Rozaduras
Dice mi amiga Lola que la vida es como un calcetín y que cuando no te gusta, mejor darle la vuelta y disfrutarla.
–Ya. Como si eso fuera tan fácil.
Hay días en que las costuras se te clavan en los dedos y no hay manera de dar un paso sin pensar en el momento de llegar a casa, o te hacen rozaduras.
Mi lunes comenzó así cuando dos policías me trajeron una citación a casa y no me encontraron.
Por suerte sí lo hizo el portero, que me avisó al móvil y consiguió ponerme los pelos de punta hasta la hora de volver.
Y es que los uniformes siempre me han dado un poco de miedo, qué le vamos a hacer. Hay gente a la que le ocurre todo lo contrario, pero a mí nunca me gustó el poder que ejerce la gente que va vestida de una determinada manera por el hecho de ir así, y las fuerzas de seguridad no son precisamente una excepción.
Y es que empezar la semana con una citación no es la idea que tengo de un lunes tranquilo, la verdad, ni de disfrutar de la vida, que para eso se me ocurren cosas mejores, qué quieres que te diga.
La gente es poco observadora –pienso-, seguro que mis compañeros de oficina no se dan cuenta de nada y así no me preguntan. A saber lo que pensarán si se enteran. Bastante les he dado ya que hablar cuando algún amigo o hermano viene a buscarme y nos besamos en los labios. Y si es chica, peor todavía. Como si eso tuviera alguna importancia, ya ves tú, pero es que algunas personas viven más pendientes de lo que opine la galería que de las goteras que hace su vida.
Como la mañana era aún poco intensa, lo siguiente fue una llamada que cogió una compañera por error. No es una llamada cualquiera, no. Ni tampoco una funcionaria cualquiera. Un compañero, por llamarle de alguna manera, que además no me conoce de nada, me ha denunciado y quiere echar por tierra veinte años de currículum a cambio de una palmadita de sus jefes en la espalda, valiente gilipollas. Me muerdo el labio para no contestar a quien ha dicho mi nombre a voces seguido de las palabras: expediente-disciplinario y trago saliva mientras noto todas las miradas de la gente de la oficina clavadas en mí.
–A saber lo que ha hecho, con esas pintas, no me extraña y encima siempre riéndose por todo. Con lo bien que se lleva con los abogados, algo de eso debe ser –parecen decir-
Da igual, que piensen lo que quieran. Lo que estoy deseando es terminar aquí, llegar a casa de una vez para recoger la puñetera citación cuando vuelva la policía y saber por fin de qué va. Mi denuncia tendrá que esperar, hoy no es el día.
El teclado del ordenador parece burlarse de mí haciendo saltar en la pantalla letras que no creía haber rozado siquiera, pero es que esta pareja que está en mi mesa dando gritos y pidiéndome explicaciones al por qué de un embargo me están sacando de mis casillas. Mira que les hablo bajito, que siempre lo hago, y les cuento que la factura de su móvil ha provocado todo esto, pero ellos erre que erre, cada vez gritando más, como si habláramos idiomas distintos. Luego dirán que los funcionarios no atendemos bien, claro.
No tendría que haberme comido las uñas, con lo bien que las tenía. Ni siquiera me he dado cuenta.
Suena un pitido del móvil. Mierda, la batería.
Necesito un cigarro.
Podría fumármelo en el balcón mientras repaso el relato de clase, que necesita un pulido antes de darlo por terminado. Ha sido buena idea lo de apuntarme a un curso de escritura y lo de escoger una tarde solo para mí, aunque parezca que no me da tiempo a nada, es la única manera que conozco de hacer planes, aunque a veces me organice el día como si fuera el cuadrante de trabajo de una gran empresa, pero es que todo esto lo descubres sobre la marcha, no te dan un libro de instrucciones para llevar una familia, para ser madre o para ser pareja y todo parece que te viene grande, que me río yo de los masters de organización en los que andan metidos algunos de mis amigos. A esos les sacaba yo de la casa de sus papaítos y les dejaba una semana en la mía, a ver cómo manejaban el circo.
