01 febrero 2009

Soñando charcos (para mi hermana)


De pequeña me encantaba saltar sobre los charcos.

Hubiera conseguido el récord de salpicar el agua a lo más alto si no hubiera sido por aquel pequeño accidente.

Kiko era el líder, desde luego, un verdadero kamikace de la lluvia, aunque no me importaba, porque solíamos jugar juntos y me estaba enseñando un montón de trucos. Eso sí: sin dejar de ser rivales.

Mi hermana Anita se limitaba a acompañarme. Habíamos pactado silencio a cambio de no dejar que nadie chapoteara a su lado y ella venía encantada por ser amiga de los mayores.

Lo primero que hacíamos al despertar era levantar la persiana y comprobar el color del cielo. De camino a la cocina planeábamos a quién retar esa mañana para ir escalando puestos hacia el liderato como si preparáramos una estrategia militar, tratando de eliminar primero a los más débiles: Ella conocía los nombres de casi todo el colegio y les ponía motes muy graciosos que me hacían reír. Me estaba convirtiendo en una profesional de los charcos, cosa bastante más difícil siendo chica, pero me había ganado mi puesto por méritos propios y para los chicos yo era uno más. Le corté las piernas a un viejo pantalón que le compraron a mi hermana para ir a la nieve y en cuanto mamá cerraba la puerta, me lo ponía en el portal, bajo el uniforme, para no llegar a casa como si me hubiera meado.

El recorrido al colegio no duraba más de cinco minutos, pero siempre inventábamos una excusa para salir pronto de casa. Primero caminábamos deprisa por el callejón empedrado que llevaba hasta la plaza y allí nos reuníamos con la pandilla para hacer el resto del camino juntos.

Cuando íbamos llegando siempre se oía algún comentario sobre nuestros impermeables o nuestros gorritos a juego, pero nosotras lucíamos orgullosas aquellas prendas de charol que nos trajo papá de Madrid como si nos hicieran más importantes. El resto de los niños de la pandilla usaban de los de goma como los marinos.

Un día, al volver a del colegio, encontramos sobre cada una de nuestras camas un enorme paquete envuelto. Mamá se quedó en la puerta de la habitación esperando que lo abriéramos. Yo rompí el papel regalo y aparté el lazo con ayuda de los dientes mientras Anita quitaba cuidadosamente cada celo para no estropearlo. Dentro, unas botas de goma en rojo y en amarillo, a juego con nuestros impermeables. Nos las pusimos enseguida, le dimos un abrazo a mamá y recorrimos la casa dando saltos, merendamos con ellas y no las llevamos sobre el pijama porque mamá no nos dejó hacerlo.

–Venga, canguritos, ya está bien. Ahora quitaos las botas y a la bañera, que se va a quedar el agua helada.
–Jo, mami, un ratito más, anda.

Mamá no cedió, claro. Esa noche Anita y yo nos quedamos hablando hasta muy tarde y cuando papá entró a darnos un beso tuvimos que hacernos las dormidas para que no nos regañara.

Las botas para mamá significaban un descanso. Ya no tendría que meter papeles de periódicos en nuestros zapatos y secarlos junto a la chimenea. Se acabaron las regañinas al llegar del cole y los calcetines con olor a podrido. Para mí eran mucho más, porque podían llevarme definitivamente a ganar el concurso.

Tuvimos que esperar dos días para estrenarlas, porque un trocito de primavera se coló en el invierno coruñés y nos chafó los planes, pero por fin, al levantar la persiana el tercer día, el cielo estaba gris oscuro y una fina lluvia caía mansa sobre los árboles. La referencia para comprobar la fuerza de la lluvia era la luz que proyectaba el farol de la casona de enfrente.

Desayunamos deprisa, aunque Anita se quejaba de que su colacao quemaba y le tuvo que añadir leche de la jarra un par de veces. La pandilla estaría esperando en la plaza. Yo repasaba mentalmente cada truco que había aprendido. Me coloqué el pantalón corto de nieve casi antes de que mamá nos diera el beso de despedida y salimos corriendo hacia la plaza.

Casi todos mis amigos esperaban ya. Alguien gritó mi nombre y Anita me agarró de la mano muy fuerte mirándome con esa carita tan tierna que se le ponía cuando no quería contarme algo. Yo sabía que tenía miedo. Le guiñé un ojo y seguí pisando sobre los charcos haciendo sonar la goma de mis nuevas botas contra los adoquines. En una de las esquinas de la plaza se había formado uno enorme que parecía un lago. Ese sería mi reto. Cuando llegamos donde estaba el grupo, nos saludamos chocándonos las manos y todos miraron nuestras nuevas botas.

–Será allí –dije señalando la esquina.

Unos sacaron canicas del bolsillo, otros chapas, peonzas…y fueron haciendo corrillo junto al charco. Aún quedaban 15 minutos para empezar las clases. Kiko y yo no necesitábamos apostar nada, aunque el ganador podría pedirle al otro lo que quisiera.

Iba a ser la mejor competición del curso, los tres mejores saltarían de nuevo al salir de clase. Fueron probando casi todos los chicos y Anita escribía la puntuación con una tiza en la columna que había junto al arco. El último en chapotear antes que yo fue Kiko, que cogió carrerilla y llegó al borde del otro lado levantando un gran remolino de agua al juntar los pies justo al ponerlos sobre el suelo. Un vecino se asomó al balcón y nos mandó callar.

–Rapaces, ¿no tenéis otro sitio donde jugar? Venga, ¡al cole todos o bajo y os disuelvo yo con la garrota, hombre!

Respiré hondo y miré los pequeños trofeos que se amontonaban junto a la columna. Me ajusté bien el gorro y le guiñé de nuevo un ojo a Anita antes de saltar. Cinco pasos hacia atrás, luego tres zancadas, un salto grande y ¡mierda!, la bota resbaló al caer con fuerza y de pronto dejé de ver el corrillo.

Se oían voces repitiendo mi nombre y cerré los ojos muy fuerte.

–Cariño, ¿estás bien?

Al abrirlos, vi a mamá y a papá que me miraban con los ojos llenos de lágrimas. Estaba en una cama y Anita miraba con su carita tierna desde el otro lado de un cristal.

–¿Llevo mucho tiempo aquí?
–Desde esta mañana, cariño. Dice tu hermana que resbalaste de camino al cole y te diste en la cabeza con una de las columnas de la plaza. Por cierto, que no sé dónde habrá sido, pero de camino al hospital has debido perder una bota.

No les conté nada, aunque sabía dónde estaba mi bota nueva y quién la había ganado. No volví a pisar un charco.

Hoy, quince años después de aquello, Anita me trajo un paquete enorme con un lazo de colores para celebrar mi cumpleaños. Fui quitando los celos despacito y al abrirlo me encontré con unas katiuskas de colores y una nota: ten cuidado esta vez, no las apuestes con nadie.

Miré el cielo y decidí estrenarlas, aunque ya no sea pequeña y no haya vuelto a saltar sobre los charcos.


9 comentarios:

Blogger borraeso ha dicho...

Precioso relato... pero, respetando a las meigas podremos seguir saltando sobre los charcos ¿no?... es un placer al que no me gustaría renunciar... los charcos me devuelven a la niñez...
Saludos.

1 de febrero de 2009, 15:51  
Blogger Chiki ha dicho...

Gracias por la dedicatoria, maja. Te reto a un concurso de charcos ahora, que ya no tengo miedo. Y te recuerdo que el gorro amarillo es mío. Solo mío.

2 de febrero de 2009, 12:50  
Blogger Miguel ha dicho...

Emocionante relato. Aunque seguro que tu hermana te gana ahora.

3 de febrero de 2009, 10:19  
Blogger இலை Bohemia இலை ha dicho...

No hay edad para chapotear en los charcos, es una buena terapia quita años porque, de un plumazo y sin maquinas del tiempo, nos hace viajar al pasado. Me encantan tus botas de agua...

Un besazo

3 de febrero de 2009, 14:22  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Cómo mejoramos, me gusta mucho.
Un beso

3 de febrero de 2009, 20:23  
Blogger Chiki ha dicho...

:-) Ahora sí.

4 de febrero de 2009, 8:28  
Blogger Hache ha dicho...

A mí me gusta más así ... aunque el dragoncito tenía su "aquel"

4 de febrero de 2009, 14:09  
Blogger Maria Coca ha dicho...

Siempre hay que saltar charcos. No para volver a la infancia sino para seguir en ella eternamente.

Precioso relato, Jimena, cargado de ternura... A propósito, esas botas me suenan ; )

4 de febrero de 2009, 18:37  
Blogger Miguel Schweiz ha dicho...

Jimena, ya mi costumbre es leer tus relatos los domingos. Y cuando se me queda uno atrasado más satisfacción aún y si no encuentro, ya sabes...

Todos me fascinan, tan especiales, tan llenos de ternura y reales al mismo tiempo, tan bien escritos.

Besos y gracias por esos momentos que nos haces pasar.

9 de febrero de 2009, 20:28  

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