28 marzo 2008

boceto de una sonrisa

Como cada tarde, entré en aquel portal, casi a oscuras, y subí las viejas escaleras esperando encontrar la casa cerrada.

Llegué hasta el tercer piso y empujé despacio la puerta entreabierta mientras inventaba mentalmente alguna excusa para no quedarme allí.

Sabía que finalmente no la esgrimiría, pero me sentía mucho mejor tratando de excusarme al exterior en vez de preguntarme a mí misma los motivos para permanecer en aquel lugar.

Cerré detrás de mí y atravesé despacio el largo pasillo que conducía hasta la salita. Una vez allí comencé el ritual de todas las tardes y fui desnudándome poco a poco hasta no llevar encima más que mis pendientes y una pulsera de bolitas que usaba a modo de amuleto y de la que no me gustaba separarme.

Me acomodé sobre el sillón verde que estaba junto a la ventana y fingí encontrarme tranquila para hacer más respirable el tenso ambiente que yo creía respirar en la habitación. Él se colocó junto a mí, se arrodilló y me saludó rozándome los labios en un gesto mil veces repetido con el que me sentía mariposas en el estómago. Nunca he sido capaz de controlar esas reacciones que me provoca su presencia, su roce, la cercanía simplemente de cruzar una mirada... pero intenté evitar que se exteriorizaran para no parecer más vulnerable de lo que ya me siento.

Cogió sus pinceles, agarró su paleta y volvió a colocarse frente al lienzo virgen que esbozaría con ayuda de sus musas, aunque, para ser sinceros, yo dudaba mucho que esas "musas" de las que me hablaba fueran a aparecer algún día, y... a esas alturas de nuestra relación, la verdad es que casi me daba igual. La luz lo inundaba todo en aquella salita; era una luz que llenaba los rincones y que se metía en el alma a bocanadas haciéndote sentir un poco su magia.

Luis siempre quiso escribir. Cuando le conocí, años atrás, me hablaba de sus planes de futuro y se imaginaba convertido en un consagrado escritor... de viajes inventados, sueños y musas, siempre musas. Decía que con ellas podía sentirse la persona más importante o la más desdichada, pero que sin ellas se sentía gris, y que ése era un color que no le gustaba. Cuando hablaba de lo que le faltaba por descubrir, su mirada brillaba de un modo especial: era como si su alma entera saliera a la luz en forma de sonrisa... y yo me enamoré de aquella luz, y de sus sueños, porque eran más tangibles que la propia realidad de cada día.

Nos conocimos un verano junto al mar. Algún amigo común nos presentó en una de esas fiestas de playa en la que acabas preguntándote si serás capaz de caminar hasta tu casa, o si el alcohol te impedirá dar un paso y tendrás que plantearte dormitar sobre la arena. No recuerdo cómo terminó aquella jarana, ni cómo hizo la noche, pero sé que entre los dos se fue creando un vínculo especial a base de paseos y palabras que nos convirtieron en grandes amigos.

Nunca hubo secretos entre los dos, nunca miedos, siempre calidez... una isla no compartible en la que buceábamos jugando con palabras.
Un día se cruzó en su camino alguien que cambió su brillo para siempre. Yo me limité a observar y a respetar, alejándome de su lado lo suficiente como para no molestar, pero con la distancia justa de poder darle la mano.

Ella era un mujer muy bella. Conquistó su mirada y su corazón y quiso ser la tinta de su pluma, la protagonista absoluta de sus letras y la música de sus canciones, sin contar con que para dibujar en un cuaderno el alma de algo o de alguien hay que amarlo, y Luis se convirtió en poco tiempo en un loco de amor mientras ella jugaba a ser la reina de la nada, la belleza inalcanzable que manejaba a su antojo los hilos de un torpe corazón al que no amaba. Entre la desidia y la sinrazón de besos no compartidos, las palabras fueron perdiendo sentido y dejaron de fluir sobre el papel como lo hacían antes, mientras se desdibujaba una sonrisa que tornaba todo su mundo gris. Aun después de tanto tiempo, no me explico qué pócima marchitó sus besos, pero cada día se alejaba más de lo que había sido.

Una noche, a las tres de la mañana, sonó el teléfono y me levanté sobresaltada; era Luis, me contó entre sollozos que ella se había ido para siempre y que se sentía mal, así que agarré lo primero que encontré por mi habitación y me fui a verle.

Nunca un abrazo contuvo tanto amor como aquella madrugada de silencios compartidos y lágrimas. Me limité a estar allí, sin decir nada, abrazando lo que quedaba de un sueño roto, ofreciendo mi hombro para sus sollozos.

Por la mañana preparé café y dejé que la luz inundara la habitación para que barriera la tristeza y la melancolía acumuladas que lo impregnaban todo.

Luis se acercó a mí y, sujetando mi cabeza entre sus manos, me besó despacio, como no lo había hecho nunca, haciendo de mí un volcán de sentimientos ante tanta ternura. Supe, sin necesidad de hablar, cada palabra que encerraba su beso.

Conocí del calor de sus labios el significado de la palabra "gracias" y de la palabra "amigos", y de muchas otras que se aferraron a nosotros para siempre. Después me pidió que posara para él, guardó sus cuadernos y sus plumas y sacó un viejo caballete con un lienzo en balnco que, aun hoy, espera paciente el color de una mirada sobre el esbozo que él trazó de una sonrisa. Me habló de pintar sin palabras la magia del silencio que yo le había dado y comenzó a desnudarme vistiéndome de besos y ternura.

Vuelvo cada tarde para que encuentre los colores perdidos, con la secreta esperanza de verle abrir el cajón de papeles y volver a sus plumas, y para recordarle que nunca estuvo solo y borrar de su paleta el color gris que aún se esconde en su mirada. Quién sabe si lo conseguiremos juntos.

2 comentarios:

Blogger Chiki ha dicho...

Esto... que el volcán de sentimientos se me ha clavado un poco en el fondo del oído, eh.

Y que no te fíes de los escritores y los artistas, que son raros :-)

31 de marzo de 2008, 9:16  
Blogger Ana ha dicho...

maraña, los escritores y los artistas son como la montaña rusa. Tú lo sabes

31 de marzo de 2008, 16:15  

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