04 mayo 2010

En la cuerda floja


Subir una cuerda no es importante.


Lo supe con quince años. Entonces tenía unos cuantos kilos de más y un solo amigo: mi vecino Eladio.


Mis compañeros de clase, encabezados por el fortachón de Gabriel, se reían de mí y se daban codazos en clase de gimnasia cuando nos mandaban saltar el potro o subir la cuerda porque creían que no sería capaz. No lo era, claro, yo solo era el gordo, así que terminaban riéndose todos, incluído el profesor.


Yo me miraba al espejo de reojo y disculpaba las risas, porque ni mi camiseta marcaba musculitos, ni mi aspecto con pantalones de chándal ajustados era precisamente el de un atleta. No me parecía a los chicos de clase por los que ellas suspiraban y menos aún a Gabriel.


Además, con los nervios, me rugían las tripas como al gato de la vecina. Lo llamábamos Azrael y nos comíamos las galletas en forma de corazón que Doña Benita le colocaba en su bol amarillo. A veces, Eladio me ayudaba a vengarme a mi manera, y se las dejábamos a las chicas de clase en sus pupitres con notas románticas. Ellas suspiraban imaginando a su amigo anónimo y mordisqueaban los corazones mientras Eladio y yo nos reíamos a escondidas y Azrael maullaba por los rincones.


Si no hubiera sido por mi amigo, creo que me hubiera escapado del colegio y no hubiera vuelto más.


–Vamos, no les hagas caso, dentro de unos años seguro que son más feos y más calvos que nosotros –me decía-.


Al contrario que yo, Eladio pasaba desapercibido y le dejaban en paz a cambio de que les hiciera los trabajos a Gabriel y sus amigos de vez en cuando.


Simulé enfermedades inventadas para dejar de ir a clase, incluso mastiqué tizas en casa que me hicieron vomitar, pero las excusas no me sirvieron de mucho y mientras mi padre me obligaba a acudir al colegio, el profesor fue tajante: si no subía la mitad de la cuerda, no aprobaría la asignatura por más que aquello estropeara mi expediente académico. Como si fuera lo más importante en mi vida –me dijo-.


Decidí hacer caso a mi padre y a Eladio, claro. Pero a mi manera. Solo para ver la cara de Gabriel cuando le callara la boca. Cuando todos dormían, coloqué una soga en el garaje, me subí a una silla e intenté mantenerme colgado para que mis manos se fueran acostumbrando. Me resbalaba nada más agarrarla y se me hacían ampollas rojas en las palmas. Si no la hubiera enganchado a una tubería, papá no se hubiera despertado ni me habría obligado a contarle lo que pasaba, pero es que por aquel entonces yo no me consideraba precisamente un chico con suerte.


A partir de aquella noche, empezamos un plan de entrenamiento que seguíamos toda la familia a rajatabla, acompañado de una alimentación sana por la que mis hermanos llegaron a odiarme. Cambiamos las hamburguesas y los huevos fritos por pescados a la plancha y verduras. Me amenazaron con tirarme tomates en la exhibición de fin de curso si no lo conseguía y aunque sabía que no serían capaces, comía a toda velocidad para levantarme cuanto antes de la mesa. Eladio me traía galletas y yo me las comía a escondidas antes de entrar en clase.


Subir una cuerda no es importante pero yo era terco y tenía que acabar con las risas de Gabriel para siempre. Madrugaba para ensayar trucos en el parque. Mi padre aseguraba la soga a la barra de unos columpios y yo me esforzaba en vano por mantener la postura alejado de miradas curiosas.


Cuando me dijo que enroscara la cuerda a uno de los tobillos, terminé con el culo en el suelo y la pierna atada en alto. Cualquiera se hubiera reído, pero en vez de eso, mi padre me recordó la cara que pondría el matón de Gabriel cuando me viera subir la cuerda. Luego me hizo probar lo mismo en mi muñeca, pero entonces no lograba mover el brazo, y así un día y otro, empeñados en conseguir un reto estúpido y agotador. Eladio se llevaba un libro y nos miraba de reojo. Creo que pensaba que no lo conseguiría, pero no se atrevía a decírmelo.


La noche del 17 apenas dormí. Ya era capaz de llegar hasta la mitad, incluso un día toqué la campanilla que mi padre colocó en la barra del columpio, pero no quería enfrentarme a un gimnasio lleno de gente. Tuve pesadillas. Me imaginé llegando tarde al examen, y a toda la clase riéndose de mí mientras resbalaba por la cuerda con las manos ensangrentadas. Luego, entrando en el gimnasio con Eladio con un murmullo de fondo. Colocado al lado de la soga, me secaba el sudor de las manos en la delantera de la camiseta. Gabriel hizo una broma diciendo que me estaba sobando la tableta de chocolate y otro le respondió que el pan con chocolate más que la tableta. Fingí no escucharlos. Mi padre esperaba fuera. Levantaba el pulgar en señal de victoria. Yo me untaba las manos con magnesio y el polvo blanco se pegaba a mis pantalones azules. Di un salto pequeño y agarré la cuerda con las manos y con los pies cruzados. La enrosqué a mi muñeca derecha y respiré hondo contando hasta tres. Cuando conseguí llegar a la mitad, Eladio empezó a dar palmas mientras los demás me abucheaban. Estaba sudando y tenía las sábanas hechas un nudo entre las piernas. Fui al baño y me miré en el espejo: seguía siendo el mismo gordito de principio de curso y todos se reirían de mí. Luego volví a la cama y me intenté dormir. Cada vez me parecía más estúpida la idea de la cuerdecita y el jugarme el curso a aquel ejercicio. No quería demostrarles nada, estaba cansado de tanta broma.


Cuando sonó el despertador apenas podía mover los párpados. Me fui directo a la ducha y metí en la mochila la ropa de deporte. Luego salí de casa mordisqueando una manzana y sin hacer ruido para evitar buenos deseos de última hora. Al pasar por la casa de Doña Benita, abrí una lata de atún y la eché en el bol amarillo de Azrael para hacer las paces con él. Seguí caminando hacia el colegio sin dejar de pensar en mi pesadilla.


Cuando estaba llegando a la tapia del colegio, escuché la voz de Eladio pidiendo auxilio.


–¡Bajadme de aquí, por favor!, vamos, ya está bien de bromas.


Eché a correr y tiré la manzana contra el suelo lleno de rabia.


–¿Eladio? ¿Cómo has llegado hasta ahí?


En la parte de arriba del muro, Eladio estaba sentado con las manos atadas. A su lado, una soga colgaba hasta pocos metros del suelo. Me quité la mochila y agarré la cuerda de un salto. Luego subí deprisa mientras trataba de tranquilizarle como él hacía siempre conmigo. Al llegar arriba, me senté como pude y empecé a desatarlo. Se empezaron a escuchar palmas desde el otro lado de la tapia. Miré. Era papá, estaba con el profesor de gimnasia.


Insulté a Eladio, pero en vez de enfadarse, me dio un abrazo.


–Muy bien, listillos, ahora…¿alguien me puede ayudar a bajarme de aquí?

4 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

¡Jajaja, buenísimo, Ana! ¡Y sin muertos ni comatosos esta vez! Me encantó, qué bellísimo mensaje además.

4 de mayo de 2010, 20:20  
Blogger Maria Coca ha dicho...

Una anécdota para el recuerdo. Muy original y bien narrado. Genial!

Besazo grandote!!!!

12 de mayo de 2010, 19:02  
Blogger eva ha dicho...

yo no saltaba las vallas, las tiraba todas. un besito

23 de mayo de 2010, 10:36  
Blogger Miguel ha dicho...

Muy bueno, muy bueno.

A veces somos nosotros mismos quienes nos ponemos barreras infranqueables.

Repito, muy bueno, bueno.

Miguel

1 de septiembre de 2010, 12:10  

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