26 octubre 2008

De Madrid...al cielo

A veces Madrid nos sorprende, estamos tan acostumbrados a ella, que la vivimos sin mirarla apenas.

Para aquellos que son capaces de parar un momento su reloj y tomar un café sin prisas en la plaza Mayor, el cielo regala mezclas de luz en el contraste de perfiles como este.

Merece la pena pasear esta ciudad, respirarla, despertar los sentidos en ella y disfrutar de todo lo que nos ofrece, aunque vivamos aquí y estemos hartos de patearla, aunque pensemos más en la frase de "Madrid me mata" que en la que nos habla de ir al cielo, es bueno que de vez en cuando intentemos mirar las cosas de otra manera, desde otra perspectiva, para valorar lo que tenemos, que es mucho y no lamentarnos por lo que nos falta.
19 octubre 2008

Carolina despierta

Carolina sueña con mirar el mar.

Después de tanto tiempo, por fin hoy vuelve a Cudillero.

Comprará la casita azul de la montaña para ver desde el porche la puesta de sol. Sentada sobre la vieja mecedora que heredó de la abuela, preparará sus casos al olor de las hortensias y plantará una buganvilla roja que cubra la valla blanca del jardín.

Más de seis años en Madrid y aún no se ha acostumbrado al humo y a los ruidos, a las prisas. La gente se cruza y no se saluda, no mira a los ojos al hablar ni se para a charlar de la familia.

Algunas noches, cuando no puede dormir, abre el cajón de la cómoda y saca la placa dorada que papá le regaló el día que se despidieron, roza cada letra de su nombre con la yema de los dedos y la envuelve de nuevo en el papel de estraza pensando en lo que le queda aún para ejercer de abogada.

Ha pasado muchas noches acurrucada en la cama pensando en este día, cerrando los ojos y aspirando hondo para no olvidar el olor dulzón de las tormentas y el horizonte teñido de gris que tanto le gusta. Aún se pregunta por qué vino hasta aquí, por qué dejó que su padre decidiera por ella. Pero hoy es mañana.

Derramó muchas lágrimas en ese trayecto, pero ahora vuelve a casa con una sonrisa, dispuesta a intervenir por fin en su destino. Pensará por sí misma y Madrid será sólo un recuerdo. Martín estará esperándola. Podrán besarse de nuevo en el acantilado y se casarán en la ermita un día de primavera.

Cuando murió León, el viejo farero, padre pudo haber ocupado su puesto, pero la pesca da más dinero y él se empeñó en que su hija estudiara en la mejor universidad de Madrid. Se lo dijo a todos sus amigos y cada vez que embarcaba, se despedía de su niña recordándole que lo hacía por ella. Carolina no se atrevió a romper ese sueño, aunque no fuera el suyo y se marchó para no llevarle la contraria. Sus hermanos siguieron la tradición familiar en altamar mientras su madre acumulaba callos cordando redes en el puerto.

Sobre sus hombros pesan el título y la carrera casi tanto como los libros que ha tenido que estudiar, pero por fin vuelve y todos se sentirán orgullosos de ella, eso es lo importante ahora.

No puede dormir. Mira a los asientos de al lado buscando alguna cara conocida. Nada, el autobús está medio vacío y no recuerda a nadie. Al otro lado de la ventanilla, un paisaje lleno de contrastes que Carolina saborea con una mezcla de emoción y de sorpresa. Nada cambia, pero nada es igual, como si recorriera este camino por primera vez. Ella ya no es la misma. Repasa mentalmente la lista de amigos a los que tiene que llamar ahora que todo vuelve a estar en su sitio. Recuperará el tiempo y las sonrisas que tanto ha echado de menos.

Cuando el autobús se detiene detrás de la curva de entrada al pueblo, Carolina ve a su familia que la espera. Tiene ganas de llorar, pero no quiere hacerlo y traga saliva intentando que sus ojos no se llenen de lágrimas. No ve a Martín, tal vez no haya tenido tiempo de llegar y lo haga enseguida.

Padre es el primero en abrazarla, pero ella busca a madre para volver a sentir el olor de su piel, necesita rozarla. Todos hablan a la vez, quieren saber y contar mientras suben hacia casa.

Carolina mira hacia todos lados y disimula como si tratara de reubicar en la memoria cada detalle.

Cudillero ha cambiado, ni siquiera está el cartel de venta en la casita azul de la montaña. Su hermano mayor le cuenta que un arquitecto de fuera la convirtió en alojamiento rural cuando el dueño perdió el barco y tuvo que malvenderla. La pesca ya no está como antes y algunos marineros han perdido su trabajo. En la cuesta de camino a casa, Martín se cruza con ellos y baja la mirada. Lleva una niña pequeña de la mano que se queda mirando a Carolina.

Los hermanos no dicen nada y aceleran el paso.

Carolina quiere hablar, pero una punzada en el pecho no le deja hacerlo. Debe ser la rampa, que ya no está acostumbrada.

Ya en casa, padre toma la palabra y todos callan, que para eso peina canas. Su pequeña está de vuelta y hay que celebrarlo, que no todos los marineros tienen una hija abogada. Tendrá trabajo en el muelle, en la oficina de la Cofradía de pescadores, se lo prometió el patrón, que es cuñado del práctico del puerto. Y habrá fiesta esta noche en la sidrería de la plaza.

Madre la mira desde los fogones pero no dice nada. Huele a caldereta de pescado y a arroz con leche, como de niña.

Carolina está mareada y no sabe qué decir. Piensa en su placa dorada y en la casita azul de la montaña, en Martín, en lo que hubiera sido su vida atendiendo un puesto del mercado y cordando redes en el puerto. Necesita un paseo frente al mar, decidir por sí misma. Sale de casa llorando y se descalza de camino a la playa.

Carolina sueña con mirar el mar, pero este no es su sueño. El cielo está gris y huele dulce, a tormenta. Sentada en la arena húmeda, aspira hondo llenando los pulmones.

El autobús sale en una hora. Da igual para dónde.
13 octubre 2008

Las gafas de Laurita

(este cuento fue el primer ejercicio de clase del taller de escritura de este año en la Escuela de Escritores y ha ganado el 2º premio del Ayuntamiento de Huesca, "Certamen Cuentos para despertar". Gracias)


Es un rollo esperar el autobús del cole con mi hermana Laurita.

Me gustaba más cuando estaba mamá, porque la entretenía con besos de esquimal mientras yo jugaba con mis amigos. Luego nos repetía veinte veces que nos portáramos bien y le decíamos adiós con la mano desde la ventanilla, pero desde que se fue, tengo que cuidar de mi hermana porque he cumplido nueve y papá sabe que ya soy mayor.

Laurita dice que la parada del autobús es como un paraguas grande lleno de gente enfadada, pero yo le cuento que por las mañanas están un poco dormidos y no tienen ganas de hablar, entonces me aprieta la mano y yo le guiño un ojo para que no tenga miedo.

Cuando salimos de casa nos metemos las gafas de la bici en el bolsillo y mi hermana se las pone cuando papá ya no mira. Como son oscuras, cree que si se tapa los ojos, nadie podrá verla y así los niños no se acercarán a preguntarle por mamá, porque eso le pone muy triste. Quiere que las use también para escondernos juntos, pero yo no soy un crío y sé que eso no sirve de nada. Si quisiera esconderme, me iría a casa de mi amigo Fran, que tiene escaleras y un cuartito debajo para la leña. Ahí sí que no nos encontrarían nunca, pero tampoco podríamos estar con papá. De pequeño quería una capa como la de supermán, pero mamá me explicó que sólo se vuela en los cuentos y que nadie puede volverse invisible, así que nunca me compró una.

Al llegar la ruta, nos sentamos delante y Laurita inventa juegos para que me quede con ella. Ahora le ha dado por comparar las cosas de la calle con otras que me hagan reír y mira todo el rato por la ventanilla inventando tonterías. Cuando se lo contamos a papá lo llamó “greguerías” o algo así, pero es que los mayores se inventan palabras raras para parecer más listos.

El otro día le dijo que su corbata es como una boa de rayas y que por eso no se ríe nunca cuando la lleva puesta, por si la serpiente se enfada y no le deja respirar. Papá se quedó muy serio y nos prometió que el sábado se pondrá una camiseta para llevarnos al parque. Creo que también está triste, por eso se la pone, para que no se le note.

Desde que murió mamá, Laurita no habla con casi nadie y en el recreo las niñas se burlan de ella.
Ayer, la profe nueva de inglés se acercó a preguntarle si le pasaba algo, entonces mi hermana sacó las gafas del bolsillo, se las puso y miró para otro lado sin decir nada. La señorita se enfadó y la llevó al despacho de Don Julián, el director del colegio. Yo no soy un chivato y no quería que papá se enfadara, pero le llamaron del colegio y se enteró de todo.

