23 febrero 2010

Corazón


Los médicos no tienen corazón.


Seguro que se lo extirpan para poder hacer su trabajo. Si no, llegarían a casa cada día deprimidos y tristes. Por eso te dejan tirado en una cama y se olvidan de que estás ahí y al acercarse, evitan mirarte a los ojos o hacerte una caricia. Es parte de su vida.


Pierdes la noción del tiempo y terminas acurrucado en tu cama escuchando todo lo que te rodea, mirando por el hueco de una cortina o limpiándote las lágrimas para que nadie te vea, avergonzado. Claro que, la sala de urgencias no es un espacio en el que se contemple la privacidad, o eso quieres pensar para convencerte de que no es culpa tuya.


Ingresas con un dolor fuerte en el costado y después de orinar sin ganas en un bote y tumbarte en una camilla lo único que quieres es salir de allí lo antes posible. Los cólicos son muy puñeteros –eso comenta la enfermera mientras te inyecta no sé qué. Y se va. Tú te tapas la cabeza con una sábana e intentas dormir para olvidar el dolor, pero entonces empiezan las llamadas y las carreras, las peticiones de quirófano, los gritos y las pruebas. Un tráfico, dicen. Tú solo quieres dormir.


En la cama de al lado hay una niña. Debe de tener unos diez años y lo único que dice es mamá.


Se la han llevado varias veces y desde hace un rato una médico está junto a ella empeñada en que no se duerma. Te tapas la cabeza y vuelves la mirada hacia la pared. No quieres ver cómo se olvidan de ella.


– Vamos, cariño, mírame, no es hora de dormir, luego podrás hacerlo ¿Me dices cómo te llamas?


– Mamá…


– Tu mamá vendrá enseguida, la están llamando, pero ahora tienes que decirme tu nombre, o el de esa muñeca tan bonita que llevas en la mano.


– Mamá…


– ¿Se llama mamá? No, venga, ese no es el nombre de una muñeca, no me engañes. Yo tenía una cuando era como tú, se llamaba Cariñitos y aún estará por casa de mis padres. Si me ayudas un poco, te la regalaré cuando salgas de aquí, pero ahora tienes que contestarme, por favor. Mira ¿ves cuántos dedos tengo aquí?


– Mamá…


– Mamá se va a poner muy contenta cuando le diga lo bien que te has portado. Y me acompañará a casa a por Cariñitos, ¿vale? ¿Sabes una cosa? Mi muñeca me ayudó a hacerme médico, ¿quieres que te cuente por qué?


La niña, que mira fijamente al techo, mueve la cabeza y la médico sonríe. Puede que esta sí tenga corazón. O no sea médico.


– Pues verás, yo no tenía hermanas, y Cariñitos me acompañaba a todas partes. Era mi mejor amiga, pero de goma y ojos que se abrían al ponerla de pie ¿La tuya abre los ojos? Seguro que sí, luego la sentamos a tu lado.


– Mamá…


– A Cariñitos le pedía consejo para todo, le contaba mis problemas y le dejaba que eligiera mi ropa lanzándola al aire sobre la cama para ver en qué vestido caía.


Cuando le expliqué que quería ser peluquera, cerró los ojos dos veces. Era nuestro guiño secreto. Y como me ayudaba en todo, pues cogí las tijeras del pescado y fui recortándole las puntas –ris-ras, ris-ras.


A ella no le importaba ser mi modelo, pero cerró los ojos cuando se vio en el espejo. Yo solo quería recortarle las puntas, pero igualando igualando, casi la dejo calva. Con un pañuelo pirata se disimulaba bastante, pero no le gustó, porque al lanzarla al aire, se empeñaba en caer fuera de la cama. Era su manera de protestar, ¿sabes? Porque a Cariñitos no le gustaba el pelo tan corto. Entonces le ofrecí ser cocinera, pero cerró la boca y ni siquiera abriéndole una rendijita con las tijerillas de las uñas logré que comiera nada.


Ni modista, ni payaso, ni nada. Mi muñeca cerraba los ojos y dejaba de mirarme.


