Sola
A mi padre le encantaban los aeropuertos.
Le recuerdo ahora, tan seguro entre la gente, cuando a mí me parecía un gigante, tan guapo, tan solo. Desde que murió mi madre, cuando yo aún era un bebé, intentó estar presente por partida doble, pero su agenda era demasiado apretada para hacerse cargo de una mocosa como yo y lo suplía a su modo con viajes por todo el mundo y escasas visitas, casi siempre en fechas señaladas, y muy breves, al colegio en el que me matriculó.
Cada septiembre, desde que era muy pequeña, me llevaba en su coche al aeropuerto de Barajas y recorríamos juntos la terminal hasta que embarcaba en el avión que me llevaría al de Shannon, en Irlanda, para llegar al internado en el que pasaba todo el invierno. Después, un par de veces al año venía a visitarme y viajábamos a conocer nuevos lugares. Recibí una educación exquisita, o al menos, eso me repetía, pero yo lo que quería era estar con él, como el resto de las niñas.
Me inventaba una familia a la que nunca conocí, contaba mentiras acerca de mi hogar, aprendí a manejar mis recursos y a no compartir mis sentimientos la soledad nunca dejó de doler.
Me acostumbré a las esperas, de Lyon-Saint Exupery a Ginebra, de allí a Estocolmo, Ámsterdam, Copenhague y tantos otors, siempre entretenida, porque él me enseñó a ocupar el tiempo con libros y lápices. Al principio, me los regalaba sólo con dibujos y se inventaba una historia para mí, y poco a poco fue comprando lecturas para mayores y cuadernos en los que me invitaba a escribir cualquier idea que se me pasara por la cabeza. Junto al gran ventanal que daba a las pistas, jugábamos a dibujar cosas y luego nos enseñábamos las páginas a ver qué había pintado el otro mientras el trasiego de aviones aterrizaban y despegaban.
Papá tenía las manos grandes y suaves, y de su pelo canoso caía un mechón sobre la frente que le hacía a mis ojos el hombre más atractivo del mundo. Soñaba que cuando me casara y formara una familia, sería con alguien que se pareciera a él. He perdido la cuenta de los libros manoseados y las páginas escritas a cuenta de los retrasos y los cambios de clima, la inseguridad y las amenazas, pero no me importaban si estaba cerca de él.
Fui creciendo y poco a poco mi padre fue dejando de venir. Yo no supe nada de su enfermedad hasta que me llamaron cuando ya era demasiado tarde.
Sus compañeros pilotos me invitaban a pasar a la cabina y bromeaban conmigo sobre lo que me gustaría hacer de mayor, pero yo no podía olvidarle, ni llegué a entender nunca sus silencios a pesar de que cada vez nos pareciéramos más.
Cuando terminé mis estudios y me instalé definitivamente en Madrid, una multinacional reclamó mis servicios y me ofreció un buen contrato a cambio de continuos viajes por todo el mundo. Me convertí en eso que se llama una alta ejecutiva, de aspecto impecable, con la maleta siempre preparada, sin obligaciones a mi cargo que no fueran de orden laboral. Fui perdiendo el contacto con los pocos amigos que había ido haciendo en el internado. Unos se casaron, otros volvieron con sus familias, algunos se instalaron allí y yo me alegraba de no necesitar a nadie, o eso creía. No me importaba viajar, porque en los aeropuertos me sentía más a gusto que en el salón de mi casa.
Esta mañana, cuando anunciaron en los paneles informativos el retraso de mi vuelo, saqué un viejo cuaderno para empezar a escribir, y justo cuando iba a hacerlo, se me acercó una pequeña con el pelo revuelto y me preguntó si se podía sentar a mi lado.
- Claro, le dije.
- me enseñas lo que estás haciendo?
- me enseñas lo que estás haciendo?
Yo traté de explicarle que me gustaba escribir las cosas que me pasaban para no aburrirme mientras esperábamos nuestro avión, o que pintaba paisajes que había visto para que no se me olvidaran.
- Siempre te pasan cosas bonitas para contar? Puedo hacerlo yo? Volvió a preguntar.
- Claro, tú toma esta hoja y haz un dibujo para mí, y yo escribiré algo para ti y luego nos lo cambiamos, vale?
- Claro, tú toma esta hoja y haz un dibujo para mí, y yo escribiré algo para ti y luego nos lo cambiamos, vale?
La pequeña asintió con la cabeza. Cuando le di su papel, se arrodilló en el suelo utilizando la silla como si fuera una mesa y comenzó a dibujar: primero una casa, luego unos niños, sus hermanos, sus padres, flores, un arco iris…
Mi hoja continuaba en blanco. Garabateé el boceto de la sala de espera del aeropuerto, y al fondo, ella y yo pintando sobre las sillas, pero no me gustó. No sabía qué regalarle a aquella niña.
Eché un vistazo a las últimas páginas de mi cuaderno: aeropuertos, salas de espera, maletas, rostros anónimos desdibujados en lugares fríos.
Una azafata nos indicó amablemente que ya podíamos embarcar.
Cambiamos las hojas y nos despedimos al entrar en el avión mientras yo trataba de recordar cuándo había sido la última vez que había hecho un retrato, o dibujado un paisaje, una montaña o algo que mereciera la pena conservar, pero desde que mi padre se fue, sólo pinté espacios, gente sin destino, ni siquiera un dibujo de mi casa, del gato que nunca tuve, y siempre me prometió, nada. Ya no era divertido dibujarle y exagerar su mechón y sus facciones, así que no había vuelto a hacerlo. Fui arrugando hojas con rabia y traté de inventar un relato, algo que recordara de mi padre, pero mi papel seguía en blanco. Me acordaba del calor de su mano cuando recorriámos otros aeropuertos, y del dolor que sentía en el pecho cada vez que se alejaba, aunque nunca se lo dije. Ya no lograba recordar con exactitud los rasgos de su cara y ni siquiera me había dado cuenta de eso.
Sí era capaz de memorizar al detalle las caras de todos los empleados de la oficina, los últimos informes fiscales, los datos de las empresas a las que iba a visita.
Por primera vez fui incapaz de poner una sola palabra sobre el folio blanco, rodeada de gente, me encontré fuera de sitio. Miré hacia los asientos de atrás y vi a la pequeña que me había hecho el dibujo, entre sus padres, dormida, sonriendo, y me sentí sola.
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