Venganza
Las campanas de la iglesia tocan a rebato.
El olor a humo llega a la ciudad y las llamas pueden verse desde los pueblos cercanos.
Basilio observa desde la ventana de su habitación el fuego del arrabal. Está llorando como un niño mientras recuerda los años que pasó queriendo conocer aquel lugar prohibido y odiando a su padre.
Don Hilario es el médico de Plassans.
Su hijo Basilio creció escuchando diagnósticos desde detrás de una puerta y mirando a través del ojo de la cerradura. Cuando alguien se acercaba, se escondía bajo el hueco de la escalera agarrándose las piernas, hecho un ovillo y esperaba a que cesaran los ruidos para volver junto a la puerta. Así fue como aprendió los nombres de todos los del pueblo, sus motes y sus secretos más íntimos. Por eso no le extrañó que don Leandro, el párroco, estuviera tan animado en la celebración de la patrona, porque sabía de su afición a la bebida, tampoco de que doña Angustias anduviera siempre tan estirada, porque las almorranas la estaban matando, como ella misma decía.
Aunque no siguió los pasos de su padre, a Basilio le sobran conocimientos para entablillar un brazo, preparar un bálsamo para la tos o coser una herida con puntos chiquitines evitando que quede cicatriz.
En la gran casa de piedra de la plaza de Plassans tampoco había mucho más que hacer, sobre todo, para un niño enfermo al que apenas dejaban salir.
Tardó años en entender el por qué de su aislamiento, los mismos que en atreverse a visitar aquel lugar maldito donde antes estaba el cementerio.
Le dijeron que su piel tenía una enfermedad rara y que no podía darle el sol, incluso la luz era mala, aunque se curaría con los años. El hubiera preferido estar enfermo y con otros niños en el parque en vez de tocar el piano en su habitación.
Su madre, a la que de pequeño recordaba danzando y cantando por la casa, poco a poco fue dejando de hacerlo y terminó metida en la cama todo el día.
Fue a partir de aquella discusión que tuvieron sus padres. Basilio estaba escondido en el rellano de la escalera y se tapaba los oídos para no escuchar los gritos y los insultos. Nunca les había visto así. Un paciente de su padre al que no pudo ver la cara, estuvo discutiendo con él un buen rato en la consulta y luego se fue sin decir nada. No vestía ni hablaba como los demás. Cuando salió de la casa, su padre estaba alterado y empezó a decir cosas sin sentido. Lo único que le quedó muy claro a Basilio es que a partir de entonces el ejido de San Mittre era algo prohibido. Al día siguiente, su padre contrató al maestro para que acudiera a darle clase a Basilio en casa y alegó esa rara enfermedad.
Basilio juró que nunca le perdonaría. Miraba por el ojo de la cerradura esperando que su padre cayera fulminado por un rayo o algún milagro parecido, pero en vez de eso, su madre, a la que adoraba, enfermó y apenas salía de la habitación. Eso le hizo odiarle aún más.
Fueron años de reclusión en los que apenas salía de casa y cuando lo hacía, a excepción de los exámenes, siempre era acompañado por don Hilario y cerca de la plaza. Años más tarde, su padre le ofreció marcharse a un internado de la Sorbonne y Basilio no lo dudó. Allí estaría con otros chicos de su edad y volvería a casa convertido en un gran abogado.
Justo un día antes de irse, decidió dar una vuelta por el arrabal. Salió de Plassans por la puerta Roma, al sur de la ciudad. Con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, miraba hacia los lados de reojo. Era muy temprano y apenas se cruzó con nadie. En el empedrado de las calles vio algún hueso y recordó lo que había oído al párroco sobre el cambio de ubicación del viejo cementerio.
Al llegar al ejido se escondió detrás de un seto. Efectivamente, ni rastro de lápidas ni nada parecido. Nunca antes había visto el arrabal ni se había hecho idea de cómo podía ser un camposanto abandonado. Unos niños jugaban sobre enormes vigas de madera apiladas, mientras que otros trepaban por los árboles comiendo su fruta. Basilio se quedó sorprendido por aquellas ramas retorcidas que formaban figuras extrañas; no se parecían a las que veía en los libros o en la plaza de su casa. Cogió una pera del suelo, la frotó contra el jersey y le dio un bocado. Era mucho más dulce que las que había en casa y se limpió con la manga el jugo que le caía por la boca. Varios carromatos en hilera y algunas casuchas completaban el cuadro. Se oía música y un grupo de jóvenes bailaba alrededor de una hoguera. Al fondo, junto al río, unas chicas se desnudaban entre risas y se salpicaban. Eran muy guapas y tenían la piel morena, casi aceituna, mucho más parecida a la suya que a la de su padre.
Basilio se miró los brazos mientras recordaba aquellos insultos que oyó de niño. Se frotó los ojos y respiró hondo.
Luego se fijó de nuevo en el grupo de chicas. Una de ellas se había quitado ya toda la ropa y comenzó a frotarse el cuerpo con una pastilla de jabón en la orilla del río. Basilio no le quitaba la vista de encima y comenzó a respirar agitadamente. Con la mano dentro del bolsillo, se dio cuenta de lo excitado que estaba. Bordeó el seto y consiguió acercarse más. Le pareció guapísima. De pronto oyó voces y salió corriendo en dirección a Plassans con cuidado de que no le vieran, tropezó con un hueso clavado en la tierra y casi perdió el equilibrio.
Llegó a casa empapado de sudor. Llevaba el pantalón manchado de barro y semen, así que hizo con él una pelota y lo escondió tras un baúl de su cuarto. Apenas pudo dormir, solo pensaba en la chica del río, en su piel. Aquella imagen le acompañó muchas noches en el internado, siempre con tanta emoción como entonces.
Plassans apenas cambiaba de un año para otro, pero Basilio seguía volviendo cada navidad y cada verano esperando poder entender a su padre. Su imagen ya no era la de un niño enclenque al que le hacía daño la luz y había perdido la timidez de entonces.
Se acercaba a hurtadillas al ejido, porque era la parte de ciudad que más vida tenía y donde se encontraba más a gusto. A veces pensaba cómo hubiera sido él de haberse criado en alguno de aquellos carromatos en vez de hacerlo tras el escudo de piedra de la casa familiar. O cómo hubiera sido su vida si su piel se pareciera más a la de su padre. Cerraba los puños con rabia pensando en todo lo que había perdido.
Una noche, cuando todos dormían, se coló en la consulta y cogió varias cosas. Después se puso una bata de su padre, esperó a no oír ruidos y salió de casa con una mochila a la espalda y una tea. Fue directo al ejido. Ya no quedaban huesos por las calles como aquella primera vez. Se escondió tras los arbustos y fue bordeando el arrabal colocando un hatillo de trapos cada diez pasos. Olía a jazmín y a madreselva. Basilio se detuvo y respiró hondo.
Al llegar a la montaña de vigas de madera, se encaramó como pudo y enganchó la tea entre dos tablones. Después de prenderla, volvió sobre sus pasos echando un líquido sobre los trapos que había colocado y los fue encendiendo con un mechero. Tiró de una hilera de latas atada a un carromato para hacer mucho ruido y salió corriendo de allí.
Justo cuando entraba en casa, las campanas de la iglesia comenzaron a tocar. Se quitó la bata quemada y la tiró al suelo junto a la puerta. Miró hacia atrás. Las llamas podían verse desde lejos. Imaginó los carromatos ardiendo, gente corriendo en todas direcciones, gritos y miedo.
Basilio subió a su cuarto y se miró en el espejo. Tenía manchas de hollín en la cara. Luego volvió la cabeza hacia su padre, que en ese momento le observaba con los ojos muy abiertos desde la puerta. No dice nada.
Las campanas de la iglesia han dejado de sonar. La ciudad se ha puesto rápidamente en movimiento para ayudar a la gente del arrabal. En la planta de abajo, varios heridos son atendidos de urgencia con ayuda de los vecinos. No ha habido muertos, alguien dice que se oyeron ruidos y que vio salir de el ejido a un hombre con bata blanca, corriendo.
Don Hilario sale de casa escoltado por la policía.
Desde la ventana de Basilio ya solo se ve una densa cortina de humo donde antes estaba el arrabal.
Basilio observa desde la ventana de su habitación el fuego del arrabal. Está llorando como un niño mientras recuerda los años que pasó queriendo conocer aquel lugar prohibido y odiando a su padre.
Don Hilario es el médico de Plassans.
