22 septiembre 2010

Enredos


Carolina no tiene miedo al dolor. Ya no.


Suspendida del techo del cuartito azul, cierra los ojos y trata de concentrarse en cada nudo. La espalda se ha acostumbrado a la curvatura forzada y ya no duele. Lleva un rato así y empiezan a entumecérsele los músculos. Se siente bien. Sonríe.


De niña pasó por varias casas de acogida pero no se quedó en ninguna. Al parecer, su carácter tuvo la culpa. Las continuas faltas de disciplina tampoco facilitaron su adopción. Más de una vez recibió una buena azotaina por parte de las cuidadoras o del director. Otras, le ataban las manos dejándola así un buen rato. Por su bien –decían-, para que lo meditara. Llegó a tener heridas en las muñecas. Intentaba en vano zafarse de las cuerdas y cuando comprendía que no sería capaz, cerraba los ojos y ya no sentía dolor.


Piensa en Rodrigo, el dependiente de la cordelería y enrosca otra vuelta de cuerda a su tobillo. La trata bien. Le pedirá más metros de la soga nueva, la sintética forrada. Es agradable y no deja marcas en la piel. Y otro gancho para la pared, así podrá hacer una malla con el del techo y será más fácil soltarse. Cuando suene la campanilla de la tienda y entre con su camiseta ajustada marcando los pezones, los otros dependientes se darán codazos sin dejar de mirarla. Siempre hacen lo mismo. A veces los ha oído gastar bromas a Rodrigo por no participar en los comentarios.


En el cuartito azul, el calor es sofocante. Apenas hay ventilación, solo una pequeña ventana que suele cerrar para no oír los ruidos de la calle. Así le cuesta menos relajarse al ritmo de la música. Wagner es su favorito. La bombilla del techo está demasiado cerca de la ganzúa en la que hace sus prácticas. Las manos y las plantas de los pies le arden. Aprieta los párpados y se muerde el labio.


De pequeña odiaba que le dieran azotes en el culo. Estaba segura de que el director disfrutaba poniéndola sobre sus rodillas para castigarla. No le gustaba estar allí.


Rodrigo querrá saber para qué tanta cuerda y calculará la fuerza dinámica que necesita dependiendo de su uso, ya se lo explicó el último día. Le mentirá. Podrían ser para escalada. Él tamborileará con los dedos sobre el mostrador como cuando la ve llegar y se ofrecerá para llevársela a casa. Carolina rechazará la invitación. No quiere amigos que luego se vayan.


Cuando termina la Cabalgata de las Valkirias, Carolina abre los ojos. Es hora de soltarse. Aunque lleva las manos esposadas, siempre deja una abierta por si no logra desatarse. Solo un ratito cada día para perfeccionar las técnicas y disfrutar de este juego tan peligroso. Con un suave balanceo, alcanza el gancho de la pared y trata durante varios minutos de liberarse de él con un pie. Tiene que estirar la pierna un poco más, pero al fin lo consigue. Después va quitando una a una el resto de las cuerdas y se deja caer en el suelo despacio. Le ha parecido ver a alguien mirando desde el tejado de enfrente, pero cuando abre la ventana no hay nadie. Carolina está húmeda. Sonríe. Respira hondo. Necesita una ducha bien fría y dormir.


Una vez estuvo enamorada. Fue hace mucho, en una de las casas. Su pequeño amigo tartamudeaba cuando se quedaban solos y Carolina se reía a carcajadas imitándolo, luego le daba un beso y dejaba que la acompañara hasta el pasillo de las chicas. Pero su amigo se fue, él tuvo más suerte y nunca volvieron a verse.


También Rodrigo tartamudea a veces, como si quisiera contarle algo, pero siempre mira al suelo y cambia de conversación. Una vez le propuso invitarla a su casa, aunque no llegó a terminar la frase.


En el cuartito azul, Carolina recoge las cuerdas, las desata y las enrolla antes de colgarlas en la pared. Parece que tuvieran vida propia, le encantan. Se pasa una por la cara, despacio, acariciándola. Huele a ella. El suelo, de tarima, está más caliente que sus pies y aunque el agua de la ducha estaba helada y ha salido tiritando, deambula desnuda por la casa mientras deja todo en orden. Al agacharse, oye un ruido y mira por la ventana. Es Rodrigo, esta vez está segura de haberlo visto en la azotea de enfrente. Querrá lo mismo que todos, arrancarle la camiseta y morderle los pezones, o sentarla sobre sus rodillas para darle azotes en el culo, o marcharse, pero Carolina sabe atarse sola.


En las casas en las que vivió, todos terminaban yéndose. Todos menos ella, que seguía creciendo y haciendo más difícil su adopción. Los veía alejarse desde la ventana de su cuarto y se sentía más atada que cuando le ponían las cuerdas. Algunos regresaban de visita, pero a la mayoría no volvía a verlos. No le gustaban las despedidas, ni que la vieran llorar. Solo quería salir de allí como ellos.


Esta mañana, Carolina tiene prisa. Al llegar al descansillo del portal, le ha parecido que de su buzón sale algo y se para un momento a abrirlo. Dentro, un paquete pequeño atado con una soga muy fina azul, como la de escalada que usan los niños o más fina. Se queda pensando, pero mira el reloj, lo echa al bolso y sale deprisa hacia la parada del autobús. Cuando sube, ve un asiento vacío en la parte de atrás y va derecha a él. Se acomoda junto a la ventanilla y pone el bolso sobre las piernas. Dentro está el paquete. Duda si abrirlo. Roza con las yemas de los dedos la soguita azul y la desata. Dentro, sin una nota, dos entradas para un concierto de Wagner en el auditorio. Mira de nuevo el paquete. Nada. Las mete en el bolsillo de la cazadora y se queda jugando con la cuerdecita azul.


Cuando llega al trabajo, alguien le pregunta por qué lleva un lazo anudado al dedo, si es para acordarse de algo.


Sí –contesta-, a veces se me olvidan las cosas.

13 septiembre 2010

SUMAS Y RESTAS


Mi Basilio se ha pasado media vida con una pesa diminuta en el bolsillo. Tan desgastada está, que no parece de la misma colección que el resto. La conserva desde crío. Se la regaló su abuelo con una balanza de latón que guardaba en la farmacia. Basi tenía entonces dieciséis y ahí la sigue llevando, siempre rompiéndole los bolsillos del pantalón o atascándome la lavadora. Intenté colocársela en el escritorio, pero protestó como un niño porque ese no era el sitio, y lo mismo cuando la puse en la mesita de noche o en la alacena del salón. Conociendo su cabezonería, lo dejé por imposible. Además, cuando la recuperaba, se le ponía una sonrisa bobalicona en la cara y los ojos le brillaban como si fuera a llorar.


Siempre las pesas, desde que estamos juntos. Y siempre el abuelo, que aunque no llegué a conocerlo, me sabía de memoria su cuento de sumar y restar. Toda una vida para convencerme de lo que significaba. Cuando no era por la boda, era por el entierro de un amigo, o porque nacieron los críos, o porque lo ascendían en el trabajo, pero pasaba un buen rato eligiendo una u otra y al final se la colaba en el bolsillo como un amuleto. Como él dice: si no fuera por la pesita de marras, puede que no nos hubiéramos conocido. Fue hace tantos años…en el parque, eso lo recuerdo bien.


Basilio estaba apoyado en una columna del templete, mirando hacia los lados. Se rascaba la cabeza sujetando fuerte una caja de madera oscura, nervioso. Pasé un par de veces por delante haciéndome la despistada y al final me senté en un banco esperando que me acompañara, pero él ni siquiera me vio, así que me acerqué para preguntarle si estaba bien, no sé, esas cosas que se hacen sin pensar. Dudó un poco, pero le convencí de que yo era de fiar y me contó que andaba buscando un sitio donde esconder un tesoro para que no lo rompieran jugando sus hermanos pequeños. Entonces recorrimos juntos los que se nos fueron ocurriendo. Era temprano y apenas había gente en el parque.


Fuimos a la esquina, detrás de la piedra grande, pero los chavales descubrieron que se movía y colaban petardos dentro para que sonara más fuerte. La baldosa rota de la farola la habían arreglado con cemento, en la cueva del estanque se habían colado los patos y al árbol hueco ya no dejaban trepar porque estaba enfermo. Basilio se rascaba la cabeza y sujetaba fuerte su caja de madera. Tenía que encontrarle un lugar. Lo había prometido, cuidaría de la vieja balanza. Nada. Ni una idea. Me contó que se le ocurrían muchas cosas cuando estaba dormido, pero que no era capaz de recordarlas. Luego se tapó la cara con las manos y empezó a gimotear como un niño. Lo acompañé hasta su portal.


– Apúntalas –le dije- y al día siguiente me presenté en su casa con un cuaderno pequeño. Mi primer regalo.


Mi Basilio se ha pasado media vida poniendo y quitando pesas del platillo, como le enseñó su abuelo, y con una encima, para no olvidar sus sumas y restas. Las piezas más grandes, para cuando ocurrían cosas importantes y alguna pequeñita cuando perdía algo. En casa de sus padres, escondía la caja debajo de la escalera, luego, aquí, empezó metiéndola en un altillo y hace unos años los hijos le regalaron una vitrina para que la tuviera a la vista. Que hasta se la llevó al viaje de novios y todo escondida en la maleta. Si me hubiera cuidado a mí como a su cajita, puede que no me dolieran las rodillas o que siguiera teniendo la piel como entonces, a base de caricias y de gamuza limpia. Ni siquiera se ha oxidado la cerradura de latón después de tanto tiempo, solo el terciopelo azul, que empieza a estar blanquecino.


