26 abril 2010

Soledad en la luna llena

(En Cicera, cerca de Picos de Europa, alguien creyó en mí y quiso premiar mis palabras con un fin de semana de relax. Muchas gracias a ellos y a mi alma gemela, que siempre está ahí aunque la deje en coma)

Fue el 20 de Julio del 69, lo recuerdo bien porque era tu primer cumpleaños sin niños ni globos en la habitación.

Neil Armstrong pisó la luna y en casa todos estábamos pendientes de la televisión, ¿te acuerdas?. Sí, nos juntamos en el salón y algunos vecinos vinieron a ver el acontecimiento en directo. El Apolo 11, que despegó cuatro días antes, consiguió un sueño que parecía increíble.

El abuelo, que ese año había pillado un pellizco de la lotería, nos regaló aquel Philips en blanco y negro con su mesita de ruedas y todo.

Tú le habías pedido una bicicleta, ya te gustaba la velocidad desde chiquitina, pero le daba miedo que su nieta pequeña pudiera hacerse daño y tuviste que conformarte con una Nancy.

Por entonces aún llevabas coletas. Mamá te mojaba el pelo para que aguantara dentro de las gomas y estiraba tanto que casi tenías que sonreír a la fuerza, luego nos colocaba el verdugo a juego con los calcetines altos y ¡hala!, al colegio.

Teníamos un pacto de silencio que incluía no chivarse a ningún mayor de que el dichoso verduguito acababa en la cartera en cuanto salíamos del portal. Si alguna vez nos preguntaban cómo es que llegaba a casa con manchas de pinturas y lleno de virutas de lápiz, tú me mirabas y dejabas que diera yo la explicación.

Pero con tus coletas no podías hacer nada, salvo sonreír, porque parecía que estaba hecho con el bote azul de pegamento Imedio que olía tan bien. Suerte que a mí la abuela quiso cortarme las puntas y terminó dejándome una melenita a lo garçon, y eso porque no le consintieron seguir, que, igualando igualando, me hubiera rapado como un chaval. No me importaba demasiado, la verdad, porque lo de ser niña no lo llevaba muy bien por aquel entonces y aquel peinado me hacía creerme un Beatle o Elvis Presley delante del espejo. Mientras yo ensayaba “In the ghetto” poniendo caras absurdas, tú cogías el borde de la falda con las manos para parecerte a la cursi de Karina con su baúl y te pegabas serpentinas en el vestido para imitar a Salomé.

Fíjate cómo han cambiado las cosas, María.

Manuela, la vecina del 5º, se sentaba siempre en primera fila, junto a la mesa baja de plástico rojo en la que mamá ponía los aperitivos. Decía que así veía mejor la tele, pero nosotras sabíamos que no estaba dispuesta a perderse las berenjenas de Almagro, las aceitunas rellenas y el chorizo del pueblo que tanto le gustaba.

Los del 3º nos caían mucho mejor y además tenían hijos de nuestra edad que a veces se bajaban el Scalextric o los madelman y nos dejaban jugar con ellos. Su padre trabajaba en televisión y un día nos llevó a ver Los payasos de la tele. Cuando subíamos a su casa, nos pasaba a su estudio y ponía la canción aquella de “cuando calienta el sol” para que la cantáramos juntos, con micrófono y todo.

La llegada del hombre a la luna fue la primera vez que realmente nos dejaron trasnochar. Papá quiso que formáramos parte de la fiesta y dijo que nos acostaríamos cuando terminara todo, al fin y al cabo, era tu cumpleaños y te habías quedado sin fiesta.

A mí lo que me hacía ilusión era ver el flequillo de Jesús Hermida, que me parecía muy guapo porque lo decía mamá y yo quería parecerme a ella, pero tú llorabas y te sorbías los mocos de emoción delante de las imágenes borrosas de la luna.

Ha llovido mucho desde entonces, María.

Crecimos, hubo noches después para trasnochar de verdad, pero sin mayores, aunque aquella fue la primera y la mejor para dos mocosas como nosotras.

Te acuerdas de todo aquello, ¿verdad?, sí, seguro que sí, y de cuando el vecinito, unos años después, empezó a venir a buscarte y a presentarte gente de la tele, cómo no te vas a acordar. Tenía un Cuatro Latas blanco y tú le pintaste una flor de colores en la puerta.

Te cortaste el pelo y te apuntaste a un grupo de pop haciendo de gogó y cantando cosas muy pegadizas y absurdas, como aquella de “desidia, oh, oh, al borde del mar”. No eras Salomé, pero tampoco te quedabas atrás con tu faldita de flecos y un lazo en el pelo. Mi pequeña Birmette, pasaste de niña a gogó sin perder nada de frescura, pero viviste demasiado deprisa, tú y las ganas de no perderte nada. Luego te compraste un mini rojo porque ganabas lo suficiente como para eso y para vivir sola sin dar cuentas a nadie.

Y siempre la luna de fondo, como aquella noche. Decías que cuando estaba llena eras capaz de comerte el mundo y vaya si te lo comiste, primero, con aquel grupo, luego actuando en la tele y al final, en el antro que montó el vecino para verte bailar en la barra, pero siempre a toda velocidad, mierda de velocidad.

Una curva en la carretera, demasiada prisa y puede que demasiadas copas. Un segundo para romperlo todo, María.y tú siempre rozando la línea.

Dicen los médicos que te hable de cosas que hayas vivido, que refresque tu memoria para que quieras volver, cruzar de nuevo esa línea. Y aquí estoy, pegada a un monitor, deseando que te apetezca seguir corriendo y que me digas que pare ya y que soy una cotorra.

Vamos, María, tenemos mucho por recordar

Si quieres me pongo el verdugo de lana, me hago coletas, o reconozco que la falda de flecos no te quedaba tan mal, pero vuelve, porque mañana hay luna llena y no quiero mirarla sola.

12 abril 2010

Los árboles también lloran

(pincha en la foto para verla más grande)

Me senté a la sombra de un árbol a escribir una historia y me quedé dormida.
Al despertar, leí una muy triste y vi que no era solo yo la que sintió tristeza.
Cerré el cuaderno y me prometí volver al día siguiente para escribir otra con final feliz.
06 abril 2010

El hiyab de Amina


En la habitación del hospital el tiempo pasa muy despacio.


Amina mira las gotas que caen de la botella y se imagina cómo entran en el cuerpo de Said, despacito.


Cuenta hasta cincuenta, una, dos, tres, cuatro veces. No conoce más números, pero se empeña en saber los dedos que necesita para que se acabe la botella y así va pasando la tarde. Cuando el suero está casi vacío, pulsa el botón de la pared y alguna enfermera se apresura a cambiarlo. Amina, desde el sillón, las observa entrar y salir y balbucea un –gracias- cuando le preguntan cómo se encuentra o la animan a dormir. Mira al suelo y cuando se van, se repasa frente al espejo del baño las líneas de khol de los párpados mientras oculta un mechón rebelde del flequillo dentro del hiyab.


Hace tres días que Said duerme. Los mismos que ella vela al lado de su cama y cuenta gotas transparentes que caen de una botella. No habla con nadie, no sale. Solo perfecciona el color de sus párpados y se coloca una y otra vez el pañuelo alrededor de la cara. Primero, ajustándolo bien a la frente para anudarlo en la nuca, luego, pasando uno de los extremos por delante del cuello y al final, ocultando orejas, hombros y escote antes de anudarlo de nuevo en la parte de arriba.


Las enfermeras no cubren sus cabezas y tienen la piel morena. Tampoco llevan alianza, pese a que todas superan los quince años. En el pasillo, un reloj grande en la pared avanza lentamente y el sonido de las agujas se escucha por la noche sin lamentos de plañideras.


Amina se descalza, encoge las piernas sobre el sillón y las cubre con la chilaba. Cabecea. Trata de no dormirse, pero el cansancio puede con ella. Piensa en Said. Si despierta y la encuentra dormida, puede que la repudie y vuelva a Fez para casarse de nuevo. Si no lo hace, será una viuda más sin derecho a nada.


Abre un poco los ojos y mira la botella. Aún quedan muchas gotas y las enfermeras le han dicho que no se preocupe, que duerma. El nudo del pañuelo le molesta en la nuca y le oprime el cuello, pero no puede desatarlo por si Said lo ve. Lo conoció el día de su boda y solo se ha quitado al hiyab ante él, ni siquiera ante sus hermanos.


Ellos no saben contar gotas transparentes, ni tuvieron nunca una casa con baño como este hospital. En el pueblo chiquitito cerca de Fez, las cosas son distintas y el tiempo pasa deprisa aunque no lo marque un reloj en la pared.


Por la mañana, un médico entra en la habitación y examina a Said con la ayuda de dos enfermeras. Amina mira hacia el suelo y se borra con los dedos los restos de khol que marcan sus ojeras. Una de las enfermeras se acerca a ella, le acaricia el hombro sobre la chilaba y también mira al suelo.


Amina se encierra en el baño. Respira con dificultad. Acurrucada en una esquina, suelta los nudos de su hiyab y sale corriendo al pasillo buscando las escaleras. Ya no escucha las agujas del reloj. Hace aire. El tiempo pasa.

Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats