18 febrero 2009

Difícil de entender


Siempre quise ser cirujana.


Me estaba convirtiendo en una, y de las buenas, hasta que empecé a soñar despierta y a ver cosas extrañas en el quirófano. Fue entonces cuando comenzaron las dudas y los miedos. Los primeros de mi vida.


Mi primer muñeco se llamó Kevin.


Tenía otros, pero ninguno lo había elegido yo, así que este era el único realmente mío. Me temblaban las manos montándolo y desmontándolo una y otra vez hasta que fui capaz de hacerlo con los ojos cerrados.


Sentada con él sobre la alfombra, respiraba hondo, me soplaba las yemas de los dedos para que no se me resbalaran las piezas y me concentraba en colocar cada una en su sitio.


Papá me regaló a Kevin a cambio de mis notas. No me costó mucho convencerle.


Fue necesario curso y medio para completar su anatomía, pero mereció la pena.


Durante 80 lunes esperé cada entrega como si fuera la pieza final de mi puzle y casi se lo arrancaba a papá de las manos cuando llegaba a casa. Calculaba su hora de salir del hospital, que casi nunca coincidía con la de llegada, me asomaba a la ventana y jugaba a enrollarme los flecos de los visillos a los dedos para no morderme las uñas.


Con la primera entrega venía un cráneo, los dos juegos de dientes y la mandíbula. Con la última, el pie derecho. Entre ellas, pulmones, vértebras, un juego de ojos y hasta las venas y arterias más importantes. Un complicado laberinto para el que tuve que pedir ayuda más de una vez.


Empecé la colección metiendo las fichas en un archivador. Miraba los dibujos y luego pasaba los dedos sobre el papel con los ojos cerrados para imaginar que tocaba un órgano de verdad.


A veces papá me leía un capítulo antes de dormir y subía y bajaba la voz como si me estuviera contando una aventura.


Puede que él hubiera preferido verme poner mini pañales a un Nenuco o vestir de azafata a la Nancy, pero nunca me lo dijo. Todos mis Barriguitas, Mocosetes y peluches pasaron a la estantería de arriba para hacerle sitio a Kevin y no volví a jugar con ellos nunca.


Siempre quise ser cirujana.


De pequeña estaba acostumbrada a que papá tuviera que salir de casa a cualquier hora. Me parecía de lo más normal vivir con esa tensión siempre colgada del bolsillo.


Conforme iba creciendo, me acercaba más a mi sueño. Yo no quería unas botas nuevas por mi cumple, así que elegía un busca, un fonendo de colores o un bisturí.


En el instituto fui la primera de la clase en biología y disfrutaba con las disecciones mientras el resto de mis compañeros ponían caras de asco cada vez que rozaban una víscera.


Cuando empecé las prácticas en la Facultad, papá me dejó acompañarle en alguna operación. Al principio, solo desde la sala de arriba, detrás del cristal. Luego me hice amiga de la enfermera instrumentista y me colocaba tras ella junto a la mesa de operaciones.


Los estudiantes estábamos acostumbrados a que los residentes nos ignoraran, así que fue un gran triunfo.


El hospital era para mí como mi segunda casa. Me gustaba el olor al entrar en el quirófano antes de cada operación, la asepsia que rodeaba todo. En cambio, el de la anestesia mezclado con el de la sangre me producía náuseas y hacía que me lloraran los ojos.


Me colocaba un ungüento mentolado bajo la nariz para que nadie notara mi mala cara. Ese olor se pegaba en la ropa y era imposible quitártelo de encima hasta que llegabas a casa. Allí encendía velas, una varita de incienso y me olvidaba de mi otro mundo, como si fueran dimensiones paralelas que no se rozaran.


Lo malo fue que aquellas dimensiones comenzaron a cruzarse. O yo tuve esa sensación y entré en pánico de la misma manera que mis pacientes a veces entraban en parada, de hecho, simultáneamente.


La primera vez fue en una operación de papá. A mitad de un trasplante, él agarraba el corazón de la paciente y de pronto sufrió una parada cardiorrespiratoria. La máquina comenzó a pitar machaconamente y todos se pusieron rápidamente en marcha. Vi entonces a aquella mujer levantarse de la mesa y me miró fijamente como si estuviera pidiendo ayuda. Salí corriendo del quirófano y luego me inventé un mareo para que papá no se enfadara conmigo. Nunca le había mentido, pero estaba segura de que si le decía la verdad se reiría de mí y no me volvería a dejar entrar.


No me creyó, porque durante varios días se hizo el encontradizo conmigo para intentar charlar y preguntarme cómo estaba.


Esa noche no pude dormir. Tampoco quitarme el olor de encima, por más incienso y velas que fui encendiendo hasta que empezó a amanecer.


Me senté en la alfombra con Kevin, le quité los collares que tenía por encima y lo fui desmontando para luego ir colocando sus piezas con los ojos cerrados como cuando era pequeña.


Logré olvidarme de aquello hasta mi primera operación como jefa de quirófano. Esa vez fue papá el que me observó desde el otro lado del cristal. Teníamos que reemplazarle las válvulas al paciente en una cirugía a corazón abierto. Todo iba fenomenal hasta que aquel hombre enjuto y pálido entró en parada. Abrió los ojos. No dijo nada. Solo me clavó su mirada.


Nadie más debió verlo, porque siguieron el protocolo habitual, pero a mí me entró un frío por la espalda que me dejó paralizada durante unos segundos. Era como si pudiera sentir su dolor y su miedo, pero en el momento en que su corazón comenzó a latir de nuevo, todo volvió a la normalidad y en cuanto terminé, le cosí a contrarreloj en vez de dejar a la enfermera.


Al llegar a casa, me encerré en el baño y me eché a llorar.


Sonó el teléfono. No lo cogí. Entonces saltó el contestador y pude oír la voz de papá.


–Cariño, soy yo, venga, sé que estás ahí. Tenemos que hablar. Sé cómo te sientes, pero aprenderás a vivir con eso.


Salí del baño y marqué su número.


Papá nunca me habló de las piezas que le faltaban a Kevin. Necesitaba sentarme en sus rodillas y que me contara esos fascículos que no estaban en mis libros.


Porque siempre quise ser cirujana.

3 comentarios:

Blogger Chiki ha dicho...

y...¿el cambio?
ES decir: conflicto: quiere ser cirujana y no puede porque le dan mal rollito las paradas. ¿Qué hace para evitarlo? Si planteas que el conflicto es solo (sin acento) que quiere ser cirujana, el cambio no lo ha provocado ella sino que ha sido algo que le ha venido dado. En mi modesta, claro.

Buenos días, maja

20 de febrero de 2009, 8:34  
Blogger Ana ha dicho...

pues tienes razón, marañita...igual por eso el título ;-)
Lo arreglaré, bueno, prometo intentarlo. Gracias por comentar, al final, igual hasta aprendo.

20 de febrero de 2009, 17:36  
Blogger Enrique Páez ha dicho...

A mí me ha gustado un montón. Los detalles son magníficos. Un abrazo.

28 de febrero de 2009, 12:30  

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