08 marzo 2008

Nostalgia*

El traquetreo del tren mecía rítmicamente nuestros cuerpos, nuestros pensamientos. En silencio, con las cabezas apoyadas en la ventana, compartíamos nuestra pena con el amanecer de un paisaje que, distorsionado por la lluvia, nos perdía en el recuerdo.

Para aquel viaje no había billete, era un tren que partía, y eso fue suficiente; ignorábamos su destino.

Cada estación rompía nuestro ritmo y nos devolvía a un presente no asimilado.

Por nuestras cabezas volaron en mil secuencias los momentos vividos. Hubiéramos deseado detener el tiempo en ese instante, pero una mirada compartida bastó para comprender que no había marcha atrás. A veces el mundo de las sensaciones es mucho más fuerte que el de las palabras, pero por alguna razón, tal vez por miedo, no nos detenemos a escucharlas y conviven a nuestro lado ahogadas en cada sueño.

Nueve lunas juntos nos habían convertido en almas gemelas, y acompasamos nuestros latidos para sabernos juntos unos momentos más. ¡Cuánta magia se esconde en el silencio cuando se sabe escuchar!

De repente, algo llamó nuestra atención: el eco de unas voces desconocidas nos sumergió en un pánico que entumeció hasta el más pequeño de nuestros huecos. Al eco de voces siguió un jadeo, y luego otro, y otro, y otro más, mientras nuestro tren descarrilaba en un largo túnel a velocidad de vértigo.

Todo daba vueltas a nuestro alrededor y perdí en un segundo la noción del espacio y del tiempo; ocurrió tan aprisa que ni siquiera tuve tiempo de mirarte y sonreir... y el miedo se apoderó de mí cuando fui consciente de tu ausencia.

No había luz...tenía miedo. Nunca lo había sentido.

De pronto noté cómo mi cabeza se golpeaba contra algo, después los brazos, el pecho, e hice lo que pude, sin fuerzas ya, por salir de allí y liberarme de aquel amasijo que me oprimía el pecho por fuera y por dentro. No tardé mucho en lograrlo, pero mi corazón latía tan rápido que casi no podía respirar. La lluvia había cesado y rompí a llorar ante el desconsuelo de no tenerte más a mi lado, mientras era zarandeado, mojado, frotado y me sentí envuelto en ropas que ya no olían a ti, pero que evocaban un aroma, profundo y cálido que parecía recordar.

Su pecho me meció al calor de una lágrima cayendo sobre mi rostro y abrí los ojos.

Allí estabas tú de nuevo, y ante los dos, plenos de paz y calma, comprendí que ella nos había regalado el milagro de la vida.

No olvidaré nunca su aroma.

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