Puzzle de Navidad
Por fin, después de una semana entera de lluvia, ha amanecido un día luminoso y helado. Una capa de nieve cubre todo como si durante la noche hubieran extendido una sábana por encima, igual que se tapan los muebles al cerrar una casa por una temporada dejando arrugas sobre las cosas.
Apenas unas huellas en el manto blanco y una línea cruzando la calle que bien podría ser una sonrisa.
Todo brilla, hasta las gotas que aún se mantienen por encima de coches y farolas.
Aún hay pocas ventanas encendidas. El día está comenzando y el silencio sólo se rompe por el aullido lejano de un perro que tal vez también tenga frío.
María pasea por la acera con las manos en los bolsillos. No tiene prisa. Leva los ojos casi cerrados, como si le molestara el reflejo de los primeros rayos de sol sobre la nieve. Se divierte jugando a echar vaho por la boca mientras hace gestos y muecas. Su trenka es grande y vieja, seguramente heredada de algún hermano mayor y dos coletas asoman por los lados del gorro raído con el que casi se tapa los ojos. Viene silbando desde el camino que sube del descampado de enfrente en el que plantaron carromatos y chabolas la primavera pasada. Aunque es pequeña, no es la primera vez que camina por el barrio a primera o a última hora rebuscando en las papeleras. En su familia todos se preocupan por sobrevivir, que ya es bastante. Su manita escarba y saca cosas que, una vez inspeccionadas, vuelven al mismo sitio o pasan al bolsillo después de mirar hacia los lados. En los pies, unas botas de montaña que ya llevaba los días de sol.
Puede que alguien la esté observando desde alguna ventana, al calor de una buena chimenea y con villancicos de fondo mientras siente cómo se le encoge el alma, porque de algún sitio acaba de caer un billete doblado y agarrado con una pinza que la niña se apresura a recoger. Mira hacia arriba, engancha la pinza en el bolsillo de su trenka y se guarda el papel por dentro de la camiseta. La sonrisa le ocupa toda la cara. Igual es su día de suerte, quién sabe…todos pueden tener uno.
En la buhardilla del primer portal de la calle, un joven aprendiz de pintor esboza un paisaje nevado. Ha emborronado el lienzo con pinceladas azules y blancas y observa desde la ventana imaginando copos que caen lentamente sobre el asfalto. Después de vestirse, saldrá con su caballete a la plaza para tener otra perspectiva y terminar su trabajo, así alguien puede que se interese por sus dibujos. Sabe que pintar no es memorizar, sino practicar. Y sabe también que si quiere seguir pagando el alquiler, tendrá que vender algún lienzo más este mes, o volver al pueblo, trabajar en la tienda de ultramarinos de la familia y aceptar su fracaso. Ensaya técnicas y varía colores buscando profundidad, pero algo no le convence. Su profesor de la academia le buscó algunos contactos cuando llegó a Madrid, gracias a eso ha ido ganándose la vida, pero siempre le advirtió que si quería dar a conocer su trabajo, tendría que aportar algo más a sus lienzos para hacerlos especiales. Ahora ni siquiera puede pagarse las clases, pero confía en cambiar su suerte.
La pequeña María sigue buscando entre las papeleras y de vez en cuando acaricia la pinza que ha prendido al bolsillo de la trenka como si fuera un amuleto.
Del portal sale un chico cargado de trastos que casi se tropieza con ella. Tiene ojeras y la mirada perdida en algún punto del horizonte. Parece triste o preocupado. Ha bajado las empinadas escaleras y al llegar al portal, se sube el cuello del gabán y se coloca los mitones para poder coger bien los pinceles. Luego abre en la plaza de al lado una pequeña silla de tijera y coloca el caballete justo delante, buscando una perspectiva lineal de toda la calle. La esquina del papel se dobla con el viento y no encuentra con qué sujetarla, rebusca en los bolsillos, y entonces aparece de nuevo la niña junto al caballete.
–¿Buscas esto?
Al colocar la pinza de su trenka en la esquina del papel, el pintor sonríe.
–Ven, siéntate aquí, justo aquí. Quiero dibujarte en mi lienzo. Ahora sé que tu sonrisa es lo que le falta a mi paisaje. Puede que hoy sea nuestro día de suerte.
Apenas unas huellas en el manto blanco y una línea cruzando la calle que bien podría ser una sonrisa.
Todo brilla, hasta las gotas que aún se mantienen por encima de coches y farolas.
Aún hay pocas ventanas encendidas. El día está comenzando y el silencio sólo se rompe por el aullido lejano de un perro que tal vez también tenga frío.
María pasea por la acera con las manos en los bolsillos. No tiene prisa. Leva los ojos casi cerrados, como si le molestara el reflejo de los primeros rayos de sol sobre la nieve. Se divierte jugando a echar vaho por la boca mientras hace gestos y muecas. Su trenka es grande y vieja, seguramente heredada de algún hermano mayor y dos coletas asoman por los lados del gorro raído con el que casi se tapa los ojos. Viene silbando desde el camino que sube del descampado de enfrente en el que plantaron carromatos y chabolas la primavera pasada. Aunque es pequeña, no es la primera vez que camina por el barrio a primera o a última hora rebuscando en las papeleras. En su familia todos se preocupan por sobrevivir, que ya es bastante. Su manita escarba y saca cosas que, una vez inspeccionadas, vuelven al mismo sitio o pasan al bolsillo después de mirar hacia los lados. En los pies, unas botas de montaña que ya llevaba los días de sol.
Puede que alguien la esté observando desde alguna ventana, al calor de una buena chimenea y con villancicos de fondo mientras siente cómo se le encoge el alma, porque de algún sitio acaba de caer un billete doblado y agarrado con una pinza que la niña se apresura a recoger. Mira hacia arriba, engancha la pinza en el bolsillo de su trenka y se guarda el papel por dentro de la camiseta. La sonrisa le ocupa toda la cara. Igual es su día de suerte, quién sabe…todos pueden tener uno.
En la buhardilla del primer portal de la calle, un joven aprendiz de pintor esboza un paisaje nevado. Ha emborronado el lienzo con pinceladas azules y blancas y observa desde la ventana imaginando copos que caen lentamente sobre el asfalto. Después de vestirse, saldrá con su caballete a la plaza para tener otra perspectiva y terminar su trabajo, así alguien puede que se interese por sus dibujos. Sabe que pintar no es memorizar, sino practicar. Y sabe también que si quiere seguir pagando el alquiler, tendrá que vender algún lienzo más este mes, o volver al pueblo, trabajar en la tienda de ultramarinos de la familia y aceptar su fracaso. Ensaya técnicas y varía colores buscando profundidad, pero algo no le convence. Su profesor de la academia le buscó algunos contactos cuando llegó a Madrid, gracias a eso ha ido ganándose la vida, pero siempre le advirtió que si quería dar a conocer su trabajo, tendría que aportar algo más a sus lienzos para hacerlos especiales. Ahora ni siquiera puede pagarse las clases, pero confía en cambiar su suerte.
La pequeña María sigue buscando entre las papeleras y de vez en cuando acaricia la pinza que ha prendido al bolsillo de la trenka como si fuera un amuleto.
Del portal sale un chico cargado de trastos que casi se tropieza con ella. Tiene ojeras y la mirada perdida en algún punto del horizonte. Parece triste o preocupado. Ha bajado las empinadas escaleras y al llegar al portal, se sube el cuello del gabán y se coloca los mitones para poder coger bien los pinceles. Luego abre en la plaza de al lado una pequeña silla de tijera y coloca el caballete justo delante, buscando una perspectiva lineal de toda la calle. La esquina del papel se dobla con el viento y no encuentra con qué sujetarla, rebusca en los bolsillos, y entonces aparece de nuevo la niña junto al caballete.
–¿Buscas esto?
Al colocar la pinza de su trenka en la esquina del papel, el pintor sonríe.
–Ven, siéntate aquí, justo aquí. Quiero dibujarte en mi lienzo. Ahora sé que tu sonrisa es lo que le falta a mi paisaje. Puede que hoy sea nuestro día de suerte.
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