¿Tu muñeca hace eso también?, vamos, tienes que decirme algo, te has dado un golpe fuerte en la cabeza y cuando empieces a hablar conmigo sabré si tengo que preocuparme, porque tú no quieres que me ponga triste, ¿verdad?


– Mamá…


– Mira, si no me ayudas, no seguiré contándote la historia, tengo otros pacientes que querrán saber qué le pasó a mi muñeca, así que me voy y si quieres algo me llamas.


– Mamá…


La doctora se levanta despacio de la silla que ha colocado junto a la cama de la niña y la pequeña empieza a gemir, muy bajito, y a llorar. No ha movido la cabeza.


– Está bien: te cuento un poco más y luego me dices cómo se llama tu muñeca, pero es un trato y tienes que cumplir tu parte ¿Te duele la cabeza?


La niña se queda en silencio y la doctora sigue hablando.


– Bueno, pues una noche me metí a la cama sin mi muñeca. No lo había hecho nunca, pero si Cariñitos estaba enfadada conmigo, yo tampoco quería ser su amiga. Le doblé las piernas y la coloqué sobre una silla mirando hacia el jardín, claro, que no me pude dormir. Entonces se me ocurrió una idea para hacer las paces con ella. Cogí una lupa grande que me habían regalado, hilos de colores de la caja de coser y una aguja de hacer ganchillo. Corté tiras de colores mezclando las hebras, les hice nudos de tres en tres y luego las fui metiendo con cuidado en cada agujerito de la cabeza hasta pasar al otro lado de la goma.


Cuando terminé, la puse delante del espejo y abrió los ojos mucho. Estaba guapísima. Nos quedamos dormidas enseguida.


Por la mañana, cuando sonó el despertador, bajé corriendo a la cocina y se la enseñé a mis padres. Ellos se quedaron mirándome, pero es que a veces los mayores no entienden nada. Y como Cariñitos me dejó aprender con ella, estudié medicina y hoy curo a niños como tú cuando se dan un golpe en la cabeza.


Venga, ahora tienes que decirme cómo te llamas. No, no cierres los ojos, hemos hecho un trato.


Un médico se acerca a la cama con un sobre grande en la mano y susurra algo a la doctora. Ella pregunta por la madre de la niña y el médico baja la cabeza sin decir nada.


Quieres salir, algo hace que te piquen los ojos y tienes las piernas dormidas de estar en la misma postura.


Se ha pasado el dolor, el del costado, por eso quieres que venga la enfermera.


Cuando lo hace, en vez de sentirte liberada, buscas excusas para quedarte un rato más, tardas en vestirte y cierras el hueco de la cortina que te separa de la niña, respiras hondo y caminas hacia la puerta. En la sala de espera alguien estará esperándote para llevarte a casa.


La médico camina delante de ti, lleva un sobre en la mano. Vuelves la cabeza y la buscas con la mirada. Piensas deprisa, quieres hacer algo. Tú no eres médico, tendrías que preguntarle, darle la mano. Para qué. Para que sepa que no está sola, que no se han olvidado de ella.


Se escucha una voz.


–Me llamo Noelia.


La médico vuelve sobre sus pasos y sonríe. Tú también. Sabes que tienen corazón. Ojalá pudieras extirpar el tuyo de vez en cuando.

4 comentarios:

Blogger Maria Coca ha dicho...

Uff!!! Una historia de esperanzas, de tensiones, recuerdos y miedos. Me gusta mucho el estilo que has usado para el relato.

Genial!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Un besazo enorme!

23 de febrero de 2010, 19:54  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Qué hermoso lugar, que lindo blog, no sé bien cómo he llegado aquí pero doy por hecho regresar.

Te invito a mi "Cangrejo"
http://www.delcangrejoalasopa.blogspot.com/

Saludos,
Ricardo.

24 de febrero de 2010, 1:59  
Blogger Joaquín Campos ha dicho...

¡¡¡HERMOSO!!! ESA ES LA PALABRA HERMOSO RELATO.
BESOS.

27 de febrero de 2010, 9:47  
Anonymous Anónimo ha dicho...

¡Tu pluma tiene corazón, Ana!¡Cómo conmueve!

7 de marzo de 2010, 23:29  

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