Madrid
A veces, cuando madrugo, me acuerdo de mi abuela.
Lo hacía todos los días, como yo, para que le diera tiempo a más cosas, aunque a mí a veces me gana la pereza y remoloneo un rato en la cama intentando volver a dormirme. Dudo que ella se permitiera ese lujo alguna vez.
Me gusta aprovechar mi tiempo al levantarme para hacer cosas que me gustan. En su caso, y por extraño que nos pueda parecer ahora, para rezar, para pedir por toda su gente. Claro, con una familia tan numerosa como la mía, la pobre se levantaba a las seis de la mañana para que sus novenas no le quitaran tiempo de las tareas domésticas. Así, cuando nos levantábamos, todo estaba dispuesto, ella arreglada y no quedaba rastro de la retahíla de peticiones que les debía hacer a todos sus santos.
Los tenía colocados en la repisa de la ventana, bueno, no a ellos, pero sí un taco de estampitas, amarillas ya de tanto uso, con la imagen de cada uno, colocadas en un orden que nunca llegué a entender.
A mí me parecían como los cromos de fútbol de mis hermanos, aunque ella sí me los dejaba coger. Nos dejaba a todos, así que más de una vez tuvo que buscarlos por otros rincones, traspapelados entre juguetes, canicas o recortes de cromos para meter en las chapas de Mirinda.
Daba igual a la hora que te levantaras, porque cuando lo hacías, la encontrabas con su pelo perfectamente peinado, sus pendientes de perlas y la mejor de sus sonrisas esperando un abrazo y un te quiero antes de prepararte el desayuno. Debí heredar algo de su coquetería, porque a veces, frente al espejo, la recuerdo mirándose de reojo mientras se colocaba el delantal.
Parecía que no se cansaba nunca!. Nos repetía mil veces que si la queríamos aunque fuera mayor, para que le regaláramos los oídos, y, claro, se los regalábamos..
Luego, cuando llegaba la hora de la compra, nos cogía de la mano y nos llevaba con ella como el mejor de sus trofeos. Todos se paraban a saludarla, a achucharnos y a charlar. Vamos, que para comprar un kilo de naranjas podías tardar un par de horas después de haber pasado por todos los puestos del mercado, la tienda de ultramarinos, la panadería y el kiosko de periódicos.
Ayer, cuando me levanté, me fui a pasear con mi perro por el Retiro. Nos cruzamos con bastantes madrugadores haciendo footing, montando en bici o patinando. Nadie nos saludó. Sólo el dueño de otro perro nos dio los buenos días.
Después fui a la estación de Atocha a tomar un café. Abren pronto, así que dejé a Trasto atado en la puerta y me senté en una mesa de la terraza del vestíbulo interior, junto a las plantas. Allí esperaría a mi hermana, otra loca que abre el ojo con el día y salta de la cama.
El camarero, de mala gana, dejó sobre mi mesa zumo, tostada y café como le había pedido, y se marchó murmurando con acento extranjero cuando le dije que esperaba a alguien y que me trajera sacarina. ¡Como si le hubiera pedido algo raro!
Saqué un cuaderno del bolso, pero harta de esperar a mis musas trasnochadoras, que no acababan de llegar, me dediqué a observar a la gente que pasaba.
Una pareja arrastraba dos enormes maletas en las que parecían haber colado todos sus recuerdos y sus sonrisas. Pasaron junto a mi mesa con la mirada perdida en el horizonte, sin hablarse ni mirarse apenas e imaginé cuál sería su historia.
A mi lado, tres chicas de veintitantos ultimaban los planes del fin de semana agarradas a sus móviles mientras el andén y los pasillos se iban llenando de gente que andaba deprisa en todas direcciones. Muchos de ellos, también con móviles, se miraban lo justo para no tropezarse.
Un chico joven, de aspecto impecable, se acercó para preguntarme si las sillas de mi lado estaban ocupadas y le cedí una para que colocara su americana. Luego sacó de su maletín un portátil, lo colocó sobre la mesa y dimos por terminada nuestra escueta conversación.
- A qué viene esa cara tan seria, hermanita?
Dí un respingo en mi asiento y miré hacia arriba.
- No te había visto.
Nos dimos los buenos días con un beso en los labios, como siempre, y le pregunté si se acordaba de la abuela.
- Cómo? Pues claro…a qué viene esa pregunta?
- Es que ahora estaba pensando en ella. Me acordaba de su perfume, de su sonrisa, y de cuando nos llevaba al parque o a la compra. La imaginaba aquí, intentando hablar con los viajeros, como cuando iba en el coche de línea.
Pagamos nuestros cafés y nos fuimos callejeando con Trasto hacia casa. Ella, a despertar a los suyos. Yo, a escribir esto.
Lo hacía todos los días, como yo, para que le diera tiempo a más cosas, aunque a mí a veces me gana la pereza y remoloneo un rato en la cama intentando volver a dormirme. Dudo que ella se permitiera ese lujo alguna vez.
Me gusta aprovechar mi tiempo al levantarme para hacer cosas que me gustan. En su caso, y por extraño que nos pueda parecer ahora, para rezar, para pedir por toda su gente. Claro, con una familia tan numerosa como la mía, la pobre se levantaba a las seis de la mañana para que sus novenas no le quitaran tiempo de las tareas domésticas. Así, cuando nos levantábamos, todo estaba dispuesto, ella arreglada y no quedaba rastro de la retahíla de peticiones que les debía hacer a todos sus santos.
Los tenía colocados en la repisa de la ventana, bueno, no a ellos, pero sí un taco de estampitas, amarillas ya de tanto uso, con la imagen de cada uno, colocadas en un orden que nunca llegué a entender.