Su hijo Basilio creció escuchando diagnósticos desde detrás de una puerta y mirando a través del ojo de la cerradura. Cuando alguien se acercaba, se escondía bajo el hueco de la escalera agarrándose las piernas, hecho un ovillo y esperaba a que cesaran los ruidos para volver junto a la puerta. Así fue como aprendió los nombres de todos los del pueblo, sus motes y sus secretos más íntimos. Por eso no le extrañó que don Leandro, el párroco, estuviera tan animado en la celebración de la patrona, porque sabía de su afición a la bebida, tampoco de que doña Angustias anduviera siempre tan estirada, porque las almorranas la estaban matando, como ella misma decía.
Aunque no siguió los pasos de su padre, a Basilio le sobran conocimientos para entablillar un brazo, preparar un bálsamo para la tos o coser una herida con puntos chiquitines evitando que quede cicatriz.
En la gran casa de piedra de la plaza de Plassans tampoco había mucho más que hacer, sobre todo, para un niño enfermo al que apenas dejaban salir.
Tardó años en entender el por qué de su aislamiento, los mismos que en atreverse a visitar aquel lugar maldito donde antes estaba el cementerio.
Le dijeron que su piel tenía una enfermedad rara y que no podía darle el sol, incluso la luz era mala, aunque se curaría con los años. El hubiera preferido estar enfermo y con otros niños en el parque en vez de tocar el piano en su habitación.
Su madre, a la que de pequeño recordaba danzando y cantando por la casa, poco a poco fue dejando de hacerlo y terminó metida en la cama todo el día.
Fue a partir de aquella discusión que tuvieron sus padres. Basilio estaba escondido en el rellano de la escalera y se tapaba los oídos para no escuchar los gritos y los insultos. Nunca les había visto así. Un paciente de su padre al que no pudo ver la cara, estuvo discutiendo con él un buen rato en la consulta y luego se fue sin decir nada. No vestía ni hablaba como los demás. Cuando salió de la casa, su padre estaba alterado y empezó a decir cosas sin sentido. Lo único que le quedó muy claro a Basilio es que a partir de entonces el ejido de San Mittre era algo prohibido. Al día siguiente, su padre contrató al maestro para que acudiera a darle clase a Basilio en casa y alegó esa rara enfermedad.
Basilio juró que nunca le perdonaría. Miraba por el ojo de la cerradura esperando que su padre cayera fulminado por un rayo o algún milagro parecido, pero en vez de eso, su madre, a la que adoraba, enfermó y apenas salía de la habitación. Eso le hizo odiarle aún más.
Fueron años de reclusión en los que apenas salía de casa y cuando lo hacía, a excepción de los exámenes, siempre era acompañado por don Hilario y cerca de la plaza. Años más tarde, su padre le ofreció marcharse a un internado de la Sorbonne y Basilio no lo dudó. Allí estaría con otros chicos de su edad y volvería a casa convertido en un gran abogado.
Justo un día antes de irse, decidió dar una vuelta por el arrabal. Salió de Plassans por la puerta Roma, al sur de la ciudad. Con las manos en los bolsillos y la cabeza baja, miraba hacia los lados de reojo. Era muy temprano y apenas se cruzó con nadie. En el empedrado de las calles vio algún hueso y recordó lo que había oído al párroco sobre el cambio de ubicación del viejo cementerio.
Al llegar al ejido se escondió detrás de un seto. Efectivamente, ni rastro de lápidas ni nada parecido. Nunca antes había visto el arrabal ni se había hecho idea de cómo podía ser un camposanto abandonado. Unos niños jugaban sobre enormes vigas de madera apiladas, mientras que otros trepaban por los árboles comiendo su fruta. Basilio se quedó sorprendido por aquellas ramas retorcidas que formaban figuras extrañas; no se parecían a las que veía en los libros o en la plaza de su casa. Cogió una pera del suelo, la frotó contra el jersey y le dio un bocado. Era mucho más dulce que las que había en casa y se limpió con la manga el jugo que le caía por la boca. Varios carromatos en hilera y algunas casuchas completaban el cuadro. Se oía música y un grupo de jóvenes bailaba alrededor de una hoguera. Al fondo, junto al río, unas chicas se desnudaban entre risas y se salpicaban. Eran muy guapas y tenían la piel morena, casi aceituna, mucho más parecida a la suya que a la de su padre.
Basilio se miró los brazos mientras recordaba aquellos insultos que oyó de niño. Se frotó los ojos y respiró hondo.
Luego se fijó de nuevo en el grupo de chicas. Una de ellas se había quitado ya toda la ropa y comenzó a frotarse el cuerpo con una pastilla de jabón en la orilla del río. Basilio no le quitaba la vista de encima y comenzó a respirar agitadamente. Con la mano dentro del bolsillo, se dio cuenta de lo excitado que estaba. Bordeó el seto y consiguió acercarse más. Le pareció guapísima. De pronto oyó voces y salió corriendo en dirección a Plassans con cuidado de que no le vieran, tropezó con un hueso clavado en la tierra y casi perdió el equilibrio.
Llegó a casa empapado de sudor. Llevaba el pantalón manchado de barro y semen, así que hizo con él una pelota y lo escondió tras un baúl de su cuarto. Apenas pudo dormir, solo pensaba en la chica del río, en su piel. Aquella imagen le acompañó muchas noches en el internado, siempre con tanta emoción como entonces.
Plassans apenas cambiaba de un año para otro, pero Basilio seguía volviendo cada navidad y cada verano esperando poder entender a su padre. Su imagen ya no era la de un niño enclenque al que le hacía daño la luz y había perdido la timidez de entonces.
Se acercaba a hurtadillas al ejido, porque era la parte de ciudad que más vida tenía y donde se encontraba más a gusto. A veces pensaba cómo hubiera sido él de haberse criado en alguno de aquellos carromatos en vez de hacerlo tras el escudo de piedra de la casa familiar. O cómo hubiera sido su vida si su piel se pareciera más a la de su padre. Cerraba los puños con rabia pensando en todo lo que había perdido.
Una noche, cuando todos dormían, se coló en la consulta y cogió varias cosas. Después se puso una bata de su padre, esperó a no oír ruidos y salió de casa con una mochila a la espalda y una tea. Fue directo al ejido. Ya no quedaban huesos por las calles como aquella primera vez. Se escondió tras los arbustos y fue bordeando el arrabal colocando un hatillo de trapos cada diez pasos. Olía a jazmín y a madreselva. Basilio se detuvo y respiró hondo.
Al llegar a la montaña de vigas de madera, se encaramó como pudo y enganchó la tea entre dos tablones. Después de prenderla, volvió sobre sus pasos echando un líquido sobre los trapos que había colocado y los fue encendiendo con un mechero. Tiró de una hilera de latas atada a un carromato para hacer mucho ruido y salió corriendo de allí.
Justo cuando entraba en casa, las campanas de la iglesia comenzaron a tocar. Se quitó la bata quemada y la tiró al suelo junto a la puerta. Miró hacia atrás. Las llamas podían verse desde lejos. Imaginó los carromatos ardiendo, gente corriendo en todas direcciones, gritos y miedo.
Basilio subió a su cuarto y se miró en el espejo. Tenía manchas de hollín en la cara. Luego volvió la cabeza hacia su padre, que en ese momento le observaba con los ojos muy abiertos desde la puerta. No dice nada.
Las campanas de la iglesia han dejado de sonar. La ciudad se ha puesto rápidamente en movimiento para ayudar a la gente del arrabal. En la planta de abajo, varios heridos son atendidos de urgencia con ayuda de los vecinos. No ha habido muertos, alguien dice que se oyeron ruidos y que vio salir de el ejido a un hombre con bata blanca, corriendo.
Don Hilario sale de casa escoltado por la policía.
Desde la ventana de Basilio ya solo se ve una densa cortina de humo donde antes estaba el arrabal.
3 comentarios:
Me gusta el recurso de empezar en presente en un hecho que crea expectación para cerrar el relato volviendo al presente y explicando el hecho. Muy redondito :o)
Y también me gusta que hayas cambiado el objeto de la ira de Basilio hacia su padre. Mucho más razonable.
Prometo hacer los deberes :o)
Una venganza cruel, como la de un niño. Me gusta cómo has desarrollado la narración. Muy bueno Jimena.
Besos enormes.
y para cuando algo mas... como diría yo... ALEGRE, COÑO huy!, quizá no se pueda decir coño, perdón
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio