que me cuesta mucho cambiar los fines de semana.

Si no fuera por la hora que es, juraría haber oido llamar a la puerta. Tal vez haya sido en otra, aunque ayer no me pareció que el hotel estuviera completo precisamente.

Me doy la vuelta, cierro los ojos e imagino cómo será el Café del que me habló Clara. Este lugar me está sorprendiendo y me ha resultado acogedor desde que llegué. Tal vez aún me guarde alguna sorpresa.

Sobre la mesilla, mi teléfono vibra y enciende su luz iluminando de azul las flores secas de la esquina. Es Chiki, mi gemela. Reclama entre susurros que le abra la puerta.

- ¿Qué haces aquí? ¿Has visto la hora que es?

- Dijiste que me invitabas al cine. Además, no creo que estés cómoda durmiendo sola en una cama tan grande. Tú no estás acostumbrada.

- Anda pasa. No sé si alegrarme y darte un abrazo o seguir durmiendo.

Chiki siempre fue así, impulsiva. Su mote es Maraña, por el barullo que forma allí donde va. Cuando éramos pequeñas, yo me escondía tras ella en el parque mientras se acercaba a los niños a los que no conocíamos, se presentaba por las dos, y empezaba a jugar. Yo me limitaba a seguir sus pasos. Algunas cosas cambiaron con el tiempo. Otras no...

Anoche, al volver de sus clases, metió algunas cosas en un bolso después de descansar un par de horas, y se vino para acá. Tiene un sexto sentido para aparecer en los momentos más oportunos. Estoy segura de que ella no habrá necesitado navegador para encontrarme.

La mañana pasó volando entre risas, paseos y comentarios. Buscamos juntas el Café, pero un cartel en la puerta informaba del horario de apertura a partir de las tres de la tarde. Un ritmo de vida mucho más sano que el de la capital, desde luego, aunque dudo que pudiera acostumbrarme a él.

Después bajamos al río y encontramos una pequeña ermita, también cerrada, con la virgen que le da nombre al pueblo.

Aproveché para inmortalizar paisajes y alguna anécdota curiosa, como cuando caímos de culo en el río al intentar vadearlo en plan boyscout. Soy una fanática de ese tipo de recuerdos y siempre llevo la cámara en el bolso. Una de las ventajas de la fotografía digital es que ya no tengo que dejarme el sueldo en intentar conseguir una buena instantánea.

Al mediodía, después de unas cañas en la terraza de la plaza, Clara esperaba en el hotel para que probáramos su sopa de ajo y sus tortitas. Un atentado contra la línea y un regalo al paladar que nos llevó directas a la siesta como cuando éramos pequeñas, o sea, abrazadas en la cama y sin dejarnos dormir.

- ¡Menudo par de charlatanas! ¿quién podría descansar así?.

Descargué las fotos en el portátil y aproveché para escribir un rato.

En el Café, por fin, tomamos un carajillo mientras el dueño nos invitaba a compartir un corto con el que nos reimos mucho los tres. Él, separado desde hacía un par de años, se dedicaba a coleccionar películas con las que compararse para encontrar el lado humorístico a su situación. Vimos “Yo también te quiero”, de Jack Kababie, y, claro, a Chiki, su pasión cinéfila le dio en la mitad del gusto y pensé que nos quedábamos allí. De hecho, ella le recomendó del mismo autor “Cansada de besar sapos” y quedamos en verla juntos algún otro día.

No hubo cine, a pesar de que ese día ponían “El Piano” y me apetecía mucho recordarla.

Después de muchas risas y más copas de las que hubiera querido, volvimos dando un paseo a nuestra habitación mientras yo le contaba la ternura y cariño que me había provocado la escena de la protagonista tocando en la playa. Casi podía escuchar la música…

Está bien, ¡no me la sigas contando!. Mañana veremos esa película y nos marcharemos de nuevo a Madrid. Juntas.

Y así, agotadas, dimos por terminada una larga jornada mientras echábamos a suertes el lado izquierdo de la cama.

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