20 enero 2010

Lavarse las manos


Mi padre, de muy pequeña, me enseñó a lavarme las manos como una verdadera profesional. Me remangaba el jersey por encima del codo y abría el chorro del agua fría mientras yo me enjabonaba las manos y los brazos. Luego repetía la operación frotándolas con un cepillo y sin tocar el grifo, me enjuagaba bien, escurría las gotas sobre el lavabo con las manos hacia arriba y empujaba la puerta del baño con la cadera para llegar hasta la mesa perfectamente aseada.

Al principio le hacía gracia, pero no tardó en quejarse del reguero que dejaba aquel experimento sobre su reluciente parqué y terminó colocando toallas en el suelo desde el baño pequeño hasta el salón para evitar males mayores.

Los gérmenes eran un enemigo al que había que combatir como fuera. Eso lo aprendí bien. Demasiado bien. Le lavaba el pelo a mis muñecas para que no tuvieran piojos y las pintaba con yodo por debajo de los brazos evitando infecciones que nunca cogerían.

Cuando cumplí los quince, papá quiso que le acompañara al hospital. Me dejaría entrar con él en una operación sencilla para que fuera acostumbrándome y a cambio, celebraría el sábado una fiesta en casa con todos mis amigos. Era terco. Yo también, tenía a quien parecerme. Las dos cosas resultaron un desastre, el hospital y la fiesta. En el quirófano hacía frío y no paré de estornudar. Olía muy mal y una enfermera me acompaño a la salida antes de que vomitara. Demasiado tarde.

En la fiesta, saludé con un apretón de manos cada vez que sonaba la puerta y me desinfecté las mismas veces, hasta que mis brazos hicieron juego con el rojo del vestido y fueron la comidilla de todos, evité los bailes lentos con continuas escapadas a la cocina y me gané el mote de “la guindillas” hasta que terminé el instituto, no sé si por mi color o por lo nerviosa que estuve toda la tarde. Mientras, mis amigas presumían de cómo besaba este o el otro.
Papá mantenía que la boca era una fuente de virus, así que hacía mucho que no me besaba. Yo tampoco. Ni a él ni a nadie.

Papá y yo nos distanciamos.

Tanto tiempo haciendo conjeturas infantiles sobre la invisibilidad y sus ventajas y cuando por fin puedo aprovecharlo, me siento como un bicho raro.

Intenté seguir sus pasos, pero no sirvió. Le admiraba tanto que me empeñaba en parecerme a él para conseguir que me quisiera un poquito. Después de comprobar que no tenía nada que hacer en ninguna carrera relacionada con la medicina, me apunté a un curso de animadora social y me marché fuera de Madrid a hacer las prácticas y a aclarar mis ideas.

Papá me regaló una cámara para que aprovechara los ratos libres y coleccionara recuerdos y empecé a aficionarme a mirar las cosas desde otra perspectiva. Además, descubrí que se me daba bastante bien y empecé a presentar mis trabajos en algunas agencias hasta que conseguí un trabajo. Cuando me ofrecieron un viaje a Gambia, no me lo pensé. Detrás del objetivo no me importaba ser invisible y tampoco tenía que relacionarme demasiado con nadie, que era algo que no había superado.

Un día, mientras disparaba con mi reflex todas las esquinas de un poblado wolof, una niña se colocó a mi lado sin decir nada. Me quedé mirándola y empecé a hacerle fotos. Tenía unos enormes ojos negros a juego con su pelo rizado y no apartaba la vista del llavero de mi mochila, con forma de muñeca. Seguramente nunca había visto una. Cuando me di cuenta, se la dí y ella corrió por todo el poblado enseñándola como un tesoro. Los niños salieron de sus cabañas y vinieron a enseñarme sus manos vacías, diciéndome sus nombres, pero yo no tenía más regalos que ofrecerles. Rebusqué y repartí todos los adornos y chucherías que encontré en mi bolso y me respondieron con más abrazos de los que había recibido nunca. Al principio me aparté, como si me molestara el roce.

El reportaje entonces cambió por completo. Fue todo un éxito. Mi jefe me habló de otros viajes, otras tribus, pero yo sentía que tenía que volver, porque aquella pequeña no era tan diferente a mí. Estaba sola en medio de un montón de gente que apenas reparaba en ella.

Algunos de mis compañeros vinieron conmigo. Otros colaboraron desde allí. A papá le hablé de Nunu, mi nueva amiga, y de mis planes para ayudar, y aunque no entendía que cambiara mis comodidades por irme al fin del mundo, prometió venir a verme para entender por qué creo tener ahora más que nunca. Levantamos escuelas, un pequeño hospital y hasta pintamos un campo de fútbol junto al poblado. Todas las mañanas, en Wolof, mis niños gambianos se lavan como les he enseñado y juegan a dejar un reguero sobre las calles de barro. También los mayores. Es un primer paso para evitar infecciones y contagios.

Hoy papá cumplió su promesa y aterrizó en Banjul. Luego una camioneta le trajo hasta aquí.

Nunu le ha cogido de la mano para enseñarle cómo se lava las manos, él la ha imitado con los ojos llenos de lágrimas como si no lo hubiera hecho nunca y luego, rompiendo todos los protocolos de asepsia que siempre me ha enseñado, se ha acercado a mí y me ha rodeado con sus brazos. Por primera vez nos hemos mirado sin apartar la vista y he entendido que no somos tan diferentes y que, de alguna manera, también sigo sus pasos.
18 enero 2010

Invisible

( Otro mes, otro concurso de micros entre amigos, invisibles todos, cariñosos, compartiendo abrazos, un placer. Y el próximo, más y mejor)


LOS PROBLEMAS COMENZABAN TRAS EL REGRESO, al abrir la maleta en la que un par de días antes había colocado sus mejores camisas para acudir a otro congreso. A veces, antes de meterlas con desgana en la lavadora, las olía y se quedaba mirando a través de la ventana, perdido. Luego dejaba el bolso de aseo sobre la repisa del lavabo, los apuntes en la mesa del salón y un paquetito envuelto en papel brillante bajo la almohada.


A Carolina le encantaban las sorpresas, y lo abriría como una niña pensando en lo afortunada que era. Julián, cansado, le daría un beso y se quejaría de los viajes cada vez más frecuentes. Siempre igual, tirando de una maleta que cada vez pesaba más. Se dejaría caer sobre el sillón recorriendo con la vista los recuerdos amontonados sobre las estanterías antes de cerrar los ojos.


Un día apenas pudo subir con ella las escaleras. Se sentó en el rellano para coger aire y al llegar a la puerta probó con todas las llaves porque no lograba abrirla. Miró el descansillo, las otras puertas, el felpudo: todo estaba como antes, pero su llave no abría.


Llamó a Carolina, pero no lo cogió. Entonces marcó el número de su empresa. La secretaria le dijo que ya había confirmado su asistencia al único congreso anual que se celebraba fuera de Madrid y le tranquilizó, porque también había dejado aviso en su casa.

11 enero 2010

Los colores olvidados


A veces, cuando me regalan un libro, abro las páginas buscando los motivos por los que alguien lo ha elegido para mí.

En esta ocasión, la dedicatoria me facilitaba bastante esa tarea, pero además, el prólogo me pareció cálido en un momento en el que sentía frío por distintos motivos. Si a eso le añado unas ilustraciones repletas de color, pues la sonrisa estaba asegurada.

Comencé a leer…y claro, me enganché, lo compartí con mi hijo, disfruté de palabras sencillas, de ideas claras y de mucho mucho positivismo.

Historias sencillas para sentir, de esas que se me cuelan por dentro y me empujan a sonreír sacando mi lado más infantil.

Un libro que es un acierto, desde la primera página, y que recomiendo a cualquiera que guste pintar su alma de colorines, aunque sea con un solo ojo y con parche de pirata.

¡Bonita manera para comenzar el año! -pensé. Sí, este, que va a ser estupendo, me regalan letras que se mueven al ritmo de una canción desafinada para espantar la mala suerte. Y estupenda también de no olvidar las cosas que de verdad merecen la pena.

07 enero 2010

Pasando página

(Feliz todo...y que vuestros deseos se cumplan)

Jimena se rasca la cabeza chupando la punta del lápiz sin levantar la vista del folio en blanco. Nada. Ni una palabra. Cada vez que acerca la mano al cuaderno, ve todo borroso y la pelusa se atraviesa más en la garganta como un alfiler puesto de lado. Una pelusa que cada vez se hace más grande y a ratos no le deja respirar.


Lleva tiempo ahí y cada vez se vuelve más molesta. No se lo ha contado a nadie, para qué, ya se pasará.


Carraspea, y al levantarse de la silla, mira por los estantes buscando inspiración. Luego se frota los ojos, gira la cabeza hacia los lados y hacia atrás para estirar el cuello y se sienta de nuevo.


Escribir una carta a los Reyes no puede ser tan difícil. Un deseo, solo uno, pero explicando a sus Majestades por qué ese y no otro. Algo que se pueda ver y tocar, nada de la paz en el mundo, que se termine la hambruna para siempre, o ver felices a los pequeños. Es el trato. Y si los niños pueden hacerlo, ella no va a ser menos. Solo falta su sobre a los pies del árbol de navidad y queda poco tiempo. Mira los que ya están colocados, los va cogiendo uno a uno y acercándolos a la lámpara, trata de adivinar lo que esconden, pero los deja de nuevo avergonzada de intentar una trampa.


Sobre el escritorio, una jarra de agua a medias y un vaso que Jimena se lleva continuamente a la boca vaciándolo a pequeños tragos.


Hace frío. Está nevando fuera y aunque en casa está puesta la calefacción, parece que los copos se metieran por las rendijas, porque los pies de Jimena están helados. Se frota las manos y echa vaho sobre los dedos para entrar en calor, pero lo que quiere es terminar la carta y dejarla de una vez junto a las otras.


Se le ocurre una idea. Dibuja una línea vertical a mitad del folio y empieza a escribir a la izquierda, las cosas que tiene y a la derecha, las que le gustarían. A ratos las palabras se vuelven borrosas, como si patinaran sobre el papel de un lado a otro. Bebe un sorbito de agua y continúa escribiendo. Tose. Se limpia con un pañuelo el hilillo de sangre que ha salido de su boca. Al terminar la lista, coloca una hoja blanca al lado y comienza la carta.


“A veces, las cosas pequeñas hacen daño...” –escribe-. “Como esta bola de algodón que se me ha debido colar en la garganta”. Piensa. Carraspea. Se limpia los ojos y sigue escribiendo “pero pasa, de un tirón o a pasos chiquititos”. Bebe agua. Relee lo que ha puesto, dobla con cuidado el papel y lo mete en un sobre. Es la primera vez que la nombra. De camino a la ducha aspira hondo y sonríe al notar que respira mejor.


Esta noche abrirán los regalos. Y habrá uno con su nombre colgando de una rama, uno pequeñito, porque este año no da para más. Alguien le guiñará un ojo y le dará un abrazo mientras los niños esperan que lea su carta para entender por qué mamá ha pedido este año un quitapelusas.

Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
Diseño de Joaquín Bernal • Ilustración de Sara Fernández Free counter and web stats