Estaba seguro de que al llegar a casa nos iba a caer una buena, como aquella vez que rompí el cristal de clase de un balonazo, pero en vez de regañarnos, se sentó con ella en la alfombra y le contó un cuento de una mamá que se ponía muy triste porque no podía encontrar a su niña. Jo, no hay quien entienda a los mayores. Luego la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. Los dos estaban llorando. Yo no, porque dice mi amigo Fran que los chicos que lloran son unos maricas, así que me he quedado en la puerta de su habitación para oír el final del cuento.

Esta mañana, al salir de casa, papá nos ha devuelto nuestras gafas oscuras y nos ha guiñado un ojo. Juraría que estaba sonriendo, sí, seguro que sí, y no llevaba corbata.

En la parada del autobús, mi hermana miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos sin sacar las gafas del bolsillo.

–Oye Jaime: ¿tú crees que mamá me estará viendo desde algún sitio?

–Seguro, Laurita, y la parada del autobús es como un paraguas grande lleno de sonrisas. Anda, sube, vamos a inventar disparates.
05 octubre 2008

Encontrada

Nuria parece contenta.

Lleva en su nuevo puesto apenas seis meses y ya conoce perfectamente el “protocolo de actuación”, esa frase que le sonó tan rara el primer día y que ahora utiliza con cada objeto que entra en la oficina.

Lo primero es buscar algo que permita conocer a su dueño, después, si no es posible, se etiqueta y registra en el ordenador con el máximo de características, el estado, la fecha y el lugar donde se ha encontrado. Dependiendo de su tamaño, el ordenador asigna directamente el lugar donde irá en las estanterías de la nave contigua, que están ordenadas como un gran tablero de números y letras para localizar fácilmente cualquier cosa, incluso se envuelven en un plástico transparente para evitar que se ensucie.

Nuria supo de este trabajo casi por casualidad, le hablaron de él en el Centro de Acogida de su barrio y entró como interina para cubrir una vacante. Necesita el dinero, así que se esfuerza en hacerlo todo minuciosamente para ser la mejor y que no prescindan de ella.

Ha visto de todo, desde paraguas olvidados en el autobús, hasta audífonos o dentaduras postizas, muñecas de porcelana, instrumentos musicales, sombreros, incluso ordenadores portátiles, carteras o sobres con dinero. Aunque acude mucha gente a diario para recuperar sus pertenencias, algunas permanecen allí durante años hasta que se sacan a subasta para dejar espacio en el almacén.

Nuria juega a imaginar cómo será la persona que hay detrás de lo que traen y si aparece por la oficina, escruta su imagen de arriba abajo para ver en qué parte ha acertado, así el trabajo resulta más ameno, casi como un juego.

Hace días que se encuentra mal, pero no puede permitirse faltar y que empiecen las preguntas. Su jefa le ha dado un voto de confianza al que piensa responder con creces.

Esta mañana, entre las cosas a etiquetar, venía un bolso de flores con el asa rota y repleto de menudencias. El proceso es más complicado y largo, porque hay que relacionar todo y colocarlo extendido sobre la mesa para ver si encuentra alguna pista que permita conocer a su dueño. Ella lo llama autopsia de objetos personales.

Normalmente no encuentra ningún documento de identidad, pero a veces, en un bolsillo o en algún monedero, una tarjeta de visita le hace resolver el misterio.

Nuria es una apasionada de los detalles y siempre ha sido muy observadora.

Vuelca todo con cuidado sobre la mesa, bebe agua mientras lo coloca y se limpia el sudor con la manga de la camisa volviendo la cabeza a los lados para comprobar que nadie la mira, se siente incómoda sabiéndose observada, aunque casi todos los que trabajaban allí llevan más tiempo y ella es la nueva, lo que la convierte en el centro.

Empieza a revisar: cuaderno, lápices de colores, estuche con maquillaje y pinturas, spray con colonia, cepillo del pelo, llaves, carterita con fotos de niños, lima de uñas, mp4, teléfono móvil, gorro de lluvia, paraguas plegable, tabaco, varios mecheros, gafas de sol, pinzas de depilar, gomas del pelo, condones, llavero de rana con sonidos y funda de terciopelo con una baraja del tarot.

– Tal vez el teléfono móvil siga encendido –piensa.

Al cogerlo para comprobarlo, comienza a sonar la Cabalgata de las Valkirias y Nuria da un respingo y lo abre para contestar.

– ¿Sí?

– ¿Con quién hablo? Soy la dueña de ese celular.

Nuria imagina por el acento y las expresiones que se trata de una mujer extranjera. Le da las explicaciones para llegar a la Central de objetos perdidos y vuelve a recoger todo minuciosamente antes de preparar el formulario de entrega. Tiene el estómago revuelto, pero le da otro sorbo a su botellita de agua y se sienta un rato a ordenar papeles mientras espera que se le pase. Media hora más tarde, una señora que ronda la treintena rompe con el repiqueteo de sus tacones el silencio de la sala.

Se dirije directamente a recepción y de ahí, a la parte del mostrador en la que trabaja Nuria. Es muy alta, morena y con unos ojos verdes que llaman la atención, además, va impecable de los pies a la cabeza, como si acabara de salir de un desfile de moda.

Primero saca un viejo pasaporte repleto de sellos de todo el mundo para identificarse y deletrea su nombre y apellido para que Nuria lo apunte en el formulario: Ylenia Sacha Ramanova. Luego le explica todo lo que recordaba llevar en el bolso, cómo se lo había robado una pareja desde una moto la tarde anterior y la persecución policial que siguió después. Nuria apunta algunos datos antes de dárselo para firmar y pasa las páginas del pasaporte tratando de imaginar cómo serán los lugares que ella nunca llegará a conocer.

Ylenia abre las cintas de raso que fruncen la boca del bolso y rebusca nerviosa hasta que saca la funda con la baraja de tarot.

–No encontré ninguna cartera, lo siento, debieron quedarse con ella antes de tirarlo –dijo Nuria.

– Es igual, el seguro se encargará de eso y ya anulé las tarjetas del billetero, pero esta baraja es lo único que conservo de mi abuela y me hubiera apenado mucho perderla – contestó.

Ha cogido la mano de Nuria entre las suyas y le da las gracias con los ojos llenos de lágrimas.

Nuria recapacita sobre el valor que se le da a las cosas, le devuelve una sonrisa y piensa en lo gratificante que resulta a veces su trabajo.

La mujer se aleja del mostrador acariciando su carterita de terciopelo y cuando abre la puerta para salir de la nave, vuelve sobre sus pasos y va de nuevo al lado de Nuria.

– Perdona, me preguntaba si querrías que te echara las cartas. Puede que esto no sea una casualidad.

Se hace un silencio incómodo.

Nuria no confía demasiado en los asuntos de magia y tampoco le apetece compartir su intimidad con una desconocida, además, siempre ha tenido mucho respeto a esos temas porque le dan miedo.

Ylenia vuelve a tomar la palabra y antes de que Nuria pueda contestar, queda en esperarla en la cafetería de enfrente cuando termine su turno.

El resto de la mañana transcurre tranquila, pero Nuria no deja de mirar el reloj que hay sobre la puerta ni de pensar en la guapa mujer. Al salir, cruza de acera pensando en alguna excusa para marcharse cuanto antes.

Ylenia espera en una mesa junto a la cristalera y levanta la mano al verla. Se saludan con tres besos en las mejillas. Nuria pide un té y cuando se va a echar el azúcar, la mujer coge su mano y vuelve la palma hacia arriba.

– No te preocupes, sólo voy a mirar las líneas de tu vida

Nuria quiere salir corriendo. No piensa barajar, ni cortar, ni elegir una carta de cada 7 para esperar la interpretación de Ylenia, al fin y al cabo, no es más que una desconocida. Si sale la Papisa del derecho, descubrirá su secreto, y si elije la carta del sol por azar, la mujer mirará su barriga. Hoy Nuria quiere el Sol, la esperanza, salir del túnel, pero ha tomado una decisión y una bruja no le hará cambiar de idea, por buena que sea. También en el Centro de acogida una peruana cargada de niños echaba las cartas y Nuria nunca entró en ese juego.

Ylenia ha soltado su mano y la mira directamente a los ojos.

– No lo hagas, preciosa, ni lo pienses o te arrepentirás siempre. Algunas cosas, cuando se van, no llegan a una oficina de objetos perdidos. Tienes que encontrarte, tu línea de la vida es bien larga y está llena de sorpresas, mírala. Corazón, sé bien de lo que hablo.

Nuria saca unas monedas para pagar. Ya escuchó lo mismo antes y no está dispuesta a dar explicaciones, es su vida y puede hacer lo que quiera. No tenía que haber venido. Mantiene la distancia con la mirada perdida en algún punto a través del cristal, pero sus ojos se han llenado de lágrimas.

De camino a casa, las palabras de Ylenia repiquetean en su cabeza como los tacones sobre el suelo de la oficina. No quiere pensar. Esta vez el “protocolo de actuación” es más duro y complicado porque tiene que colocar sobre su mesa la autopsia de su vida.

Amanece. Nuria parece contenta. Al llegar a la oficina, encuentra sobre su mesa una carta de tarot con un sol y un número de teléfono. Ha dormido poco, pero ha tomado decisiones y quiere ser feliz.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats