06 abril 2010

El hiyab de Amina


En la habitación del hospital el tiempo pasa muy despacio.


Amina mira las gotas que caen de la botella y se imagina cómo entran en el cuerpo de Said, despacito.


Cuenta hasta cincuenta, una, dos, tres, cuatro veces. No conoce más números, pero se empeña en saber los dedos que necesita para que se acabe la botella y así va pasando la tarde. Cuando el suero está casi vacío, pulsa el botón de la pared y alguna enfermera se apresura a cambiarlo. Amina, desde el sillón, las observa entrar y salir y balbucea un –gracias- cuando le preguntan cómo se encuentra o la animan a dormir. Mira al suelo y cuando se van, se repasa frente al espejo del baño las líneas de khol de los párpados mientras oculta un mechón rebelde del flequillo dentro del hiyab.


Hace tres días que Said duerme. Los mismos que ella vela al lado de su cama y cuenta gotas transparentes que caen de una botella. No habla con nadie, no sale. Solo perfecciona el color de sus párpados y se coloca una y otra vez el pañuelo alrededor de la cara. Primero, ajustándolo bien a la frente para anudarlo en la nuca, luego, pasando uno de los extremos por delante del cuello y al final, ocultando orejas, hombros y escote antes de anudarlo de nuevo en la parte de arriba.


Las enfermeras no cubren sus cabezas y tienen la piel morena. Tampoco llevan alianza, pese a que todas superan los quince años. En el pasillo, un reloj grande en la pared avanza lentamente y el sonido de las agujas se escucha por la noche sin lamentos de plañideras.


Amina se descalza, encoge las piernas sobre el sillón y las cubre con la chilaba. Cabecea. Trata de no dormirse, pero el cansancio puede con ella. Piensa en Said. Si despierta y la encuentra dormida, puede que la repudie y vuelva a Fez para casarse de nuevo. Si no lo hace, será una viuda más sin derecho a nada.


Abre un poco los ojos y mira la botella. Aún quedan muchas gotas y las enfermeras le han dicho que no se preocupe, que duerma. El nudo del pañuelo le molesta en la nuca y le oprime el cuello, pero no puede desatarlo por si Said lo ve. Lo conoció el día de su boda y solo se ha quitado al hiyab ante él, ni siquiera ante sus hermanos.


Ellos no saben contar gotas transparentes, ni tuvieron nunca una casa con baño como este hospital. En el pueblo chiquitito cerca de Fez, las cosas son distintas y el tiempo pasa deprisa aunque no lo marque un reloj en la pared.


Por la mañana, un médico entra en la habitación y examina a Said con la ayuda de dos enfermeras. Amina mira hacia el suelo y se borra con los dedos los restos de khol que marcan sus ojeras. Una de las enfermeras se acerca a ella, le acaricia el hombro sobre la chilaba y también mira al suelo.


Amina se encierra en el baño. Respira con dificultad. Acurrucada en una esquina, suelta los nudos de su hiyab y sale corriendo al pasillo buscando las escaleras. Ya no escucha las agujas del reloj. Hace aire. El tiempo pasa.

3 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

hermoso relato, que manera de encerrar tanto tras un yihab
un abrazo

7 de abril de 2010, 15:52  
Blogger Miguel ha dicho...

Intenso relato.

Logras trasnsmitir muy bien lo que siente el personaje tras ese hiyab,

Gracias por volcarlo aquí y poder disfrutar de él.

Un abrazo

Miguel

14 de abril de 2010, 0:09  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Ý sí...La libertad de miedo. Me encantan tus letras, Jimena.

17 de abril de 2010, 2:53  

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