Miedos
Cuando le clavó el alfiler en el ojo, no pude evitar mirarla de arriba abajo.
Una náusea me vino a la boca con el sabor ácido del desayuno. Luego volví la cara hacia otro lado y traté de fijarme en la gente que entraba en el vagón sin dejar de mirarla de reojo.
El Metro arrancó de nuevo. Durante unos segundos, se apagaron las luces y yo imaginé a la pelirroja buscando entre los pasajeros a su nueva víctima, esta vez de carne y hueso, pero al encenderse, comprobé que seguía sentada a mi lado, mirando fijamente la fotografía que agarraba con una mano y deslizando la punta del alfiler sobre ella hasta que decidía un nuevo sitio donde clavarlo mientras apretaba fuerte los labios. Ni siquiera observaba a las personas que tenía a su alrededor, como si estuviera concentrada en algo muy importante. La tercera vez que lo hizo, aquella pelirroja ya no me resultó tan atractiva, sus tacones rojos de charol no parecían brillar tanto y dejé de buscar la manera de entablar conversación con ella para enterarme de su nombre.
Tampoco podía quitármela de la cabeza, incluso soñaba con ella. Me despertaba sobresaltado creyéndome su acerico, pero volvía a dormirme con la imagen de su culo perfecto debajo de aquella falda imposible. Al despertar, una ducha rápida y listo. Salía de casa corriendo y mirando el reloj porque no quería perder el Metro de las siete y media.
Parapetado detrás de un libro o de un cuaderno como si eso me convirtiera en invisible, la miraba a mis anchas de los pies a la cabeza. Dejaron de interesarme los otros pasajeros y se volvió aburrido comparar las narices de los que entraban, el tamaño de sus bolsos o cuánto tardaban en encontrar asiento. Ni siquiera ojeaba los libros y apuntes de los que tenía al lado ni bajaba la música de mis cascos para enterarme de sus conversaciones, como si allí no hubiera nadie más que ella.
Llevábamos poco más de una semana coincidiendo en el vagón de cola y ya la había imaginado como ama de casa, amante perfecta, psicópata desquiciada o dulce profesora de guardería. En cualquier caso, yo siempre estaba a su lado y eso era mucho más divertido que mis apuntes o mis otros compañeros de asiento. A veces íbamos juntos también en las escaleras mecánicas y en el camino de salida, aunque eso supusiera llegar un poco más tarde al trabajo por bajarme un par de paradas antes.
No me gustaba verla con el alfiler en la mano, pero seguro que tenía alguna explicación y se me ocurriría algo para descubrirla.
Estaba tan decidido que, una tarde, al llegar del trabajo, me senté en el sofá del salón y coloqué el espejo del baño delante de la tele para verme. Luego empecé a ensayar conversaciones que había empezado a escribir en mi cuaderno mientras me movía imitando los vaivenes del vagón. Dos horas después estaba convencido de que al día siguiente seríamos amigos. Le explicaría mi afición infantil a clavar alfileres en el mapa que tengo en la pared del cuarto de estar cuando viajo a alguna ciudad y ella me contaría entre sollozos quién era la chica de la foto y vendría a conocer lugares conmigo, seguro. Dejé el espejo de nuevo en el baño y me fui a la cama.
Me desperté sudando, nervioso. Camino del Metro repasaba la forma de acercarme a ella y los posibles quiebros en la conversación si me daba calabazas. Tenía las manos heladas.
Entonces me acordé de mi primer día de colegio y de todas las chicas a las que había conocido entonces con no demasiada fortuna. Siempre me gustaron las más guapas, las mayores…las que se reían del cuatro ojos enclenque cuando intentaba hablar con ellas y no podía evitar tartamudear.
Me apoyé en la pared sintiendo un pinchazo fuerte en el costado. Me acordé también del profesor de gimnasia. Nos mandaba dar vueltas corriendo al patio y yo me quedaba el último. Miré el reloj y traté de respirar hondo. En un par de minutos el tren llegaría al andén.
Cuando lo hizo, me senté en un banco y saqué mi pañuelo para secarme la frente. Las puertas se abrieron y yo seguí sentado mirando mis zapatos sin atreverme a entrar en el vagón. Se volvieron a cerrar y el ruido fue alejándose. Cerré los ojos. Respiré hondo. Alguien me dio un golpecito en el hombro.
–Perdona, ¿te encuentras bien?, ¿puedo ayudarte?
No dije nada. La pelirroja de tacones de charol se hubiera reído al oírme tartamudear.
Una náusea me vino a la boca con el sabor ácido del desayuno. Luego volví la cara hacia otro lado y traté de fijarme en la gente que entraba en el vagón sin dejar de mirarla de reojo.
El Metro arrancó de nuevo. Durante unos segundos, se apagaron las luces y yo imaginé a la pelirroja buscando entre los pasajeros a su nueva víctima, esta vez de carne y hueso, pero al encenderse, comprobé que seguía sentada a mi lado, mirando fijamente la fotografía que agarraba con una mano y deslizando la punta del alfiler sobre ella hasta que decidía un nuevo sitio donde clavarlo mientras apretaba fuerte los labios. Ni siquiera observaba a las personas que tenía a su alrededor, como si estuviera concentrada en algo muy importante. La tercera vez que lo hizo, aquella pelirroja ya no me resultó tan atractiva, sus tacones rojos de charol no parecían brillar tanto y dejé de buscar la manera de entablar conversación con ella para enterarme de su nombre.
Tampoco podía quitármela de la cabeza, incluso soñaba con ella. Me despertaba sobresaltado creyéndome su acerico, pero volvía a dormirme con la imagen de su culo perfecto debajo de aquella falda imposible. Al despertar, una ducha rápida y listo. Salía de casa corriendo y mirando el reloj porque no quería perder el Metro de las siete y media.
Parapetado detrás de un libro o de un cuaderno como si eso me convirtiera en invisible, la miraba a mis anchas de los pies a la cabeza. Dejaron de interesarme los otros pasajeros y se volvió aburrido comparar las narices de los que entraban, el tamaño de sus bolsos o cuánto tardaban en encontrar asiento. Ni siquiera ojeaba los libros y apuntes de los que tenía al lado ni bajaba la música de mis cascos para enterarme de sus conversaciones, como si allí no hubiera nadie más que ella.
Llevábamos poco más de una semana coincidiendo en el vagón de cola y ya la había imaginado como ama de casa, amante perfecta, psicópata desquiciada o dulce profesora de guardería. En cualquier caso, yo siempre estaba a su lado y eso era mucho más divertido que mis apuntes o mis otros compañeros de asiento. A veces íbamos juntos también en las escaleras mecánicas y en el camino de salida, aunque eso supusiera llegar un poco más tarde al trabajo por bajarme un par de paradas antes.
No me gustaba verla con el alfiler en la mano, pero seguro que tenía alguna explicación y se me ocurriría algo para descubrirla.
Estaba tan decidido que, una tarde, al llegar del trabajo, me senté en el sofá del salón y coloqué el espejo del baño delante de la tele para verme. Luego empecé a ensayar conversaciones que había empezado a escribir en mi cuaderno mientras me movía imitando los vaivenes del vagón. Dos horas después estaba convencido de que al día siguiente seríamos amigos. Le explicaría mi afición infantil a clavar alfileres en el mapa que tengo en la pared del cuarto de estar cuando viajo a alguna ciudad y ella me contaría entre sollozos quién era la chica de la foto y vendría a conocer lugares conmigo, seguro. Dejé el espejo de nuevo en el baño y me fui a la cama.
Me desperté sudando, nervioso. Camino del Metro repasaba la forma de acercarme a ella y los posibles quiebros en la conversación si me daba calabazas. Tenía las manos heladas.
Entonces me acordé de mi primer día de colegio y de todas las chicas a las que había conocido entonces con no demasiada fortuna. Siempre me gustaron las más guapas, las mayores…las que se reían del cuatro ojos enclenque cuando intentaba hablar con ellas y no podía evitar tartamudear.
Me apoyé en la pared sintiendo un pinchazo fuerte en el costado. Me acordé también del profesor de gimnasia. Nos mandaba dar vueltas corriendo al patio y yo me quedaba el último. Miré el reloj y traté de respirar hondo. En un par de minutos el tren llegaría al andén.
Cuando lo hizo, me senté en un banco y saqué mi pañuelo para secarme la frente. Las puertas se abrieron y yo seguí sentado mirando mis zapatos sin atreverme a entrar en el vagón. Se volvieron a cerrar y el ruido fue alejándose. Cerré los ojos. Respiré hondo. Alguien me dio un golpecito en el hombro.
–Perdona, ¿te encuentras bien?, ¿puedo ayudarte?
No dije nada. La pelirroja de tacones de charol se hubiera reído al oírme tartamudear.
5 comentarios:
¡Ay! Me quedé con ganas de saber quién era la chica de la foto... Buen relato, Ana, atrapa desde el inicio.
Hola bonita, hacía mucho que no pasaba por aquí, pero al menos sé que siempre voy encontrar una buena historia...tú si que sabes crear intriga...
bss
Un relato muy bueno.
Muy bien narrado, ameno, interesente y con un final abierto que deja muy buen de sabor de boca.
Enhorabuena.
Miguel
Pero qué suspense... Uff!!! La tensión se mantiene hasta el final. Qué bueno.
Besos linda!
oooh ¿y el texto del yihab????
estoy segura que lo lei
en fin
una barzo
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