Esta mañana, me desperté temprano. Había dormido mal, así que me puse a limpiar sin hacer ruido para no enredar en la cocina y que el Basi se despertara. Al acercarme a la vitrina, la balanza de latón estaba vacía. Abrí el cristal con cuidado y saqué la caja, me senté en el sofá y la puse sobre mis rodillas. Miré hacia los dos lados y la abrí despacio. Todas las piezas estaban dentro. Era la primera vez en mi vida que la veía así. Me temblaron las manos y estuve a punto de dejarla caer al suelo. La coloqué de nuevo en su sitio y fui de puntillas hasta la habitación.


– Basi, cariño, Basi, ¿estás bien?. Me apoyé en el quicio de la puerta y esperé su respuesta. Nada. Entonces entré y me senté en la cama.


– Me duele el pecho y no me encuentro bien. –dijo sin dejar de toser- Llevo así unos días.


– ¿Por qué no me lo has dicho? No soy adivina, tonto. Venga, descansa un poco, que ahora vengo.


Me agarró la mano muy fuerte. Seguía suave, como su caja de caoba.


– Abre la mesita, anda, y dame el cuaderno, no sea que me duerma y se me ocurra algo que tenga que apuntar, ya te dije que se me olvidan las cosas.


Llamé al médico y a los chicos. Quiere regalarle su caja a la Nena.


Cuando el médico ha salido del cuarto miraba hacia el suelo. Luego, mientras rellenaba unas recetas, me ha contado cosas que no he podido entender.


A mi Basilio ya no le queda media vida para desgastar, se consume más deprisa que sus pesas.


Mientras llegan los chicos, he abierto la vitrina, he sacado la pesa más pequeña y me la he guardado en el delantal.


Maldito abuelo, con su cuento de sumas y restas.

24 agosto 2010

Soledad

Sebastián quitó los lazos con cuidado y fue abriendo la caja despacio mientras susurraba frases de amor que había ido anotando días atrás en una servilleta de papel.

Lola miraba hacia el infinito, arrugada. Se la acercó al pecho. Olía a niño, a juguete nuevo y a caramelo de fresa.

Encontró en su nuca el huequito que le daría vida, quitó el tapón y fue soplando, suave, hasta que la muñeca ocupó en el sofá casi el mismo espacio que él. La vistió con algunas cosas que le había comprado y la llevó de la mano a su cama.

Ahora Lola miraba al techo y Sebastián le dio un beso en la frente antes de arroparla.

- Bienvenida a casa, cariño. Descansa tranquila, ya no volverás a dormir sola.

Cuando salió de la habitación, le pareció que ella contestaba con una sonrisa.
15 junio 2010

El roce hace el cariño...a veces


Hubiera dado cualquier cosa por ser diferente.


Al principio me sentía pequeñín en tu bolsillo, pero cuando empezaste a acariciarme, las cosquillas iban de lado a lado y quise soñar que estaría ahí siempre. Desde luego, no se parecía en nada al traquetreo de la cinta en la fábrica antes de embolsarme, el envío a la tienda y la descarga en el escaparate. Lo tuyo sí era roce. Me encantan las uñas largas que en vez de clavarse juguetean. Decidí cambiar. Al fin y al cabo, una semana colado en tu chaqueta hace ilusionarse a cualquiera. Me pasaba el día esperando que te pusieras nerviosa para que hicieras malabarismos conmigo. Jugueteabas pasándome de un dedo a otro por la parte de arriba de la mano intentando que no me cayera y aunque a veces no lo conseguías, volvías a recogerme y me colabas de nuevo en el bolsillo, o volvías a empezar.


Creo que me enamoré de ti porque me hacías sonreír. O porque me lanzabas al aire para cogerme luego, o porque soy un tonto, un sugus tonto, pero había escuchado tantas cosas sobre mi final, que no se me ocurrió uno mejor que contigo y claro, como al tiempo lo tenía en mi contra, me puse a hacer listas en la cabeza sobre cualquier cosa que me hiciera estar a tu lado. Te sorprendería saber la de cosas que puedo memorizar entre estas paredes de papel. Me salvaste de una muerte segura detrás del cristal de aquel escaparate tan soleado.


Te gustaba mi olor a fresa, mi color. Lo dijiste nada más sacarme de la bolsa. Te extrañó que en mi papel no se hubieran impreso más que la mitad de las letras y dijiste que te traería suerte. Yo me hice ilusiones como un crío.


Si hay quien cree en la reencarnación, en el karma o en la suerte, ¿por qué yo no? Tampoco soy tan distinto. Además, entre acabar pegado en una acera o deshecho en tu boca, estaba clara la elección.


El día que me cogiste del bolsillo y empezaste a quitarme el papel, temblé como una gominola. Conté hasta diez hacia atrás para que no te dieras cuenta. Tampoco quería sudar, ni encogerme, ni ponerme duro. Nada de eso te hubiera gustado. Luego, en la boca, me volví ácido pensando en cosas divertidas para hacerte cosquillas en la lengua y que cerraras los ojos como cuando doblas la esquina y te sorprende el sol.


La felicidad me estaba derritiendo, o será que soy un romántico y quería fundirme contigo. Me agarré a tu paladar volviéndome pegajoso y duro para que no me soltaras, pero me despegaste con el dedo cuando no te miraba nadie y pusiste una mueca de asco mirando a los dos lados. Luego hice lo mismo con un diente y esta vez las uñas largas arañaron en vez de acariciar.


Se rompió mi sueño. Dicen que los sugus no tenemos corazón. Ni instrucciones, solo usar y tirar.


Y será que soy un tonto, o que esperaba que el milagro de la reencarnación me sorprendiera, pero dejé de luchar. Había sido un error conocerte, hacerse ilusiones, creer que lo efímero duraba más con una sonrisa. Envidié a los que terminan pegados en una acera, bajo la mesa de un colegial o en la suela de un zapato, a los que no piensan ni quieren cambiar, porque tu indiferencia arañaba más que tus uñas y al fin y al cabo, daba igual lo que yo fuera capaz de memorizar entre unas paredes de papel mal impreso que te iban a dar suerte.

30 mayo 2010

Sin anclas



Si tratara de hablarte mirándote a los ojos, terminaría llorando como una tonta y me convencerías para quedarme.

Desde el borde de la cama, y mirando mis nuevas zapatillas de deporte, sé que tengo que hacer las cosas así.

Nunca tuve unas, pero ayer, cuando volvía a casa, las vi en un escaparate y sentí el impulso de entrar a por ellas.

Es la primera vez que actúo así, sin razones. Bueno, ya me conoces, prefiero tener todo controlado y en orden para sentir que el mundo no se tambalea, que está bien.

De chiquitina me negaba a levantarme de la cama, porque me daba miedo que mis pies enfermos se doblaran hacia adentro y cayera al suelo. Eso no te lo dije. Mi padre me convencía agarrándome bajo los brazos y luego me soltaba poco a poco sin alejarse.
Ahora sé que con tacones también se puede correr. Y preparar los desayunos, hacer la compra o barrer el salón antes de ir a trabajar, pero no es suficiente.

Me he fijado en cómo te gusta el repiqueteo que hacen sobre el parqué. Y te he visto en el balcón, fumando un cigarro y observándome por las mañanas cuando me alejo por la cuesta de al lado de casa.

Cuando éramos adolescentes, también te miraba de reojo tratando de disimular. Cazabas ranas con tus amigos para meterlas en botes, ¿te acuerdas? No me importaba la competición de saltos, pero sí el quedarme en la orilla mientras las otras chicas os salpicaban y volvíais todos empapados a casa. Odié las botas ortopédicas que me impedían hacerlo, esas que a todos os hacían reír. Por eso, cuando al cumplir los diecisiete me invitaste a los billares y me regalaste unos zapatos de tacón, supe que sería tu chica.

Pasé semanas ensayando por el salón de casa para no tropezar y cuando lo conseguí, guardé las botas en una caja y la metí debajo de la cama para siempre. Tampoco eso te lo dije nunca. De vez en cuando las saco y las miro, ¿sabes? Nunca me gustaron, pero sujetaban bien mis pies frágiles haciendo que el suelo no pareciera que se iba a abrir.

Todo fue rodado. Casi sin darme cuenta, vestía de blanco y añadía zapatos cada vez más altos a mi colección, los de cada cumpleaños.

Algunas mañanas sigo echando de menos los brazos de papá.

Cuando llegas a casa y me dices que me quieres, me dejo hacer, ausente, pero el suelo se tambalea como cuando era niña. Y cuando me das un azote en el culo recordándome que te pertenezco, siento que no soy tuya ni de nadie. Luego, mientras te fumas un cigarro, me hago la dormida para que no me preguntes en qué pienso.

Ayer, de camino al trabajo, me crucé por el parque con una pareja haciendo footing. Al despedirse, él arrancó una margarita de un parterre y se la puso en el pelo antes de decir adiós. Me quedé mirándolos mientras se alejaban y llevo dándole vueltas desde entonces. Creo que por eso entré en la tienda.

Quería crecer para tirar mis botas y andar sola, nada más, pero encima de los tacones me siento igual de chiquitina.

Necesito sentir el aire en la cara, abrocharme fuerte los cordones y pasar junto a los parterres repletos de flores.

Me llevo la caja con las botas. No creo que lo entiendas, tal vez es solo un impulso, o puede que necesite recordar dónde está mi suelo. Sin anclas.
04 mayo 2010

En la cuerda floja


Subir una cuerda no es importante.


Lo supe con quince años. Entonces tenía unos cuantos kilos de más y un solo amigo: mi vecino Eladio.


Mis compañeros de clase, encabezados por el fortachón de Gabriel, se reían de mí y se daban codazos en clase de gimnasia cuando nos mandaban saltar el potro o subir la cuerda porque creían que no sería capaz. No lo era, claro, yo solo era el gordo, así que terminaban riéndose todos, incluído el profesor.


Yo me miraba al espejo de reojo y disculpaba las risas, porque ni mi camiseta marcaba musculitos, ni mi aspecto con pantalones de chándal ajustados era precisamente el de un atleta. No me parecía a los chicos de clase por los que ellas suspiraban y menos aún a Gabriel.


Además, con los nervios, me rugían las tripas como al gato de la vecina. Lo llamábamos Azrael y nos comíamos las galletas en forma de corazón que Doña Benita le colocaba en su bol amarillo. A veces, Eladio me ayudaba a vengarme a mi manera, y se las dejábamos a las chicas de clase en sus pupitres con notas románticas. Ellas suspiraban imaginando a su amigo anónimo y mordisqueaban los corazones mientras Eladio y yo nos reíamos a escondidas y Azrael maullaba por los rincones.


Si no hubiera sido por mi amigo, creo que me hubiera escapado del colegio y no hubiera vuelto más.


–Vamos, no les hagas caso, dentro de unos años seguro que son más feos y más calvos que nosotros –me decía-.


Al contrario que yo, Eladio pasaba desapercibido y le dejaban en paz a cambio de que les hiciera los trabajos a Gabriel y sus amigos de vez en cuando.


Simulé enfermedades inventadas para dejar de ir a clase, incluso mastiqué tizas en casa que me hicieron vomitar, pero las excusas no me sirvieron de mucho y mientras mi padre me obligaba a acudir al colegio, el profesor fue tajante: si no subía la mitad de la cuerda, no aprobaría la asignatura por más que aquello estropeara mi expediente académico. Como si fuera lo más importante en mi vida –me dijo-.


Decidí hacer caso a mi padre y a Eladio, claro. Pero a mi manera. Solo para ver la cara de Gabriel cuando le callara la boca. Cuando todos dormían, coloqué una soga en el garaje, me subí a una silla e intenté mantenerme colgado para que mis manos se fueran acostumbrando. Me resbalaba nada más agarrarla y se me hacían ampollas rojas en las palmas. Si no la hubiera enganchado a una tubería, papá no se hubiera despertado ni me habría obligado a contarle lo que pasaba, pero es que por aquel entonces yo no me consideraba precisamente un chico con suerte.


A partir de aquella noche, empezamos un plan de entrenamiento que seguíamos toda la familia a rajatabla, acompañado de una alimentación sana por la que mis hermanos llegaron a odiarme. Cambiamos las hamburguesas y los huevos fritos por pescados a la plancha y verduras. Me amenazaron con tirarme tomates en la exhibición de fin de curso si no lo conseguía y aunque sabía que no serían capaces, comía a toda velocidad para levantarme cuanto antes de la mesa. Eladio me traía galletas y yo me las comía a escondidas antes de entrar en clase.


Subir una cuerda no es importante pero yo era terco y tenía que acabar con las risas de Gabriel para siempre. Madrugaba para ensayar trucos en el parque. Mi padre aseguraba la soga a la barra de unos columpios y yo me esforzaba en vano por mantener la postura alejado de miradas curiosas.


Cuando me dijo que enroscara la cuerda a uno de los tobillos, terminé con el culo en el suelo y la pierna atada en alto. Cualquiera se hubiera reído, pero en vez de eso, mi padre me recordó la cara que pondría el matón de Gabriel cuando me viera subir la cuerda. Luego me hizo probar lo mismo en mi muñeca, pero entonces no lograba mover el brazo, y así un día y otro, empeñados en conseguir un reto estúpido y agotador. Eladio se llevaba un libro y nos miraba de reojo. Creo que pensaba que no lo conseguiría, pero no se atrevía a decírmelo.


La noche del 17 apenas dormí. Ya era capaz de llegar hasta la mitad, incluso un día toqué la campanilla que mi padre colocó en la barra del columpio, pero no quería enfrentarme a un gimnasio lleno de gente. Tuve pesadillas. Me imaginé llegando tarde al examen, y a toda la clase riéndose de mí mientras resbalaba por la cuerda con las manos ensangrentadas. Luego, entrando en el gimnasio con Eladio con un murmullo de fondo. Colocado al lado de la soga, me secaba el sudor de las manos en la delantera de la camiseta. Gabriel hizo una broma diciendo que me estaba sobando la tableta de chocolate y otro le respondió que el pan con chocolate más que la tableta. Fingí no escucharlos. Mi padre esperaba fuera. Levantaba el pulgar en señal de victoria. Yo me untaba las manos con magnesio y el polvo blanco se pegaba a mis pantalones azules. Di un salto pequeño y agarré la cuerda con las manos y con los pies cruzados. La enrosqué a mi muñeca derecha y respiré hondo contando hasta tres. Cuando conseguí llegar a la mitad, Eladio empezó a dar palmas mientras los demás me abucheaban. Estaba sudando y tenía las sábanas hechas un nudo entre las piernas. Fui al baño y me miré en el espejo: seguía siendo el mismo gordito de principio de curso y todos se reirían de mí. Luego volví a la cama y me intenté dormir. Cada vez me parecía más estúpida la idea de la cuerdecita y el jugarme el curso a aquel ejercicio. No quería demostrarles nada, estaba cansado de tanta broma.


