26 agosto 2009

Los secretos del viejo caserón (I)


Mateo no quiere vivir en el viejo caserón de la playa.

Le dan miedo las escaleras que crujen y los techos altos.

Aunque sus padres le hayan contado que después de las obras tendrá una bonita habitación para él solo, ni siquiera los chavales del pueblo se atreven a entrar en esa casa tan grande. Cuentan historias de miedo desde el otro lado de la valla o salen corriendo si creen oír un ruido raro.

Mateo prefiere la ciudad, la pandilla del barrio, su patinete oxidado y los domingos de Burguer King, aunque tenga que dormir en el sofá del salón para que no se despierte su hermana pequeña y llore desde la cuna.

La culpa es de Tía Carlota. No tenía que haberse muerto. Así papá no sería el dueño de esa vieja casa y mamá no iría con un ridículo pañuelo en el pelo limpiándolo todo.

A veces los mayores solo piensan en ellos.

Seguro que le harán limpiar el jardín y que no se conformarán con que mantenga ordenado el estante de sus libros en el salón. Se acabaron el Metro y las Navidades de compras familiares por la Puerta del Sol.

Mientras duren las obras, dormirán todos en la buhardilla aprovechando que ya está listo el tejado y que mamá ha quitado los trastos.

El colchón de Mateo lo han colocado bajo la claraboya para que pueda dormirse contando las estrellas, pero a él le gustan más las de su habitación pegadas en el techo, porque no se mueven y siempre hay las mismas.

Después de cepillarse los dientes y dar un beso de buenas noches, coloca una botellita de agua junto a la almohada por si tiene sed. No quiere bajar las escaleras a media noche. Una vez lo hizo y volvió tiritando a la cama, se tapó la cabeza con las sábanas y no contó que vio sombras para que no le trataran como a un niño al que le da miedo la oscuridad.

Una amiga de Tía Clotilde se ha empeñado en presentarle a su nieta, menudo rollo. Se llama Claudia, viste un peto vaquero enorme y se mueve por la casa como si siempre hubiera vivido allí. Cuando Mateo le cuenta lo que dicen los niños del pueblo, ella se ríe y les llama gallinas, luego le enseña su bolsillo repleto de canicas de cristal para que piense en otra cosa y un tirachinas que se hizo ella misma con una vara de avellano; si le gusta, hará otro para él.

Claudia no es como las otras niñas que él conoce. Cuando se ríe, se le escapa el aire por el hueco de un diente que acaba de perder, trepa a los árboles buscando nidos, conoce entradas secretas y los nombres de todos los bichos que hay por el jardín. Le gusta cazar lagartijas en la valla del cementerio y le ha prometido a su amigo que irán juntos al viejo fuerte a comer un bocadillo sentados en el césped del acantilado. Si viviera en Madrid, Mateo se pegaría con todos sus amigos para que ella fuera de la pandilla.

Se está acostumbrando al caserón y a veces ni siquiera piensa en la ciudad.

Sentados en el poyo de plaza, los más viejos hacen apuestas sobre el tiempo que tardarán en marcharse los forasteros. Probablemente, antes del invierno. A nadie le gusta que los columpios chirríen o que el piano suene sin que nadie apoye las manos en las teclas, y salvo la vieja Carlota, pocos aguantarían compartir techo con el fantasma de un náufrago o con un pirata chalado que sigue buscando su tesoro.

Claudia, en cambio, está convencida de que su nuevo amigo se quedará para siempre. A ella le gusta el sonido del piano y pone trocitos de queso por si son los ratones los que bailan sobre las teclas. Lo hace también cuando ve que los libros de la biblioteca cambian de sitio, así no morderán las páginas de los de aventuras que tanto le divierten.

A Mateo ya no le importa que las campanadas del reloj suenen cada noche a las doce en punto en una habitación distinta, y aunque los primeros días se volvió loco buscando un reloj, ha dejado de hacerlo y se pasa el día jugando al escondite entre cajas, muebles tapados con sábanas y materiales de construcción. Un día se asustó porque vio la sombra de su amiga reflejada en el espejo de la entrada y creyó que era un fantasma, pero después se rieron mucho de aquello. Claudia no quería darle un susto, solo jugaba. Da igual si los chavales no quieren hacerlo, ya vendrán, eso ha dicho papá. A lo que aún no se acostumbra es a las voces, están por todas partes, como si alguien se escondiera para cuchichear detrás de las paredes y le mirara todo el rato. Mamá cree que son tonterías de niño, que no hay nadie y que en una casa tan grande, son normales los ruidos, pero Mateo sabe lo que dice y una vez oyó que sus padres también hablaban de esas voces creyendo que dormía.

El libro favorito de Claudia es uno muy gordo con dibujos de veleros y piratas. Tiene tres mapas de tesoros y hasta un dibujo del pueblo cuando era más chiquitín. A veces lo encuentran en el estante más alto y otras en el brazo del butacón de tía Carlota, pero siempre acaba por aparecer y les gusta mirarlo juntos sentados en la escalera. Un día de estos saldrán al mar en la chalupa de algún pescador y se alejarán remando hasta el sitio marcado en el mapa. Ya tienen una lista con todo lo que necesitan y si van por la noche, nadie les echará de menos, eso sí: tendrá que ser con luna llena y si los cálculos de la niña no se equivocan, en un par de días tendrán su oportunidad de vivir una aventura.

Mateo ha guardado ya en la mochila del monopatín una linterna grande, un jersey, cuatro paquetes de galletas, una cantimplora y una vieja manta que encontró en un arcón. Claudia se encarga de los prismáticos y el mapa. Será divertido remar entre las grutas bajo la montaña.

Justo cuando van a salir de casa con la mochila al hombro, un viejo marinero con impermeable amarillo y gorro a juego se coloca delante de ellos y les corta el paso.

–¿Dónde créeis que vais, grumetes?

La voz ronca del marinero les asusta y los dos se agarran de la mano muy fuerte intentando no gritar. Mateo ha visto esa cara antes, está seguro. Mientras el viejo da una calada a su pipa esperando respuesta, Claudia susurra algo a su amigo.

–Yo te conozco –dice Claudia- ¡Te he visto en una foto del viejo caserón, sobre la chimenea!

Una luz se enciende en la casa. El padre de Mateo grita su nombre y al volver la cabeza para contestarle, Claudia y el marinero desaparecen como por arte de magia…

5 comentarios:

Anonymous Antonio ha dicho...

Preciosa foto la del viejo caserón de la playa.

Me atevería a decirte incluso dónde está hecha (la fecha y la hora son más fáciles de adivinar: viernes 21 de agosto a las 17:46)

¿Por qué será que todos los viejos caserones guardan misterios en su interior... generalmente en el desván?

Un besote.

26 de agosto de 2009, 23:13  
Blogger Ana ha dicho...

Antonio, gracias por leerme. Te atreverías incluso a decirme con qué cámara está hecha...y el caserón guarda muchos misterios, como todos los que conoces en esa playa, solo hay que contarlos. Besitos

26 de agosto de 2009, 23:21  
Blogger Maria Coca ha dicho...

Secretos que alimentan la imaginación. Ya estoy deseando saber qué pasa!!!

Besotes.

1 de septiembre de 2009, 16:19  
Blogger Walter ha dicho...

Genial,genial...esperando la 2ª parte.
Por cierto,esta es la historia que decías que estabas preparando?
Gracias por escribir!

6 de septiembre de 2009, 19:25  
Anonymous Evilla ha dicho...

Qué recuerdos tan buenos me trae esta historia.
Sobre todo lo del reloj ;)

9 de septiembre de 2009, 16:39  

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