A mí me parecían como los cromos de fútbol de mis hermanos, aunque ella sí me los dejaba coger. Nos dejaba a todos, así que más de una vez tuvo que buscarlos por otros rincones, traspapelados entre juguetes, canicas o recortes de cromos para meter en las chapas de Mirinda.
Daba igual a la hora que te levantaras, porque cuando lo hacías, la encontrabas con su pelo perfectamente peinado, sus pendientes de perlas y la mejor de sus sonrisas esperando un abrazo y un te quiero antes de prepararte el desayuno. Debí heredar algo de su coquetería, porque a veces, frente al espejo, la recuerdo mirándose de reojo mientras se colocaba el delantal.
Parecía que no se cansaba nunca!. Nos repetía mil veces que si la queríamos aunque fuera mayor, para que le regaláramos los oídos, y, claro, se los regalábamos..
Luego, cuando llegaba la hora de la compra, nos cogía de la mano y nos llevaba con ella como el mejor de sus trofeos. Todos se paraban a saludarla, a achucharnos y a charlar. Vamos, que para comprar un kilo de naranjas podías tardar un par de horas después de haber pasado por todos los puestos del mercado, la tienda de ultramarinos, la panadería y el kiosko de periódicos.
Ayer, cuando me levanté, me fui a pasear con mi perro por el Retiro. Nos cruzamos con bastantes madrugadores haciendo footing, montando en bici o patinando. Nadie nos saludó. Sólo el dueño de otro perro nos dio los buenos días.
Después fui a la estación de Atocha a tomar un café. Abren pronto, así que dejé a Trasto atado en la puerta y me senté en una mesa de la terraza del vestíbulo interior, junto a las plantas. Allí esperaría a mi hermana, otra loca que abre el ojo con el día y salta de la cama.
El camarero, de mala gana, dejó sobre mi mesa zumo, tostada y café como le había pedido, y se marchó murmurando con acento extranjero cuando le dije que esperaba a alguien y que me trajera sacarina. ¡Como si le hubiera pedido algo raro!
Saqué un cuaderno del bolso, pero harta de esperar a mis musas trasnochadoras, que no acababan de llegar, me dediqué a observar a la gente que pasaba.
Una pareja arrastraba dos enormes maletas en las que parecían haber colado todos sus recuerdos y sus sonrisas. Pasaron junto a mi mesa con la mirada perdida en el horizonte, sin hablarse ni mirarse apenas e imaginé cuál sería su historia.
A mi lado, tres chicas de veintitantos ultimaban los planes del fin de semana agarradas a sus móviles mientras el andén y los pasillos se iban llenando de gente que andaba deprisa en todas direcciones. Muchos de ellos, también con móviles, se miraban lo justo para no tropezarse.
Un chico joven, de aspecto impecable, se acercó para preguntarme si las sillas de mi lado estaban ocupadas y le cedí una para que colocara su americana. Luego sacó de su maletín un portátil, lo colocó sobre la mesa y dimos por terminada nuestra escueta conversación.
- A qué viene esa cara tan seria, hermanita?
Dí un respingo en mi asiento y miré hacia arriba.
- No te había visto.
Nos dimos los buenos días con un beso en los labios, como siempre, y le pregunté si se acordaba de la abuela.
- Cómo? Pues claro…a qué viene esa pregunta?
- Es que ahora estaba pensando en ella. Me acordaba de su perfume, de su sonrisa, y de cuando nos llevaba al parque o a la compra. La imaginaba aquí, intentando hablar con los viajeros, como cuando iba en el coche de línea.
Pagamos nuestros cafés y nos fuimos callejeando con Trasto hacia casa. Ella, a despertar a los suyos. Yo, a escribir esto.
8 comentarios:
¡Mirinda!, qué recuerdos. Jo, y las estampitas y los paseos por el mercado. ¡Ni besos nos daban en ese rato!
Oye, tú, no te dejes las interrogaciones a medio poner, que las pobres se sienten solas.
Estás empeñada en tocar las fibras sensibles. Me gusta, y que eso responda a recuerdos, también.
Buen día
Te cundió la mañana...y eso que aún no había empezado.
Ah!! El café de mañana lo pago yo..lo siento chiky te darán calabazas mañana...jejeje
Espero que este fin de semana te cunda igual que esa mañana.
Un beso.
Maraña: sigue corrigiendo, que esto promete. Gracias
Niño: gracias. Tú sabes lo que cunden las mañanas cuando uno madruga. Y los recuerdos. Con los míos, podría hacer una novela, aunque de momento, no entra en mis planes aburrir a nadie.
Eva: muchas gracias. El finde cundió y el tiempo ha acompañado. La excusa es el perro, pero creo que madrugaría igual sin él, y sin estampitas. Besitos
Jimena...
estoy conociendo a algunos de vosotros a través de El Niño... (con o sin su permiso) y la verdad es que no doy abasto porque hay mucha cosa buena que leer y me lo tomo con calma. Cuando me pasaste el testigo vi tu nombre y me dije.. hmmm Jimena, como la niña de Sabina. Y al hacer clic en tu nombre me apareció tu perfil, con "Sabina, Sabina, Sabina (por poeta y porque me cala)" en la sección de música favorita. Me encantó, quizá porque yo también lo siento así.
Y bueno, soy una rollera... me paseé brevemente por tu blog y me ha gustado mucho esta entrada, llena de nostalgia y de detalles. Cuando tenga un rato seguiré conociendo tus historias. Madrugar para estirar el día es un hábito genial, yo lo llevo haciendo un tiempo y le estoy cogiendo el gusto.
Besitos
Gracias, Noviembre. Hace mucho que leo tu blog, pero no soy muy de comentarios, la verdad. Casi nunca los escribo. Besitos. Respecto a Sabina...me alegro de compartir también ese gusto contigo, veo que no es el único.
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