Cuando sonó el despertador apenas podía mover los párpados. Me fui directo a la ducha y metí en la mochila la ropa de deporte. Luego salí de casa mordisqueando una manzana y sin hacer ruido para evitar buenos deseos de última hora. Al pasar por la casa de Doña Benita, abrí una lata de atún y la eché en el bol amarillo de Azrael para hacer las paces con él. Seguí caminando hacia el colegio sin dejar de pensar en mi pesadilla.


Cuando estaba llegando a la tapia del colegio, escuché la voz de Eladio pidiendo auxilio.


–¡Bajadme de aquí, por favor!, vamos, ya está bien de bromas.


Eché a correr y tiré la manzana contra el suelo lleno de rabia.


–¿Eladio? ¿Cómo has llegado hasta ahí?


En la parte de arriba del muro, Eladio estaba sentado con las manos atadas. A su lado, una soga colgaba hasta pocos metros del suelo. Me quité la mochila y agarré la cuerda de un salto. Luego subí deprisa mientras trataba de tranquilizarle como él hacía siempre conmigo. Al llegar arriba, me senté como pude y empecé a desatarlo. Se empezaron a escuchar palmas desde el otro lado de la tapia. Miré. Era papá, estaba con el profesor de gimnasia.


Insulté a Eladio, pero en vez de enfadarse, me dio un abrazo.


–Muy bien, listillos, ahora…¿alguien me puede ayudar a bajarme de aquí?

26 abril 2010

Soledad en la luna llena

(En Cicera, cerca de Picos de Europa, alguien creyó en mí y quiso premiar mis palabras con un fin de semana de relax. Muchas gracias a ellos y a mi alma gemela, que siempre está ahí aunque la deje en coma)

Fue el 20 de Julio del 69, lo recuerdo bien porque era tu primer cumpleaños sin niños ni globos en la habitación.

Neil Armstrong pisó la luna y en casa todos estábamos pendientes de la televisión, ¿te acuerdas?. Sí, nos juntamos en el salón y algunos vecinos vinieron a ver el acontecimiento en directo. El Apolo 11, que despegó cuatro días antes, consiguió un sueño que parecía increíble.

El abuelo, que ese año había pillado un pellizco de la lotería, nos regaló aquel Philips en blanco y negro con su mesita de ruedas y todo.

Tú le habías pedido una bicicleta, ya te gustaba la velocidad desde chiquitina, pero le daba miedo que su nieta pequeña pudiera hacerse daño y tuviste que conformarte con una Nancy.

Por entonces aún llevabas coletas. Mamá te mojaba el pelo para que aguantara dentro de las gomas y estiraba tanto que casi tenías que sonreír a la fuerza, luego nos colocaba el verdugo a juego con los calcetines altos y ¡hala!, al colegio.

Teníamos un pacto de silencio que incluía no chivarse a ningún mayor de que el dichoso verduguito acababa en la cartera en cuanto salíamos del portal. Si alguna vez nos preguntaban cómo es que llegaba a casa con manchas de pinturas y lleno de virutas de lápiz, tú me mirabas y dejabas que diera yo la explicación.

Pero con tus coletas no podías hacer nada, salvo sonreír, porque parecía que estaba hecho con el bote azul de pegamento Imedio que olía tan bien. Suerte que a mí la abuela quiso cortarme las puntas y terminó dejándome una melenita a lo garçon, y eso porque no le consintieron seguir, que, igualando igualando, me hubiera rapado como un chaval. No me importaba demasiado, la verdad, porque lo de ser niña no lo llevaba muy bien por aquel entonces y aquel peinado me hacía creerme un Beatle o Elvis Presley delante del espejo. Mientras yo ensayaba “In the ghetto” poniendo caras absurdas, tú cogías el borde de la falda con las manos para parecerte a la cursi de Karina con su baúl y te pegabas serpentinas en el vestido para imitar a Salomé.

Fíjate cómo han cambiado las cosas, María.

Manuela, la vecina del 5º, se sentaba siempre en primera fila, junto a la mesa baja de plástico rojo en la que mamá ponía los aperitivos. Decía que así veía mejor la tele, pero nosotras sabíamos que no estaba dispuesta a perderse las berenjenas de Almagro, las aceitunas rellenas y el chorizo del pueblo que tanto le gustaba.

Los del 3º nos caían mucho mejor y además tenían hijos de nuestra edad que a veces se bajaban el Scalextric o los madelman y nos dejaban jugar con ellos. Su padre trabajaba en televisión y un día nos llevó a ver Los payasos de la tele. Cuando subíamos a su casa, nos pasaba a su estudio y ponía la canción aquella de “cuando calienta el sol” para que la cantáramos juntos, con micrófono y todo.

La llegada del hombre a la luna fue la primera vez que realmente nos dejaron trasnochar. Papá quiso que formáramos parte de la fiesta y dijo que nos acostaríamos cuando terminara todo, al fin y al cabo, era tu cumpleaños y te habías quedado sin fiesta.

A mí lo que me hacía ilusión era ver el flequillo de Jesús Hermida, que me parecía muy guapo porque lo decía mamá y yo quería parecerme a ella, pero tú llorabas y te sorbías los mocos de emoción delante de las imágenes borrosas de la luna.

Ha llovido mucho desde entonces, María.

Crecimos, hubo noches después para trasnochar de verdad, pero sin mayores, aunque aquella fue la primera y la mejor para dos mocosas como nosotras.

Te acuerdas de todo aquello, ¿verdad?, sí, seguro que sí, y de cuando el vecinito, unos años después, empezó a venir a buscarte y a presentarte gente de la tele, cómo no te vas a acordar. Tenía un Cuatro Latas blanco y tú le pintaste una flor de colores en la puerta.

Te cortaste el pelo y te apuntaste a un grupo de pop haciendo de gogó y cantando cosas muy pegadizas y absurdas, como aquella de “desidia, oh, oh, al borde del mar”. No eras Salomé, pero tampoco te quedabas atrás con tu faldita de flecos y un lazo en el pelo. Mi pequeña Birmette, pasaste de niña a gogó sin perder nada de frescura, pero viviste demasiado deprisa, tú y las ganas de no perderte nada. Luego te compraste un mini rojo porque ganabas lo suficiente como para eso y para vivir sola sin dar cuentas a nadie.

Y siempre la luna de fondo, como aquella noche. Decías que cuando estaba llena eras capaz de comerte el mundo y vaya si te lo comiste, primero, con aquel grupo, luego actuando en la tele y al final, en el antro que montó el vecino para verte bailar en la barra, pero siempre a toda velocidad, mierda de velocidad.

Una curva en la carretera, demasiada prisa y puede que demasiadas copas. Un segundo para romperlo todo, María.y tú siempre rozando la línea.

Dicen los médicos que te hable de cosas que hayas vivido, que refresque tu memoria para que quieras volver, cruzar de nuevo esa línea. Y aquí estoy, pegada a un monitor, deseando que te apetezca seguir corriendo y que me digas que pare ya y que soy una cotorra.

Vamos, María, tenemos mucho por recordar

Si quieres me pongo el verdugo de lana, me hago coletas, o reconozco que la falda de flecos no te quedaba tan mal, pero vuelve, porque mañana hay luna llena y no quiero mirarla sola.

12 abril 2010

Los árboles también lloran

(pincha en la foto para verla más grande)

Me senté a la sombra de un árbol a escribir una historia y me quedé dormida.
Al despertar, leí una muy triste y vi que no era solo yo la que sintió tristeza.
Cerré el cuaderno y me prometí volver al día siguiente para escribir otra con final feliz.
06 abril 2010

El hiyab de Amina


En la habitación del hospital el tiempo pasa muy despacio.


Amina mira las gotas que caen de la botella y se imagina cómo entran en el cuerpo de Said, despacito.


Cuenta hasta cincuenta, una, dos, tres, cuatro veces. No conoce más números, pero se empeña en saber los dedos que necesita para que se acabe la botella y así va pasando la tarde. Cuando el suero está casi vacío, pulsa el botón de la pared y alguna enfermera se apresura a cambiarlo. Amina, desde el sillón, las observa entrar y salir y balbucea un –gracias- cuando le preguntan cómo se encuentra o la animan a dormir. Mira al suelo y cuando se van, se repasa frente al espejo del baño las líneas de khol de los párpados mientras oculta un mechón rebelde del flequillo dentro del hiyab.


Hace tres días que Said duerme. Los mismos que ella vela al lado de su cama y cuenta gotas transparentes que caen de una botella. No habla con nadie, no sale. Solo perfecciona el color de sus párpados y se coloca una y otra vez el pañuelo alrededor de la cara. Primero, ajustándolo bien a la frente para anudarlo en la nuca, luego, pasando uno de los extremos por delante del cuello y al final, ocultando orejas, hombros y escote antes de anudarlo de nuevo en la parte de arriba.


Las enfermeras no cubren sus cabezas y tienen la piel morena. Tampoco llevan alianza, pese a que todas superan los quince años. En el pasillo, un reloj grande en la pared avanza lentamente y el sonido de las agujas se escucha por la noche sin lamentos de plañideras.


Amina se descalza, encoge las piernas sobre el sillón y las cubre con la chilaba. Cabecea. Trata de no dormirse, pero el cansancio puede con ella. Piensa en Said. Si despierta y la encuentra dormida, puede que la repudie y vuelva a Fez para casarse de nuevo. Si no lo hace, será una viuda más sin derecho a nada.


Abre un poco los ojos y mira la botella. Aún quedan muchas gotas y las enfermeras le han dicho que no se preocupe, que duerma. El nudo del pañuelo le molesta en la nuca y le oprime el cuello, pero no puede desatarlo por si Said lo ve. Lo conoció el día de su boda y solo se ha quitado al hiyab ante él, ni siquiera ante sus hermanos.


Ellos no saben contar gotas transparentes, ni tuvieron nunca una casa con baño como este hospital. En el pueblo chiquitito cerca de Fez, las cosas son distintas y el tiempo pasa deprisa aunque no lo marque un reloj en la pared.


Por la mañana, un médico entra en la habitación y examina a Said con la ayuda de dos enfermeras. Amina mira hacia el suelo y se borra con los dedos los restos de khol que marcan sus ojeras. Una de las enfermeras se acerca a ella, le acaricia el hombro sobre la chilaba y también mira al suelo.


Amina se encierra en el baño. Respira con dificultad. Acurrucada en una esquina, suelta los nudos de su hiyab y sale corriendo al pasillo buscando las escaleras. Ya no escucha las agujas del reloj. Hace aire. El tiempo pasa.

23 marzo 2010

Miedos


Cuando le clavó el alfiler en el ojo, no pude evitar mirarla de arriba abajo.

Una náusea me vino a la boca con el sabor ácido del desayuno. Luego volví la cara hacia otro lado y traté de fijarme en la gente que entraba en el vagón sin dejar de mirarla de reojo.

El Metro arrancó de nuevo. Durante unos segundos, se apagaron las luces y yo imaginé a la pelirroja buscando entre los pasajeros a su nueva víctima, esta vez de carne y hueso, pero al encenderse, comprobé que seguía sentada a mi lado, mirando fijamente la fotografía que agarraba con una mano y deslizando la punta del alfiler sobre ella hasta que decidía un nuevo sitio donde clavarlo mientras apretaba fuerte los labios. Ni siquiera observaba a las personas que tenía a su alrededor, como si estuviera concentrada en algo muy importante. La tercera vez que lo hizo, aquella pelirroja ya no me resultó tan atractiva, sus tacones rojos de charol no parecían brillar tanto y dejé de buscar la manera de entablar conversación con ella para enterarme de su nombre.

Tampoco podía quitármela de la cabeza, incluso soñaba con ella. Me despertaba sobresaltado creyéndome su acerico, pero volvía a dormirme con la imagen de su culo perfecto debajo de aquella falda imposible. Al despertar, una ducha rápida y listo. Salía de casa corriendo y mirando el reloj porque no quería perder el Metro de las siete y media.

Parapetado detrás de un libro o de un cuaderno como si eso me convirtiera en invisible, la miraba a mis anchas de los pies a la cabeza. Dejaron de interesarme los otros pasajeros y se volvió aburrido comparar las narices de los que entraban, el tamaño de sus bolsos o cuánto tardaban en encontrar asiento. Ni siquiera ojeaba los libros y apuntes de los que tenía al lado ni bajaba la música de mis cascos para enterarme de sus conversaciones, como si allí no hubiera nadie más que ella.

Llevábamos poco más de una semana coincidiendo en el vagón de cola y ya la había imaginado como ama de casa, amante perfecta, psicópata desquiciada o dulce profesora de guardería. En cualquier caso, yo siempre estaba a su lado y eso era mucho más divertido que mis apuntes o mis otros compañeros de asiento. A veces íbamos juntos también en las escaleras mecánicas y en el camino de salida, aunque eso supusiera llegar un poco más tarde al trabajo por bajarme un par de paradas antes.

No me gustaba verla con el alfiler en la mano, pero seguro que tenía alguna explicación y se me ocurriría algo para descubrirla.

Estaba tan decidido que, una tarde, al llegar del trabajo, me senté en el sofá del salón y coloqué el espejo del baño delante de la tele para verme. Luego empecé a ensayar conversaciones que había empezado a escribir en mi cuaderno mientras me movía imitando los vaivenes del vagón. Dos horas después estaba convencido de que al día siguiente seríamos amigos. Le explicaría mi afición infantil a clavar alfileres en el mapa que tengo en la pared del cuarto de estar cuando viajo a alguna ciudad y ella me contaría entre sollozos quién era la chica de la foto y vendría a conocer lugares conmigo, seguro. Dejé el espejo de nuevo en el baño y me fui a la cama.

Me desperté sudando, nervioso. Camino del Metro repasaba la forma de acercarme a ella y los posibles quiebros en la conversación si me daba calabazas. Tenía las manos heladas.

Entonces me acordé de mi primer día de colegio y de todas las chicas a las que había conocido entonces con no demasiada fortuna. Siempre me gustaron las más guapas, las mayores…las que se reían del cuatro ojos enclenque cuando intentaba hablar con ellas y no podía evitar tartamudear.

Me apoyé en la pared sintiendo un pinchazo fuerte en el costado. Me acordé también del profesor de gimnasia. Nos mandaba dar vueltas corriendo al patio y yo me quedaba el último. Miré el reloj y traté de respirar hondo. En un par de minutos el tren llegaría al andén.

Cuando lo hizo, me senté en un banco y saqué mi pañuelo para secarme la frente. Las puertas se abrieron y yo seguí sentado mirando mis zapatos sin atreverme a entrar en el vagón. Se volvieron a cerrar y el ruido fue alejándose. Cerré los ojos. Respiré hondo. Alguien me dio un golpecito en el hombro.

–Perdona, ¿te encuentras bien?, ¿puedo ayudarte?

No dije nada. La pelirroja de tacones de charol se hubiera reído al oírme tartamudear.
Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
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