Cuando por fin llegué a casa y sonó el timbre de la puerta, la comida se me vino a la boca, y aunque estaba a punto de terminarme una mandarina, me pareció una enorme aceituna con hueso atascada en mitad de la garganta, vamos, que por poco salgo con las manos delante del cuerpo esperando las esposas y confesando que yo maté a Manolete, pero me contuvo la poca diplomacia que me queda y aguanté el tipo como pude mientras les explicaba a los agentes que yo trabajo en un juzgado. Un poco de colegueo no me vendrá mal –pensé, como si fuera a importarles algo. En el fondo, lo único que esperaba es que me dieran más información que un papel a nombre de mi hijo para que acudiera a comisaría, pero no me sirvió de nada.
Al cerrar la puerta, me fui derecha a su habitación con el dichoso papel en la mano preguntándole a gritos qué había hecho. El me dio casi la misma información, así que nos pusimos una chaqueta y nos fuimos a comisaría sin perder un minuto. De camino barajamos todo tipo de conjeturas mientras yo intentaba seguir sus pasos, que con esas piernas tan largas que tiene, casi acabé corriendo detrás de él, pero por suerte, vivimos cerca y no nos dio tiempo a mucho.
Tres cuartos de hora después de llegar, seguíamos en la cola los mismos que cuando entramos, pero esta vez sí me sirvió mi cara de sorprendida y conseguí que el jefe de policía se ocupara directamente de nosotros.
La palabra declaración retumbaba en mis oídos casi como una amenaza, además, el protocolo que acompaña a este tipo de cosas me resulta bastante antipático, pero cuando nos invitaron amablemente a sentarnos, me acordé de mi amiga y decidí seguir sus consejos.
Antes de que al jefe de policía le diera tiempo a decir nada, yo me había descalzado, mi hijo me miraba muerto de vergüenza y la administrativa, sin levantar la vista del teclado, empezó a explicar que la declaración era un trámite sin importancia para dar por cerrado un pequeño accidente que días atrás tuvo mi hijo.
–Bonitos calcetines, me dijo. Y como si fuera lo más normal del mundo, yo me los volví a poner, esta vez del revés, mientras pensaba que hay días en los que es difícil evitar las rozaduras.
Vamos, que salí de la comisaría como si me hubieran dado una paliza, total, tanta historia por una tontería, pero ahí estaba mi gemela, dispuesta a poner el hombro aunque tampoco tenga libro de instrucciones.
Queda tiempo antes de clase. Un botellín y un abrazo que no esperaba ahora que no me tiemblan las manos. A veces basta una mirada.
Y es que hay cosas que por mucho que te cuenten, no llegas a creerte del todo, aunque por suerte, no todos los lunes sean iguales.
A ver quién se iba a tragar que en una sola tarde, uno es capaz de prestar declaración en comisaría, ir de médicos, tomarse unas cañas, cerrar un bar, terminar a las tres de la mañana con una sonrisa y levantarse tres horas después dispuesta a comerse el día siguiente, no, eso no hay quien se lo trague, pero hay veces que no queda otro remedio que darle la vuelta a todo como si fuera un calcetín, yo tenía un ejercicio de escritura por hacer, y da igual si tengo o no una amiga que se llame Lola, porque todos sabemos que la vida está para disfrutarla.
5 comentarios:
Y con tus calcetines pusiste la nota de color que tanto precisaba el momento. Nerviosismo y situaciones tan extrañas que precisan de un poco de magia para sobrellevarse.
Eres una maga.
Besos enormes.
hay días en los que las costuras se clavan en los dedos pequeños con tenacidad y otras en las que se hacen una bola...hay días en los que los calcetines se convierten en una segunda piel y todo va como la seda...
:o)
BSS
me gustó como resolviste el relato, un gesto aparentemente sencillo el de girar los calcetines y tan necesario para sobrevivir en ciertas ocasiones...
Saludos matutinos,
Tengo unos calcetines como los de la fotoooo jajajajajaja
¿Es verdad?
:D
Tu color en unos calcetines
Pues sí, la vida está para disfrutarla. Hay que darle la vuelta a muchas cosas...
¡saludos!
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