22 septiembre 2010

Enredos


Carolina no tiene miedo al dolor. Ya no.


Suspendida del techo del cuartito azul, cierra los ojos y trata de concentrarse en cada nudo. La espalda se ha acostumbrado a la curvatura forzada y ya no duele. Lleva un rato así y empiezan a entumecérsele los músculos. Se siente bien. Sonríe.


De niña pasó por varias casas de acogida pero no se quedó en ninguna. Al parecer, su carácter tuvo la culpa. Las continuas faltas de disciplina tampoco facilitaron su adopción. Más de una vez recibió una buena azotaina por parte de las cuidadoras o del director. Otras, le ataban las manos dejándola así un buen rato. Por su bien –decían-, para que lo meditara. Llegó a tener heridas en las muñecas. Intentaba en vano zafarse de las cuerdas y cuando comprendía que no sería capaz, cerraba los ojos y ya no sentía dolor.


Piensa en Rodrigo, el dependiente de la cordelería y enrosca otra vuelta de cuerda a su tobillo. La trata bien. Le pedirá más metros de la soga nueva, la sintética forrada. Es agradable y no deja marcas en la piel. Y otro gancho para la pared, así podrá hacer una malla con el del techo y será más fácil soltarse. Cuando suene la campanilla de la tienda y entre con su camiseta ajustada marcando los pezones, los otros dependientes se darán codazos sin dejar de mirarla. Siempre hacen lo mismo. A veces los ha oído gastar bromas a Rodrigo por no participar en los comentarios.


En el cuartito azul, el calor es sofocante. Apenas hay ventilación, solo una pequeña ventana que suele cerrar para no oír los ruidos de la calle. Así le cuesta menos relajarse al ritmo de la música. Wagner es su favorito. La bombilla del techo está demasiado cerca de la ganzúa en la que hace sus prácticas. Las manos y las plantas de los pies le arden. Aprieta los párpados y se muerde el labio.


De pequeña odiaba que le dieran azotes en el culo. Estaba segura de que el director disfrutaba poniéndola sobre sus rodillas para castigarla. No le gustaba estar allí.


Rodrigo querrá saber para qué tanta cuerda y calculará la fuerza dinámica que necesita dependiendo de su uso, ya se lo explicó el último día. Le mentirá. Podrían ser para escalada. Él tamborileará con los dedos sobre el mostrador como cuando la ve llegar y se ofrecerá para llevársela a casa. Carolina rechazará la invitación. No quiere amigos que luego se vayan.


Cuando termina la Cabalgata de las Valkirias, Carolina abre los ojos. Es hora de soltarse. Aunque lleva las manos esposadas, siempre deja una abierta por si no logra desatarse. Solo un ratito cada día para perfeccionar las técnicas y disfrutar de este juego tan peligroso. Con un suave balanceo, alcanza el gancho de la pared y trata durante varios minutos de liberarse de él con un pie. Tiene que estirar la pierna un poco más, pero al fin lo consigue. Después va quitando una a una el resto de las cuerdas y se deja caer en el suelo despacio. Le ha parecido ver a alguien mirando desde el tejado de enfrente, pero cuando abre la ventana no hay nadie. Carolina está húmeda. Sonríe. Respira hondo. Necesita una ducha bien fría y dormir.


Una vez estuvo enamorada. Fue hace mucho, en una de las casas. Su pequeño amigo tartamudeaba cuando se quedaban solos y Carolina se reía a carcajadas imitándolo, luego le daba un beso y dejaba que la acompañara hasta el pasillo de las chicas. Pero su amigo se fue, él tuvo más suerte y nunca volvieron a verse.


También Rodrigo tartamudea a veces, como si quisiera contarle algo, pero siempre mira al suelo y cambia de conversación. Una vez le propuso invitarla a su casa, aunque no llegó a terminar la frase.


En el cuartito azul, Carolina recoge las cuerdas, las desata y las enrolla antes de colgarlas en la pared. Parece que tuvieran vida propia, le encantan. Se pasa una por la cara, despacio, acariciándola. Huele a ella. El suelo, de tarima, está más caliente que sus pies y aunque el agua de la ducha estaba helada y ha salido tiritando, deambula desnuda por la casa mientras deja todo en orden. Al agacharse, oye un ruido y mira por la ventana. Es Rodrigo, esta vez está segura de haberlo visto en la azotea de enfrente. Querrá lo mismo que todos, arrancarle la camiseta y morderle los pezones, o sentarla sobre sus rodillas para darle azotes en el culo, o marcharse, pero Carolina sabe atarse sola.


En las casas en las que vivió, todos terminaban yéndose. Todos menos ella, que seguía creciendo y haciendo más difícil su adopción. Los veía alejarse desde la ventana de su cuarto y se sentía más atada que cuando le ponían las cuerdas. Algunos regresaban de visita, pero a la mayoría no volvía a verlos. No le gustaban las despedidas, ni que la vieran llorar. Solo quería salir de allí como ellos.


Esta mañana, Carolina tiene prisa. Al llegar al descansillo del portal, le ha parecido que de su buzón sale algo y se para un momento a abrirlo. Dentro, un paquete pequeño atado con una soga muy fina azul, como la de escalada que usan los niños o más fina. Se queda pensando, pero mira el reloj, lo echa al bolso y sale deprisa hacia la parada del autobús. Cuando sube, ve un asiento vacío en la parte de atrás y va derecha a él. Se acomoda junto a la ventanilla y pone el bolso sobre las piernas. Dentro está el paquete. Duda si abrirlo. Roza con las yemas de los dedos la soguita azul y la desata. Dentro, sin una nota, dos entradas para un concierto de Wagner en el auditorio. Mira de nuevo el paquete. Nada. Las mete en el bolsillo de la cazadora y se queda jugando con la cuerdecita azul.


Cuando llega al trabajo, alguien le pregunta por qué lleva un lazo anudado al dedo, si es para acordarse de algo.


Sí –contesta-, a veces se me olvidan las cosas.

13 septiembre 2010

SUMAS Y RESTAS


Mi Basilio se ha pasado media vida con una pesa diminuta en el bolsillo. Tan desgastada está, que no parece de la misma colección que el resto. La conserva desde crío. Se la regaló su abuelo con una balanza de latón que guardaba en la farmacia. Basi tenía entonces dieciséis y ahí la sigue llevando, siempre rompiéndole los bolsillos del pantalón o atascándome la lavadora. Intenté colocársela en el escritorio, pero protestó como un niño porque ese no era el sitio, y lo mismo cuando la puse en la mesita de noche o en la alacena del salón. Conociendo su cabezonería, lo dejé por imposible. Además, cuando la recuperaba, se le ponía una sonrisa bobalicona en la cara y los ojos le brillaban como si fuera a llorar.


Siempre las pesas, desde que estamos juntos. Y siempre el abuelo, que aunque no llegué a conocerlo, me sabía de memoria su cuento de sumar y restar. Toda una vida para convencerme de lo que significaba. Cuando no era por la boda, era por el entierro de un amigo, o porque nacieron los críos, o porque lo ascendían en el trabajo, pero pasaba un buen rato eligiendo una u otra y al final se la colaba en el bolsillo como un amuleto. Como él dice: si no fuera por la pesita de marras, puede que no nos hubiéramos conocido. Fue hace tantos años…en el parque, eso lo recuerdo bien.


Basilio estaba apoyado en una columna del templete, mirando hacia los lados. Se rascaba la cabeza sujetando fuerte una caja de madera oscura, nervioso. Pasé un par de veces por delante haciéndome la despistada y al final me senté en un banco esperando que me acompañara, pero él ni siquiera me vio, así que me acerqué para preguntarle si estaba bien, no sé, esas cosas que se hacen sin pensar. Dudó un poco, pero le convencí de que yo era de fiar y me contó que andaba buscando un sitio donde esconder un tesoro para que no lo rompieran jugando sus hermanos pequeños. Entonces recorrimos juntos los que se nos fueron ocurriendo. Era temprano y apenas había gente en el parque.


Fuimos a la esquina, detrás de la piedra grande, pero los chavales descubrieron que se movía y colaban petardos dentro para que sonara más fuerte. La baldosa rota de la farola la habían arreglado con cemento, en la cueva del estanque se habían colado los patos y al árbol hueco ya no dejaban trepar porque estaba enfermo. Basilio se rascaba la cabeza y sujetaba fuerte su caja de madera. Tenía que encontrarle un lugar. Lo había prometido, cuidaría de la vieja balanza. Nada. Ni una idea. Me contó que se le ocurrían muchas cosas cuando estaba dormido, pero que no era capaz de recordarlas. Luego se tapó la cara con las manos y empezó a gimotear como un niño. Lo acompañé hasta su portal.


– Apúntalas –le dije- y al día siguiente me presenté en su casa con un cuaderno pequeño. Mi primer regalo.


Mi Basilio se ha pasado media vida poniendo y quitando pesas del platillo, como le enseñó su abuelo, y con una encima, para no olvidar sus sumas y restas. Las piezas más grandes, para cuando ocurrían cosas importantes y alguna pequeñita cuando perdía algo. En casa de sus padres, escondía la caja debajo de la escalera, luego, aquí, empezó metiéndola en un altillo y hace unos años los hijos le regalaron una vitrina para que la tuviera a la vista. Que hasta se la llevó al viaje de novios y todo escondida en la maleta. Si me hubiera cuidado a mí como a su cajita, puede que no me dolieran las rodillas o que siguiera teniendo la piel como entonces, a base de caricias y de gamuza limpia. Ni siquiera se ha oxidado la cerradura de latón después de tanto tiempo, solo el terciopelo azul, que empieza a estar blanquecino.


Esta mañana, me desperté temprano. Había dormido mal, así que me puse a limpiar sin hacer ruido para no enredar en la cocina y que el Basi se despertara. Al acercarme a la vitrina, la balanza de latón estaba vacía. Abrí el cristal con cuidado y saqué la caja, me senté en el sofá y la puse sobre mis rodillas. Miré hacia los dos lados y la abrí despacio. Todas las piezas estaban dentro. Era la primera vez en mi vida que la veía así. Me temblaron las manos y estuve a punto de dejarla caer al suelo. La coloqué de nuevo en su sitio y fui de puntillas hasta la habitación.


– Basi, cariño, Basi, ¿estás bien?. Me apoyé en el quicio de la puerta y esperé su respuesta. Nada. Entonces entré y me senté en la cama.


– Me duele el pecho y no me encuentro bien. –dijo sin dejar de toser- Llevo así unos días.


– ¿Por qué no me lo has dicho? No soy adivina, tonto. Venga, descansa un poco, que ahora vengo.


Me agarró la mano muy fuerte. Seguía suave, como su caja de caoba.


– Abre la mesita, anda, y dame el cuaderno, no sea que me duerma y se me ocurra algo que tenga que apuntar, ya te dije que se me olvidan las cosas.


Llamé al médico y a los chicos. Quiere regalarle su caja a la Nena.


Cuando el médico ha salido del cuarto miraba hacia el suelo. Luego, mientras rellenaba unas recetas, me ha contado cosas que no he podido entender.


A mi Basilio ya no le queda media vida para desgastar, se consume más deprisa que sus pesas.


Mientras llegan los chicos, he abierto la vitrina, he sacado la pesa más pequeña y me la he guardado en el delantal.


Maldito abuelo, con su cuento de sumas y restas.

Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats