14 junio 2008

Las aventuras de Martina (1)

Si me hubieran preguntado qué quería ser de mayor, hubiera respondido: –trapecista. Sin más.

Y es que por aquel entonces, no tenía ninguna duda de lo que quería hacer con mi vida. Lo único que me apetecía era parecerme a mamá, mejor: ser ella.

Entonces conocí a Patricia.

Recuerdo que me pasaba las tardes en el viejo carromato jugando a ser mayor y ensayando frente al espejo mis muecas de artista. Estaba convencida de que algún día papá me dejaría por fin subir al trapecio más alto y hacer un doble salto mortal como ella. Cuando regresara a la lona, el público reaccionaría poniéndose en pie y aplaudiendo de emoción.

Pero para eso había que crecer y yo, por más que me miraba de frente y de perfil, no notaba ningún cambio en mi cuerpo. A veces me sentaba en el taburete de la cocina, y colocaba los tarros de crema y los perfumes en fila sobre la encimera. Los iba abriendo uno por uno con cuidado y acercaba la cara despacio. Cuando llegaba al de hidratante de jazmín, arrugaba la nariz y estornudaba sin remedio. Me ocurría por ser pequeña, seguro, pero cuando dejara de molestarme ese olor tan dulzón, sería la señal de que había pasado al mundo de los adultos. No he llegado aún a conseguirlo.

Soñaba con el maillot brillante que me regalaría papá y con los reflejos de los focos en mis lentejuelas.

Me gustaba tumbarme en el centro de la pista cuando estaba vacía. Miraba a lo más alto de la lona y casi podía verme haciendo piruetas y dejando con la boca abierta a todos.

No tendría que acudir más a la escuela del circo, ni los niños se reirían de mi nombre haciendo rimas.

El payaso Laso me había prometido maquillarme la cara. Le gustaban mis ojos verdes. Rodrini, mi mejor amigo, me dejaría ayudarle en su número. Él sí que hacía magia de verdad. Me lo había dicho. Los mayores no mienten.

Había aprendido a hacer malabares con tres pelotas y me columpiaba en el trapecio agarrada por los pies cuando estaba bajito, porque papá sólo me dejaba ensayar así, cerquita de la lona, para que no me hiciera daño. Hubiera preferido que me lo subieran un poco, pero me tuve que conformar con mis pequeñas exhibiciones en las fiestas de cumpleaños de mis amigos.

En el circo todos éramos una gran familia y cuando celebrábamos algo, lo hacíamos en la pista, después de la función. Bueno, todos menos Lola, que desde que murió su perrita sólo salía de su carromato para vender los tickets de la entrada y apenas hablaba con nadie. Ni siquiera bailaba con Laso al ritmo del acordeón.

Lo mejor de vivir en un circo es conocer sitios nuevos, gente a la que no has visto nunca, niños agarrados a la mano de sus padres con los ojos como platos viendo saltar en el trapecio a mamá.

Quedarte entre bambalinas mirándoles la cara e imaginando cómo serán sus vidas en un piso que nunca cambia de lugar.

Y si te gusta dibujar, como a mí, sacar tu cuaderno y pintar al público con la boca abierta.

Una tarde, mientras lo hacía, concentrada en un pequeño de la segunda fila, alguien me dio un golpecito en el hombro. Me volví, asustada y vi a una niña como yo, con el pelo muy rubio, la cara sucia y un peto vaquero, viejo y grande, que le colgaba de un tirante cruzado sobre los hombros.

–Hola, ¿qué haces aquí? –le pregunté.

–Me he colado por debajo de la carpa, pero no digas nada, o me echarán de aquí. No tenía dinero para la entrada, pero nunca he visto un circo. Por favor, ¿puedo quedarme contigo?

Me quedé quieta un momento, luego me rasqué los rizos buscando una respuesta y de un salto, me levanté y la cogí de la mano. Puse un dedo delante de la boca, y casi susurrando, le dije:

–Ven, te enseñaré todos los secretos de este sitio.

Aquella tarde, recorrimos las jaulas de los leones, el carromato de la escuela, el de la guardería y el de Rodrini el mago. Al resto no podíamos entrar, porque, aunque no estaban cerrados, todos esperaban ya en la pista, o maquillándose, y no se les podía molestar.

Vimos las actuaciones desde el mejor sitio y nos pintamos la cara con las pinturas de mamá. Le enseñé mi cuaderno y dibujé su cara en la última página. Aún la conservo.

Sólo quedaba esperar el final de la función para que llegaran mis padres, así que nos sentaron en la puerta de la caravana mientras lanzábamos al aire pelotas que mi nueva amiga no lograba coger.

Era de noche cuando mis padres aparecieron por allí. Traían gesto serio, pero al verme sonrieron como siempre. Pensaban que su hija no se enteraba de los problemas, pero yo sabía que el circo no pasaba por su mejor momento. Les había oído algunas noches quedarse hasta tarde haciendo números cuando pensaban que dormía.

–Hola Martina. ¿No vas a presentarnos a tu amiga?
–Claro, se llama Patricia. No tenía dinero para la entrada y yo la invité.

Volví la cabeza hacia mi amiga y le guiñé un ojo. Entonces papá tomó la palabra.

–Muy bien, Patricia, pero es tarde y habrá alguien que te espere en casa. Podrás volver otro día.
–Mmmm –Patricia miraba hacia los lados y se enrollaba el tirante del peto con el dedo–Bueno…en casa no saben que he venido. Mi padre suele estar de viaje, o reunido. No creo que se preocupe.

–También los padres reunidos o de viaje se preocupan por sus hijos, ¿sabes?, así que le llamaremos para que sepa que estás aquí. ¿Cuál es su número?

Patricia me miraba muy seria. Metió la mano en el bolsillo de su peto, sacó un móvil y me lo dio con los ojos llenos de lágrimas. Todos nos miramos sin decir nada.

–La tecla verde conecta directamente con papá. Toma.

Le dí al botón y enseguida escuché una voz muy seria al otro lado del teléfono. Antes no me había fijado, pero cuando Patricia me dio el teléfono miré sus manos. Tenía los dedos largos y finos y las uñas muy limpias.

–¿Dónde estás? ¿Patricia?
–Ho..ho..hola. ¿Eres el papá de Patricia?
–Sí, ¿se puede saber quién eres? ¿dónde está Pati?
–Soy Martina, una amiga suya. Del circo.
–¿Has dicho del circo?

Le entregué el teléfono a mi amiga.
–Toma, creo que será mejor que se lo expliques tú.

Mis padres se alejaron un poco para que Patricia se sintiera más cómoda. Cuando volvió donde estaban, les dijo que su padre venía de camino a recogerla y se fue hacia la puerta sin despedirse.

Poco después apareció un enorme coche negro del que se bajó un señor muy elegante que besó a Martina y le dio un abrazo.

–Pero hija, ¿por qué llevas puesto el mono del jardinero? ¿Y cómo has llegado hasta aquí? Estaba preocupado.

Se volvió y les dio las gracias a mis padres. Le invitaron a un café en el carromato y no se supo negar. Nosotras esperamos fuera, en silencio.

Al salir, el padre de Patricia me dio dos besos y se despidió con la promesa de volver al día siguiente.

Entré en el carromato con la cabeza agachada y me fui al sofá. Mamá se acercó y pasándome un brazo por el hombro, me explicó que Patricia no podía quedarse, pero que volvería al día siguiente con su padre y nos dejarían participar con el Mago en su número si él estaba de acuerdo.

Recuerdo muy bien aquella noche: no me podía dormir. Si me dejaban hacerlo, es que pensaban que era un poco mayor, así que le pediría a papá que me subiera el trapecio para poder ensayar. Soñé con mi maillot de lentejuelas, con el mago Rodrini y con mi nueva amiga.

Me pareció que olía a jazmín, aspiré hondo y logré que no se me arrugara la nariz. Tal vez Rodrini había empezado su magia, la de verdad y yo estaba creciendo muy deprisa.

4 comentarios:

Anonymous Anónimo ha dicho...

circo?, no debe ser la ilusión que representa no?

16 de junio de 2008, 19:20  
Blogger Ana ha dicho...

;-)
Martina se hace mayor...eso sí que es ilusión

17 de junio de 2008, 18:29  
Blogger Hache ha dicho...

Debo ser una de esas raras a las que nunca le gustó el circo. Me hacen sentir triste, sobre todo los payasos

... pero hay algo en esta historia que me hace sonreir .. la admiración ... la de una hija a una madre, la de una niña que lo tiene casi todo hacia otra que tiene justo lo que a ella le falta .. eso me produce una mezcla extraña y dificil de explicar.

17 de junio de 2008, 23:13  
Blogger Ana ha dicho...

No me gustan los circos, ni los payasos. Sólo los magos...de palabras, esos sí que me hacen sonreír. Puede que yo también sea rara.

17 de junio de 2008, 23:39  

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