03 noviembre 2009

Carambolas del destino

(Gracias, María)

Cumplí los dieciocho a miles de kilómetros de casa y uno de los regalos que más me gustó fue el que me hizo Ramón.

Yo vivía entonces en una residencia de estudiantes en Canadá y cuando escuché que me llamaban por megafonía, bajé a recepción a toda prisa y al ver aquel paquete envuelto en papel de estraza y atado con un cordel, supe que era suyo. Firmé unos cuantos papeles y volví a la habitación impaciente, me senté sobre la cama con las piernas cruzadas y empecé a desatar la cuerda intentando no ponerme nerviosa. Por la forma debía ser un cuadro, tal vez el de amapolas que había sobre la chimenea de su casa o uno de un campo de trigo con el cielo muy azul. Rompí el papel, abrí mucho los ojos y lo apreté contra el pecho pensando en mi familia.

Ramón es el mejor cuentista del mundo. De niña, conocía de memoria sus historias aunque alguna no la entendiera. Mis hermanos y yo nos sentábamos sobre la alfombra a escucharle mientras él encendía su pipa y comenzaba a hablar. Hasta muchos años después, no entendí que se trataba de su propia vida y me quedaba con detalles en la memoria sin saber lo que significaban.

De entre todas las historias, yo prefería aquella del cuadro.

Empezaba hablando de una camioneta desvencijada y del sonido metálico sobre los adoquines que hacía que se cerraran puertas y que la gente mirara hacia otro lado. Casi lo podíamos oir. Dentro, los hombres, amontonados como gusanos, apenas se atrevían a asomarse. Las vides del pueblo habían sido esquilmadas, pero con paciencia, algunos hombres conseguían llenar una fanega para los militares y a veces les dejaban volver, a pesar del pánico que suponía escuchar su nombre en la lista de la mañana. Nadie quería dar el paseíllo.

Durante mucho tiempo estuve haciéndole las mismas preguntas infantiles a las que nunca me respondía, que si por qué sus amigos salían a pasear con aquellos hombres, que por qué se perdían si conocían muy bien el campo, que quién hacía las listas, no sé, debí pensar que era algo parecido a elegir un grupo para jugar a pídola o así, hasta que un día, mi hermano mayor me agarró del brazo, me llevó a la habitación y, con la puerta cerrada, me contó en tres palabras algo que hubiera preferido no saber. Dejé de preguntar.

Ramón nunca me dejó llamarlo abuelo, ni cuando era chiquitina. Tampoco lo eché de menos, porque ni siquiera mi madre se refería a él sin usar su nombre de pila, pero quería saber por qué las otras niñas sí lo hacían. Él me contestó que a veces lo más importante que le queda a alguien es su nombre.

Socuéllamos no era un pueblo demasiado grande, pero mucha gente había huido hacia él para esconderse en las bodegas. Los vecinos, más que nunca, estaban divididos por colores y el que antes era un terrateniente ahora vestía con harapos o el panadero amigo de todos, era temido por chivato.

Ramón nunca nos explicó quién ganaba, porque decía que en las guerras todos pierden, pero se le hinchaba mucho la vena del cuello cuando recordaba a alguno de los que terminaron ejecutados, fuera del bando que fuera. La suerte hizo que él no subiera al camión aquella mañana.

Él no decidió lo que pasó aquel día, aunque todos hubieran deseado que precisamente esa mañana el capitán también les hubiera llamado a su despacho para un encargo importante. Ramón entró temblando. Acababa de ver a sus amigos alejarse por el camino de tierra y una mezcla de ira y de tristeza le subía desde el estómago a la garganta como si fuera una bola de fuego que no le dejara respirar. La habitación estaba medio en penumbra y le pareció escuchar un sollozo al fondo, miró de reojo sin atreverse a preguntar y vio entre sombras un bulto sobre el diván desvencijado. El militar, cogiendo un puro que tenía sobre el cenicero, se acercó a él y le echó el humo en la cara. Fue seco y muy claro: quería –exigía- un cuadro de la chica que había sobre el pequeño sofá del otro lado del cuarto, junto a la ventana, y tenía que tenerlo terminado antes de que cayera el sol. Ramón no contestó. Antes de que pudiera hacerlo, lo empujaron con una culata en los riñones hacia el fondo de la estancia y un soldado le acercó un caballete y unos carboncillos que dejó caer al suelo justo a sus pies, luego se fue hacia donde estaba la chica y tiró de una manta que la cubría dejándola desnuda.

La modelo estaba tumbada de espaldas. A Ramón la bola de fuego se le fue haciendo más grande. Cogió un carboncillo y lo apretó en el puño hasta que sintió que se partía, luego, sin dejar de temblar, comenzó a hacer rayas y sombras sobre el lienzo. De vez en cuando se limpiaba el sudor de las manos frías en los pantalones y en la camisa para no ensuciar el cuadro.

De repente se oyó un ruido muy fuerte a lo lejos y la mujer comenzó a sollozar de nuevo y a tiritar. Ramón quiso acercarle la manta, pero otro culatazo lo tiró contra el suelo.

Los militares empezaban a impacientarse y comentaban entre ellos la tardanza del camión. Intentaron en vano hacer funcionar la radio, para preguntar lo que estaba pasando. Cada vez estaban más nerviosos. Un golpe seco hizo entonces temblar la habitación y aquellos hombres uniformados salieron corriendo hacia la calle. Ramón se volvió hacia la puerta y antes de que pudiera darse cuenta, la chica y el cuadro habían desaparecido por la ventana de atrás, así que saltó también por esa ventana sin pensarlo demasiado y echó a correr hacia el granero de Miguelón, que era lo más cercano. Se escondió allí a sabiendas de que pronto lo encontrarían y lo ejecutarían con el resto, pero de poco le hubiera servido quedarse allí sin cuadro y sin chica.

Con los primeros tiros que escuchó, se hizo un ovillo bajo unas mantas viejas de las que se utilizaban para limpiar a los terneros recién paridos. Olía muy mal, aunque hacía tiempo que no había terneros en el pueblo, pero tampoco le importó demasiado porque ni siquiera recordaba la última vez que se aseó en condiciones. Le sorprendió oír voces conocidas dando gritos y se acercó gateando hasta la puerta del granero.

Los vecinos del pueblo, con viejas escopetas y todo tipo de armas caseras, corrían vociferando en dirección al camino de tierra, por el que llegaba la vieja camioneta con los hombres y muchos soldados protegiéndolos. La situación había cambiado del todo en unas horas y hasta en el viejo campanario alguien subió a tocar para celebrarlo.

Dos años después, en el cuarenta y uno, Ramón se casó con su novia de siempre y ella le regaló el cuadro aquel cuadro que no llegó a terminar, justo el que pasó a mis manos, como única nieta, al cumplir los dieciocho.

No pudo seguir pintando porque con el sueldo de maestro apenas les daba para mantener a la familia.

Ahora era mi turno. Me acerqué a la oficina de correos y puse un telegrama a mis padres: “Cambio de planes. Mañana vuelvo”. En el avión, imaginaba la sonrisa de mi pintor favorito cuando me viera. Esta vez yo haría de cuentista para él. Nadie me dijo que estuviera enfermo, ni que si me hubiera quedado no habríamos tenido tiempo de despedirnos.

1 comentarios:

Blogger Maria Coca ha dicho...

Un relato que mezcla melancolía, emoción, sentimiento y destinos. Sabes llegar al corazón con tus letras, amiga mía. Y me ha encantado que hayas vestido de palabras ese pequeño cuadrito... Le sientan tan bien!!!!!

Un abrazo pero grande.

4 de noviembre de 2009, 17:16  

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