30 marzo 2009

Para toda la vida


(Se abre el telón. El escenario es un salón de una casa, con pocos muebles y muchos colores, una madre cuarentona con su hijo adolescente, sentados cada uno en un sofá. Son Santiago y su madre)

SANTIAGO.– Joer, mami, ¿por qué no me dejas que me haga el tatuaje? Ahora que estoy en el mercao, me lo comería todo, tú no sabes lo que molan los ambigramas. Y si quieres, vamos juntos y te haces otro.

MADRE.- Te lo he dicho mil veces, Santiago. Estoy aburrida ya con este tema, mejor déjalo.

S.- No, no voy a dejarlo, tú siempre dices que hay que razonar las cosas.

M.- Pero si ya lo hemos hablado, te lo he razonado de todas las maneras que soy capaz, cambia de tercio.

S.- No, lo que me has dicho no son razones.

M.- ¿No lo son porque no es lo que quieres oír?

S.- No, coño, es que lo que me has dicho son solo cosas de madre, pero siempre dejas cosas sin decir.

M.- Vale, primero habla bien, que no estás con tus amigos, y segundo, te recuerdo que sí, soy tu madre, creía que esa fase ya la teníamos superada después de diecisiete años.

S.- Por eso no me entiendes, porque vas de madre, todos mis colegas hacen lo que quieren, joer, tampoco pido tanto. Yo te cuento mis cosas y tú no.

M.- Vaya, ya estamos con los amigos. ¡Que no me importan los demás! ¿Por qué no te fijas en algo que ellos no tengan y tú sí?, intenta darle la vuelta al calcetín, porque, que yo sepa, donde terminan cenando y de risas es en este salón, tampoco se estará tan mal, digo yo, además, no hay nada que contar, estamos hablando de tatuajes.

S.- Ya, pero no tienen hora de llegada, pueden hacerse piercings, tatuajes…y no están castigados por suspender, que somos mayores, coño, más de lo que os creéis. Y no, no estamos solo hablando de eso, coño.

M.- Ah… es verdad, sois mayores… para lo que queréis, claro. Mira, siempre te apoyo y lo voy a seguir haciendo, pero no a cambio de nada, tú tienes que poner de tu parte.

S.- Mira, mami, yo dejo de hacer pellas y tú me firmas la autorización. Voy a ser la caña con el tatu, no me digas que no, y tú vas a estar orgullosa, por mis cojones.

M.- Tú ya eres la caña… y habla bien. Un tatuaje es para toda la vida ¿y si luego te arrepientes?

S.- Ya… hay vidas que duran más y otras que menos, ¿no? Y si me arrepiento, pues ajo y agua, joer, ¡si tú llevas tatuajes!

M.- Coño, pero no son macarras, además, me los hice con el doble de tu edad.

S.- Oye, habla bien, mamá… (se ríe). A ver si me vas a dar mal ejemplo o si se te va a pegar y vas a ser macarra… a tus años. Mira, podrías hacerte uno en la cabeza… si te has hecho uno por cada hijo, hazte uno ahora por ti, para seguir muchos años.

M.- Menos cachondeo, enano, y un respeto a las canas. En cuanto no te decimos lo que quieres oír, tuerces el morro. Esto es un intercambio, en todo, si quieres algo, gánatelo, demuestra que te lo mereces y entonces firmaré esa autorización.

S.- Vale, pues me porto mejor y no vuelvo a faltar a clase, eso es lo que queréis, ¿no? Ya verás: cuando lleve el puto tatuaje me lo voy a comer todo, y tú vas a estar aquí para verlo, ¿verdad?, venga, dime que sí, joer.

M.- No te entiendo, hijo, me acabo de perder (la madre se da la vuelta para que el hijo no la vea llorar y él le revuelve el pelo).



(el escenario ahora es un baño, también de colores y la madre está curando un enorme tatuaje en la espalda a su hijo.)

M.- Encima de cornuda, apaleada. No te muevas, anda, que tengo que colocarte el esparadrapo y no llego.

S.- No sabes lo que dolió…estuve a punto de rajarme y salir de allí corriendo, pero mis amigos hubieran creído que soy una nenaza, que no aguanto ná, como cuando “el chispas” quiso hacerse uno y al final salió de allí mareao al ver las agujas, qué descojone, ha sido el tema del finde.

M.- Bueno, ahora que ya eres un crack y que vas a ligar como un loco, espero que el tatuaje haya servido de algo… Además, te lo he firmado como un órdago, si esto no te hace ver que siempre somos nosotros los que cedemos, yo ya no sé qué más hacer.

S.- Joer, que no, ya está bien de teatro, que no me lo has firmado por eso, ¡coño!, que te oí hablar por teléfono y ya nos conocemos. No pensabas decirme nada, ¿verdad?


(de pronto se hace un silencio incómodo. Los dos miran el espejo y cuando se encuentran sus miradas, la madre vuelve al tatuaje y extiende la crema sobre él)

M.- (suspira y mira hacia otro lado) No sé qué tonterías estás diciendo, y estate quieto o no te podré curar.

S.- Vete a la mierda, joer. Mamá, mírame a los ojos y dime que no es verdad, coño, dímelo, ¡me cago en mi puta calavera!

M.- Baja la voz, que te van a oír tus hermanos, y ¡deja de decir tacos, coño!

S.- Es que estoy hasta los güevos de que me trates como un crío, joer, que voy a cumplir dieciocho y vas a seguir callándote como con los enanos. Y no, coño, no puede ser, dime que no, joder, dime que no, que me has firmado por lo que te he prometido y porque te molan los tatuajes, pero no me digas que es por eso, no puede ser, eso siempre le pasa a otra gente, no a nosotros, tú, que somos un puto crack, no a nosotros, y no me me gastes bromas, cojones, que no tiene gracia, no te puede salir un sarpullido o cogerte una gripe, no, ni en esto puedes ser una madre normal.

M.- (con los ojos llenos de lágrimas) Oye, enano, ¿qué es eso de una madre normal?, no te pases, que aún puedo darte un azote aprovechando que estás agachado. Venga, déjalo ya, tú tienes tu tatuaje y ya está, esto es lo que querías, así que se acabó el tema.

S.- Joer, no os vais a arrepentir, ya verás, que está que te cagas y tú vas a estar aquí para seguir echándome broncas, seguro. Mírate, si eres como la mala hierba, coño… Y ya verás, voy a comérmelo todo.

M.- Ya… eso mismo decías cuando tenías dos años y veías un plato de macarrones pero, pensándolo bien, creo que me fiaba más entonces de tus buenas intenciones, qué quieres que te diga. Vamos, que con lo rico que eras, ya te podía haber criogenizado para que te quedaras así…

S.- Eso, ahora háblame de cuando era un enano…lo que me faltaba. Que no, joer, que ya lo verás. Por cierto, que esta noche hay una fiesta y pensaba ir a enseñarles mi espalda a los colegas…podemos ir juntos. Yo voy de hijo macarrilla y tú te disfrazas de pirata, así vas ensayando para cuando se te caiga el pelo…con un par.

17 marzo 2009

Apariencias


No sé a quién se le ocurrió la idea, pero esto más que un velatorio, parece una verbena.

Tampoco iba a ser yo la única de la escalera que no acudiera al sarao, que con lo dado que es este barrio al cotilleo, acabarían por creer que tengo algo que ver en la historia, así que aquí pienso estar la primerita, aunque me tenga que volver a restregar el rímel con los dedos y a echar saliva en los ojos para fingir pena.

Mírala, hasta las gafas le han dejado puestas…y esas manitas sobre el pecho, que parece una santa, lo que hace un ataúd. Pues menuda era.

El resto de las vecinas lloran y berrean entre aspavientos y letanías. Fíjate, como si les importara un bledo que se haya ido. Diez más ponía yo así, así, en fila, a ver a quién le daban pena.

La presidenta de la escalera ha montado esto como si fuera la primera comunión del chiquillo, o mejor, porque no había visto yo tantas bandejas de jamón ni cuando ganó la copa el Madrid y el del primero lo celebró con los vecinos por todo lo alto. Y todo por salir en la tele, ya ves tú, como si no nos conociéramos. Le han hecho la vida imposible para que se fuera y ahora parecen plañideras. En cuanto se enteraron de que venían a grabar porque la difunta era una chica del playboy, se han vestido como si fueran a la pasarela, menudas harpías.

Pero a mí no me calan, que bastante las conozco yo a ellas y sé de qué pie cojean. Subió la Petri dando alaridos y contando lo que había pasado, me hice la compungida y me bajé con ellas. Luego la policía, el samur y ese abrir y cerrar de puertas que lleva todo el día.

Valiente estupidez, con la de gente que se muere cada día en peores circunstancias que esta, que sí, que su bañera está como si hubieran degollao a un gorrino, pero seguro que no soy la única que no lo lamenta. Una menos y listo, a ver si aprenden todas a no tocar lo que no es suyo.

Y el que se mueve no sale en la foto, que una no es tonta. Hala, he llamao a Luis para que deje el trabajo y se venga. No quiero que piensen que él ha tenido nada que ver con esto, y que la vea así, que deje de abrir la bragueta fuera de casa, a ver si aprende. Y chitón, porque lo que le ha pasado a esta se lo ha podido hacer cualquiera.

Pobre, dicen. Sí, pobres las demás, que desde que llegó al portal ni mi Luis me mira con ese par de tetas que tenía la jodía, se me ha olvidao la última vez que me puso una mano encima. Ya me lo decía la portera cuando vino, que me diera por muerta con semejante delantera, pero mira, para lo que le ha servido…

Cualquiera pudo echar ese aceite en su bañera, que no se hubiera dejado la puerta abierta, no sé a quién se le ocurrió la idea.
14 marzo 2009

Tréboles


Habitación 203. Sobre la mesita, dos pequeños brillantes en forma de trébol y un papel arrugado con algo escrito.


Leire está tumbada, no lleva pendientes. Le molesta la luz en los ojos y los cierra mientras arruga la nariz. Intenta taparse, pero tiene una aguja clavada en la muñeca y le duele mucho el pecho. La sábana no huele a suavizante y la nota fría. Le cuesta respirar. Escucha voces lejanas y unas gaitas escocesas de fondo. Es Enya. Sonríe.


Alguien le pregunta su nombre y le pide que cuente hacia atrás desde diez, despacito.


Diez, nueve, ocho…tiene sueño, intenta abrir los ojos pero los párpados pesan demasiado y apenas puede moverlos, lo justo para que una luz fuerte le haga cerrarlos de nuevo. Trata de relajarse y dormir. Piensa en sus pendientes, pero no recuerda de dónde han salido ni por qué no los lleva puestos. Trata de respirar, le cuesta, quiere moverse, pero no puede hacerlo. Otra vez ese dolor, el frío, las voces a lo lejos.


De pronto, silencio. Enya ha dejado de cantar.


En la mesa de operaciones, una joven paciente está a punto de ser intervenida. Los médicos bromean sobre un corazón al que aún le queda mucho trote. Será una intervención complicada, pero los tres conocen bien su trabajo y todo el equipo está preparado. Al abrir el tórax, los cirujanos se miran sin decir nada y continúan con la operación. Hay que trabajar deprisa. Se inicia el protocolo de trasplantes a toda velocidad, no se puede perder ni un minuto.


El reloj marca las diez y veinte.


Una hora después, el anestesista avisa de posibles complicaciones e inyecta otro líquido en la vía que recorre la columna y la muñeca de la paciente, eso la dejará totalmente dormida más tiempo y les dará la oportunidad de que llegue el corazón que esperan. Una máquina pita machaconamente, código azul. La enfermera seca el sudor de uno de los cirujanos. Tiene el corazón de su paciente en la mano y no puede hacer nada por él. Ya no hay bromas. Mira el reloj.


Leire imagina un campo lleno de tréboles. Los colecciona desde niña porque su abuela le dijo que daban suerte. En Irati los había por todas partes, aunque solo una vez encontró uno de cuatro hojas. Quizá por eso le regalaron los pendientes, ahora lo recuerda. Andrés, ha sido él, por su cumpleaños. Una cama grande, deshecha y una flor sobre la almohada junto a una cajita con letras doradas. Un hotel rural en la montaña. Los móviles idénticos sobre la mesita. Andrés está en la ducha y vibra el teléfono, es un mensaje. Leire lo coge creyendo que es el suyo, pero al abrirlo, se da cuenta que se ha equivocado. Lee: lo siento, hemos terminado. Se viste deprisa y sale de la habitación. Se detiene en recepción a por las llaves de su coche y escribe en un papel: hasta nunca, pero lo arruga con rabia y lo guarda en la mano, apretando con las uñas hasta hacerse daño. Va hacia el coche con el puño cerrado. Al entrar, ni siquiera se acuerda del cinturón. Conduce a toda velocidad, la carretera está borrosa, no puede dejar de llorar, respira hondo y pisa el acelerador sin ver el camión que viene de frente. Da un volantazo intentando esquivarlo.


De repente, todo está oscuro. Puede mover las manos, pero el volante le aprieta en el pecho y no le deja respirar. Se toca la oreja, el pendiente que le dará suerte sigue ahí.


Ahora escucha una voz cada vez más cerca, alguien toca su cara y le dice al oído –vamos, despierta, hemos terminado. Leire abre los ojos. Otra vez el dolor en el pecho, esa frase. No está en el hotel rural de la montaña ni tampoco en casa. Huele raro, pero la luz ya no le molesta en los ojos. Mira a su alrededor. Hay muchos cables y tubos. Junto a su cama, una mesita con unos brillantes en forma de trébol y un papel arrugado. Una lágrima resbala por su mejilla. Leire respira hondo, cierra los ojos y sonríe.


–No –piensa-, yo no he terminado.

03 marzo 2009

Venganza


Las campanas de la iglesia tocan a rebato.

El olor a humo llega a la ciudad y las llamas pueden verse desde los pueblos cercanos.

Basilio observa desde la ventana de su habitación el fuego del arrabal. Está llorando como un niño mientras recuerda los años que pasó queriendo conocer aquel lugar prohibido y odiando a su padre.

Don Hilario es el médico de Plassans.

Su hijo Basilio creció escuchando diagnósticos desde detrás de una puerta y mirando a través del ojo de la cerradura. Cuando alguien se acercaba, se escondía bajo el hueco de la escalera agarrándose las piernas, hecho un ovillo y esperaba a que cesaran los ruidos para volver junto a la puerta. Así fue como aprendió los nombres de todos los del pueblo, sus motes y sus secretos más íntimos. Por eso no le extrañó que don Leandro, el párroco, estuviera tan animado en la celebración de la patrona, porque sabía de su afición a la bebida, tampoco de que doña Angustias anduviera siempre tan estirada, porque las almorranas la estaban matando, como ella misma decía.

Aunque no siguió los pasos de su padre, a Basilio le sobran conocimientos para entablillar un brazo, preparar un bálsamo para la tos o coser una herida con puntos chiquitines evitando que quede cicatriz.

En la gran casa de piedra de la plaza de Plassans tampoco había mucho más que hacer, sobre todo, para un niño enfermo al que apenas dejaban salir.

Tardó años en entender el por qué de su aislamiento, los mismos que en atreverse a visitar aquel lugar maldito donde antes estaba el cementerio.

Le dijeron que su piel tenía una enfermedad rara y que no podía darle el sol, incluso la luz era mala, aunque se curaría con los años. El hubiera preferido estar enfermo y con otros niños en el parque en vez de tocar el piano en su habitación.

Su madre, a la que de pequeño recordaba danzando y cantando por la casa, poco a poco fue dejando de hacerlo y terminó metida en la cama todo el día.

Fue a partir de aquella discusión que tuvieron sus padres. Basilio estaba escondido en el rellano de la escalera y se tapaba los oídos para no escuchar los gritos y los insultos. Nunca les había visto así. Un paciente de su padre al que no pudo ver la cara, estuvo discutiendo con él un buen rato en la consulta y luego se fue sin decir nada. No vestía ni hablaba como los demás. Cuando salió de la casa, su padre estaba alterado y empezó a decir cosas sin sentido. Lo único que le quedó muy claro a Basilio es que a partir de entonces el ejido de San Mittre era algo prohibido. Al día siguiente, su padre contrató al maestro para que acudiera a darle clase a Basilio en casa y alegó esa rara enfermedad.

Basilio juró que nunca le perdonaría. Miraba por el ojo de la cerradura esperando que su padre cayera fulminado por un rayo o algún milagro parecido, pero en vez de eso, su madre, a la que adoraba, enfermó y apenas salía de la habitación. Eso le hizo odiarle aún más.

Fueron años de reclusión en los que apenas salía de casa y cuando lo hacía, a excepción de los exámenes, siempre era acompañado por don Hilario y cerca de la plaza. Años más tarde, su padre le ofreció marcharse a un internado de la Sorbonne y Basilio no lo dudó. Allí estaría con otros chicos de su edad y volvería a casa convertido en un gran abogado.

Justo un día antes de irse, decidió dar una vuelta por el arrabal. Salió de Plassans por la puerta Roma, al sur de la ciudad. Con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, miraba hacia los lados de reojo. Era muy temprano y apenas se cruzó con nadie. En el empedrado de las calles vio algún hueso y recordó lo que había oído al párroco sobre el cambio de ubicación del viejo cementerio.

Al llegar al ejido se escondió detrás de un seto. Efectivamente, ni rastro de lápidas ni nada parecido. Nunca antes había visto el arrabal ni se había hecho idea de cómo podía ser un camposanto abandonado. Unos niños jugaban sobre enormes vigas de madera apiladas, mientras que otros trepaban por los árboles comiendo su fruta. Basilio se quedó sorprendido por aquellas ramas retorcidas que formaban figuras extrañas; no se parecían a las que veía en los libros o en la plaza de su casa. Cogió una pera del suelo, la frotó contra el jersey y le dio un bocado. Era mucho más dulce que las que había en casa y se limpió con la manga el jugo que le caía por la boca. Varios carromatos en hilera y algunas casuchas completaban el cuadro. Se oía música y un grupo de jóvenes bailaba alrededor de una hoguera. Al fondo, junto al río, unas chicas se desnudaban entre risas y se salpicaban. Eran muy guapas y tenían la piel morena, casi aceituna, mucho más parecida a la suya que a la de su padre.

Basilio se miró los brazos mientras recordaba aquellos insultos que oyó de niño. Se frotó los ojos y respiró hondo.

Luego se fijó de nuevo en el grupo de chicas. Una de ellas se había quitado ya toda la ropa y comenzó a frotarse el cuerpo con una pastilla de jabón en la orilla del río. Basilio no le quitaba la vista de encima y comenzó a respirar agitadamente. Con la mano dentro del bolsillo, se dio cuenta de lo excitado que estaba. Bordeó el seto y consiguió acercarse más. Le pareció guapísima. De pronto oyó voces y salió corriendo en dirección a Plassans con cuidado de que no le vieran, tropezó con un hueso clavado en la tierra y casi perdió el equilibrio.

Llegó a casa empapado de sudor. Llevaba el pantalón manchado de barro y semen, así que hizo con él una pelota y lo escondió tras un baúl de su cuarto. Apenas pudo dormir, solo pensaba en la chica del río, en su piel. Aquella imagen le acompañó muchas noches en el internado, siempre con tanta emoción como entonces.

Plassans apenas cambiaba de un año para otro, pero Basilio seguía volviendo cada navidad y cada verano esperando poder entender a su padre. Su imagen ya no era la de un niño enclenque al que le hacía daño la luz y había perdido la timidez de entonces.

Se acercaba a hurtadillas al ejido, porque era la parte de ciudad que más vida tenía y donde se encontraba más a gusto. A veces pensaba cómo hubiera sido él de haberse criado en alguno de aquellos carromatos en vez de hacerlo tras el escudo de piedra de la casa familiar. O cómo hubiera sido su vida si su piel se pareciera más a la de su padre. Cerraba los puños con rabia pensando en todo lo que había perdido.

Una noche, cuando todos dormían, se coló en la consulta y cogió varias cosas. Después se puso una bata de su padre, esperó a no oír ruidos y salió de casa con una mochila a la espalda y una tea. Fue directo al ejido. Ya no quedaban huesos por las calles como aquella primera vez. Se escondió tras los arbustos y fue bordeando el arrabal colocando un hatillo de trapos cada diez pasos. Olía a jazmín y a madreselva. Basilio se detuvo y respiró hondo.

Al llegar a la montaña de vigas de madera, se encaramó como pudo y enganchó la tea entre dos tablones. Después de prenderla, volvió sobre sus pasos echando un líquido sobre los trapos que había colocado y los fue encendiendo con un mechero. Tiró de una hilera de latas atada a un carromato para hacer mucho ruido y salió corriendo de allí.

Justo cuando entraba en casa, las campanas de la iglesia comenzaron a tocar. Se quitó la bata quemada y la tiró al suelo junto a la puerta. Miró hacia atrás. Las llamas podían verse desde lejos. Imaginó los carromatos ardiendo, gente corriendo en todas direcciones, gritos y miedo.

Basilio subió a su cuarto y se miró en el espejo. Tenía manchas de hollín en la cara. Luego volvió la cabeza hacia su padre, que en ese momento le observaba con los ojos muy abiertos desde la puerta. No dice nada.

Las campanas de la iglesia han dejado de sonar. La ciudad se ha puesto rápidamente en movimiento para ayudar a la gente del arrabal. En la planta de abajo, varios heridos son atendidos de urgencia con ayuda de los vecinos. No ha habido muertos, alguien dice que se oyeron ruidos y que vio salir de el ejido a un hombre con bata blanca, corriendo.

Don Hilario sale de casa escoltado por la policía.

Desde la ventana de Basilio ya solo se ve una densa cortina de humo donde antes estaba el arrabal.

Si quieres llevarte bien con las hadas, no copies textos sin permiso.
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